José Membrive
Mi relación con los calcetines tiene mucho que ver con mis relaciones afectivas. Mi amiga Rosa dice que el pie simboliza el pene y el calcetín... A mí me halaga la idea de tener dos penes en funcionamiento simultáneo, pero tengo un problema: mucho antes de conocer todos los galimatías psicoanalíticos yo era el hazmerreír por mi tendencia a vestir calcetines dispares. En la adolescencia mi escena de terror favorita era cuando veía a los de la mesa de al lado darse con el codo mientras señalaban hacia mis pies. El círculo de las sonrisas se iba agrandando como las hondas concéntricas del agua hasta llegar al profesor. Recuerdo que uno de ellos, el más sensato, don Nicanor Nasarre Narriga, me pegaba la bronca, no por llevar calcetines impares sino por la suciedad de mis zapatos. Eso es mucho más lógico.
Yo lo achacaba a que al levantarme no tenía afinado el sentido para distinguir los colores, a menudo parecidos, de los cinco o seis pares de calcetines que se refugiaban bajo mi cama durante semanas, pero en realidad era que estaba totalmente convencido de que la diferencia o similitud cromática de mis calcetines no aportaba absolutamente nada a mi vida.
Con el tiempo tanto compañeros de clase como después alumnos se acostumbraron de tal manera que mi insistencia en la irregularidad me hizo digno de ganar esa cuota de libertad: poder llevar calcetines de distinto color sin que nadie se riera. Mi supuesto despiste me ahorra la disquisición absurda.
Pero los vicios van ganando terreno poco a poco. Un día en mitad de clase, mientras explicaba entre dos pasillos de mesas me di cuenta que cojeaba un poco y que al caminar un zapato hacía mucho más ruido que otro. Cuando miré vi que calzaba dos zapatos totalmente distintos, uno negro con amplia suela de goma y otro marrón con la suela afilada. Los chavales habían tenido la delicadeza de no reprocharme nada y yo correspondí a su delicadeza siguiendo la explicación y saliendo lanzado al coche cuando terminé. Volví a casa y me calcé como Dios manda. También mis compañeros de claustro han tenido que hacer la vista gorda a más de una aberración mía –hábilmente justificada como despiste, como aquella vez que, para evitar un repentino estornudo, me metí la mano en el bolsillo tan rápidamente que al llevarme el supuesto pañuelo a la nariz se enganchó en el filo de la mesa y quedó (mejor dicho quedaron) extendidas sobre ella unas braguitas blancas. Me callo la interpretación de mi psicoanalista. Lo peor fue que me tuve que limpiar con la manga porque me dio un poco de reparo restregar mi nariz en aquella prenda ante las carcajadas de quienes se dieron cuenta (afortunadamente sólo tres).
Pero el asunto va de calcetines y no me quiero desviar ni un pelo, porque estoy hasta la punta de los pies de sus caprichos. He de decir que tengo un primo trabajando en Punto Blanco que me provee de bastantes pares aunque siempre con algún desperfecto casi imperceptible. Mi permisividad excesiva en cuanto al emparejamiento de ejemplares de diferente color, tamaño y estación, puedo decirlo con toda rotundidad, ha sido un factor decisivo en las dos separaciones de pareja que he celebrado en mi vida.
-“O yo o tu anarquía” curiosamente. Puesto en esta disyuntiva, yo siempre (al menos conscientemente) optaba naturalmente por ellas y llamaba al orden a mis calcetines, pero su constancia en el desorden (ahora ya sé que la culpa es de los calcetines y no mía) hizo que me abandonaran.
Cuando la editorial comenzó a subir, mis colaboradores más cercanos me presionaban: traje, corbata y calcetines del mismo color; pero no fue hasta que perdí la publicación de un best-seller porque su autor, un belga vestido por altas costureras, se largó del local si firmar el contrato en vista del desorden reinante.
-De este local no puede salir un buen negocio… -y se largó tranquilamente.
A partir de ese día fue cuando decidí poner orden en mi vestuario y comencé por los calcetines: a buscar parejas. Pero fue demasiado tarde. Cincuenta calcetines campando a sus anchas por un amplio cajón no se doblegan así porque sí. De todas maneras, los hay de distinta naturaleza. Tras una meticulosa búsqueda, puestos sobre la colcha, conseguí identificar claramente nueve parejas. Los treinta restantes quedaban divididos, unos cuantos debajo de la cama, otros en la canasta de la ropa sucia, otros supuestamente en la lavadora, algunos tendidos y otros en el cajón.
Metí a las parejas reconstituidas en un cajón aparte, doblados sobre sí mismos como una maldición. Los demás se negaban a volver al matrimonio monogámico. Unos, que claramente habían sido parejas en tiempos remotos, habían evolucionado diferentemente: uno tenía un leve matiz rojizo al ser lavado con la bufanda aquella que destiñó. Su pareja, sin embargo, compartió orgía con un jesey azul que, por cierto, encogió un montón cuando dejó su mancha de tinta sobre sus compinches de lavado.
Pero los más es que se negaban, simplemente, a ser identificados. El cambio de pareja, el coqueteo con uno u otro pie… qué sé yo. Lo único que constato es que el cajón de los “singles” –creo que se llaman ahora así- crece y crece y que las parejas, al ser extraídas de los pies ruedan hacia diferentes rincones bajo la cama para engrosar distintas tandas de lavado y es que cuando se conoce la libertad y la compañía multicolor, difícilmente vuelve uno a conformarse con la monotonía de la pareja impuesta. Por cierto, ¿quién fue el hijo de perra que dictaminó que siempre los dos pies tendrían que compartir calcetines idénticos?
NOTA: En el blog titulado Besos.com se pueden leer los anteriores artículos de José Membrive, clasificados tanto por temas (vivencias, creación, sociedad, labor editorial, autores) como cronológicamente.