Juan Antonio González Fuentes
Hace ya más de un año, la editorial santanderina Creática decidió publicar un libro lujoso, Música Porticada, con las hermosas fotografías que Pedro Fernández Palazuelos hizo en la década de los años 1980 durante las celebraciones estivales del Festival Internacional de Santander en la Plaza Porticada de Santander.
Miles de fotos en blanco y negro y color hizo entonces Palazuelos, fotografías realizadas en los camerinos, en las entretelas del teatro desmontable que cada agosto se levantaba desde 1952 en la conocida plaza santanderina. Las fotos a veces tienen protagonistas relevantes, pienso por ejemplo en Teresa Berganza, en Marcel Marceau, en Vittorio Gassman, en Claudio Abbado, en Rostropovich, en Julio Bocca, en Monserrat Caballé, en Benny Carter..., y en ocasiones fijan los movimientos de un cuerpo de baile en pleno calentamiento, o la sombra de un instrumento apoyado sobre una silla en el escenario casi a oscuras.
El libro saldrá a la venta, según lo previsto, coincidiendo con las ya muy cercanas fiestas navideñas, y a mi me pidieron los de Creática que me encargase de coordinar a todos los que iban a participar en el trabajo, y que escribiese dos textos: un prólogo o introducción, y una breve evocación del último concierto que tuvo lugar en aquel escenario urbano, el concierto de Rostropovich con la Orquesta de Cámara Noruega, texto que ya puede leerse en estas mismas páginas.
Plaza Porticada de Santander
Ahora quiero ofrecerles como primicia la introducción, un breve texto que quiere servir de preámbulo a unas páginas que a su vez desean ser evocadoras sin caer en la inútil nostalgia. Ahí va la primicia, a la espera de que el libro vea la luz finalmente:
UNAS PALABRAS A MODO DE OBERTURA
“Es muy probable que no esté de más comenzar estas líneas explicándole al lector qué no va a encontrar en las páginas que a continuación le aguardan. No va a toparse, por ejemplo, con un estudio científico y de carácter académico sobre la historia del Festival Internacional de Santander, ni sobre el desarrollo de sus actividades en la conocida Plaza Porticada de la capital cántabra. Tampoco va a hallar un acercamiento crítico a los contenidos de las distintas programaciones del FIS y su evolución a lo largo de casi cuarenta ediciones festivaleras en la mencionada plaza, desde su inicio en 1952, hasta su final en aquel espacio allá por el año 1990. Y en este volumen el lector, desde luego, no descubrirá una crónica pormenorizada o compendio exhaustivo del día a día del FIS sobre las tablas del hoy desaparecido escenario. Sin embargo, el lector en busca de este tipo de trabajos y de otros semejantes está de enhorabuena, pues varios ya han visto la luz pública en papel no hace mucho tiempo, y pueden consultarse sin mayor inconveniente en distintos archivos y bibliotecas.
Entonces, ¿qué encierran las páginas de este volumen que el lector tiene ahora en sus manos? Pues es bien sencillo contestar a la pregunta: encierran muchos recuerdos personales y un pedazo rescatado de memoria colectiva; algo de pacífica ironía; unas gotas algo ácidas de crítica cultural en voz no muy alta y sin rastro de mal humor; y un poco de inevitable nostalgia natural y muy entendible, nada empalagosa y funesta, siempre, creo, bien llevada y asumida. Pero sobre todo guardan una dosis generosa de arte fotográfico de buena ley, de historias atrapadas, captadas en el silencio elocuente de un instante congelado en la dimensión prodigiosa de lo irrepetible.
Las imágenes que aquí se ofrecen las realizó, o mejor dicho, las vio y captó el ojo de lujo milagrero del fotógrafo Pedro Fernández Palazuelos. Los prodigios sucedieron a lo largo de la última década de existencia del FIS sobre la estructura que cada verano se levantaba en la plaza santanderina, es decir, entre los años 1980 y 1990, periodo ya de libertades, tras el final de la prolongada dictadura franquista. En aquellos tiempos, un treintañero Fernández Palazuelos se abandonaba a la curiosidad nómada y paseante por entre las bambalinas y recovecos de aquel gran teatro del mundo exclusivamente veraniego, un teatro entero y casi completamente formal, desmontable para la ocasión y oculto, entre la recia seriedad de piedras porticadas, a la curiosidad del turista accidental o del tipo en exceso popular (perdonen la ironía).
Entonces, siempre al acecho incansable e impenitente propio sólo del cazador más paciente, Palazuelos deambulaba silencioso por la tupida selva de maderas, telones y andamiajes estivales en busca del raro instante propicio, ese momento inefable de abismo ante abismo que merece ser atrapado en fotograma, conservado en eslabón visual que conforma un capítulo más en la narración que cuenta con un disfraz de dos dimensiones todos los secretos del mundo. Fruto directo de aquellas horas de espera paciente y acecho, son las fotografías que pueblan, que estructuran estas páginas, que les dan rango, vuelo o estatus de estricta singularidad plástica.
En las imágenes que en su día visualizó a Fernández Palazuelos están, en existencia oblicua y para nada historiográfica, la crónica relevante de la última década del FIS en la Plaza Porticada, y muchos de sus principales y muy reconocibles protagonistas. Pero sobre todo, por encima de todo, están conservados el pulso inequívoco de aquel festival, su aroma, su sabor y su peculiar, a veces extraño, vuelo.
La memoria del “FIS porticado”, aquí transmutada y recogida en palabra escrita, se la debemos a la generosidad desinteresada de más de una treintena de aficionados memoriosos y no muy reñidos con el uso de la pluma y el papel. Aficionados bien de estirpe social y culturalmente reconocida o bien por completo ignorada, ubicados en distintas e incluso distantes generaciones, de condición y procedencia muy heterogéneas…, aficionados a la música, a la danza, al teatro, al canto, o a todo o a casi todo a la vez, en feliz y pertinaz tumulto
Por quienes hemos estado trabajando en este proyecto una condición se juzgó imprescindible a la hora de pedir colaboración a los aficionados memoriosos: tan sólo que lo fueran. Es decir, que hubieran vivido el festival en la Porticada como aficionados no de mera anécdota, y que tuvieran alguna memoria estrictamente personal de los acontecimientos por ellos vividos en aquel desmontable teatro. En este sentido todos los que están fueron, aunque es más que evidente que no están todos los que fueron. ¿Razones? La mera imposibilidad del propósito y el que algunos de los convocados a esta fiesta de la memoria rehusaron participar en ella por motivos de muy diversa índole. A todos, desde aquí, les agradecemos la escucha y la paciencia.
Para finalizar, un último apunte. El simple objetivo perseguido al abordar este trabajo ha sido, permítasenos la paradoja, “ilustrar”, con una concisa porción de memoria escrita nacida de un pequeño y variopinto grupo de “supervivientes” de los años “democráticos” y porticados del FIS, las imágenes fotográficas recolectadas entonces por el ojo atento, inteligente y sutilmente estético de Fernández Palazuelos.
En definitiva, memoria visual y memoria escrita unidas para recordar, procurando dejar a un lado la rancia nostalgia y el severo análisis, un ágora pública que acogió, durante cuatro difíciles décadas, el esfuerzo de una multitud ingente de muy distitos artistas, y la ilusión y entusiasmo de varias generaciones de santanderinos en trance de ciudadanía. Espero que lo hayamos conseguido. Tienen ustedes la palabra”.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.