jueves, 4 de mayo de 2006
Irène Némirovsky en Santander
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Cerca de mi calle malviven mujeres inmigrantes rumanas que se parecen a la Irène Némirovsky que aparece en la fotografía de su novela "El baile".

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Juan Antonio González Fuentes

Vivo en la zona centro de la ciudad de Santander. Santander es una ciudad de tamaño medio tirando más bien a pequeño; una ciudad que tiene un largo escaparate urbano dándole la cara a su bahía; un escaparate formado por las decimonónicas fachadas de las construcciones burguesas en las que habitaron, entre otros, los escritores Álvaro Pombo y José María de Pereda, de quien por cierto se cumple este año el centenario de su muerte con el resonar de un silencio sepulcral en los medios cultos y más progresistas de nuestro país.

Una vez que el viandante deja atrás el aludido escaparate y su pulcritud de sepulcro blanqueado, da comienzo otra ciudad que siempre está en cuesta y que tiene mucho de laberíntica, caótica, estrecha, interracial a su pesar y cultivadora de un feísmo tan atroz que hasta tiene su gracia.

En medio de ese laberinto en el que se mezclan abigarradas las clases sociales, los oficios, los estilos arquitectónicos y los diferentes sueños sociales, tengo dispuesta mi alta atalaya. Si me asomo a las ventanas que dan al sur veo nítido y hermosísimo el telón escénico de la bahía, y también los pináculos de las iglesias neogóticas, la robustez de los muros catedralicios, los tejados aristocráticos de los más pudientes, los arenales que invitan a elucubrar veranos, las cuidadas y pomposas piscinas de las casonas más cercanas y, con un poco de suerte y si el día está despejado, la mole gigantesca de los Picos de Europa.

Si me asomo a las ventanas que dan al norte me topo con un espacio en el que perviven algunas huertas de rusticidad enjaulada, la palmera que a algunos nos recuerda que tuvimos bisabuelos en Cuba, y unas desvencijadas y grises construcciones cuyos huecos interiores han sido testigos de las estrecheces y miserias de al menos cuatro generaciones de artesanos y proletarios.

Cuando bajo a la calle a pasear a mi perro Miller, tardo sólo cuatro minutos en llegar hasta un chalet abandonado desde cuyos alrededores se contempla una hermosa estampa de la ciudad y su mar. Pegada al chalet hay una casita que recoge y proyecta un tipo de miseria indescriptible que todos pensábamos desterrada del Occidente en el que izamos nuestras aterciopeladas banderas. Y en el abandonado chalet de pasado angélico y confortable, apenas a diez minutos andando de la Plaza Porticada en la que Ataulfo Argenta dirigió en los años 50 las 9 sinfonías de Beethoven a la Nacional de España, se esconde, duerme, come y defeca un grupo de inmigrantes ilegales rumanos cuyos rostros y figuras cambian cada dos o tres semanas.

Ellos salen de las ruinas ajardinadas en las que viven gordos y sin afeitar, con una mirada abotargada, pero a la vez un tanto crispada y desafiante. Ellas salen con las cabezas cubiertas con pañuelos feos y poco alegres, también abandonadas a la obesidad que proporciona una dieta rica sólo en pan y patatas, con la mirada asustada, concentrada aparentemente en las baldosas que cubren las aceras.

Hace unos días compré la novelita de Irene Némirovsky El baile (Salamandra, Barcelona, 2006), una obra maestra de sutileza psicológica y encanto vitriólico condensada en apenas noventa páginas de letra grande y fácil. La autora de la recientemente descubierta y aclamada Suite francesa tenía veintisiete años cuando escribió El baile, y vivía cómodamente instalada en París después de que su adinerada familia hubiera abandonado Rusia tras la revolución de 1917. Antes de la invasión nazi y de acabar asesinada en el campo de concentración de Auschwitz, Irène compartía trato y elogios literarios con escritores como Cocteau o Paul Morand.

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Irène Némirovsky

Cuando abrí por vez primera la novelita y contemplé la fotografía de Irène Némirovsky que se reproduce en la edición española, no pude dejar de mirarla durante un buen rato, pues ese rostro me era muy familiar, sin duda lo había visto recientemente varias veces en algún lugar. De repente caí en la cuenta. El rostro triste y melancólico de Irène Némirovsky, sus cejas pobladas, sus labios llenos, su pelo negro y lacio, su discreta sonrisa forzada por las circunstancias, su mirada de reminiscencias orientales…, todos sus rasgos son los mismos con los que me topo cuando los inmigrantes rumanos salen de su desvencijado refugio santanderino. Si a la Irène Némirovsky que aparece en la foto le quitásemos el aparatoso abrigo de piel, y le pusiéramos un modesto pañuelo anudado a la cabeza, podría ser una más de las tristes mujeres rumanas que salen a pedir caridad por las esquinas de mi ciudad.

Y entonces lo comprendí: Irène Némirovsky es mi vecina en Santander, o dicho de otro modo, cualquiera de las inmigrantes rumanas que malviven a tres pasos de mi casa podría la gran escritora Irène Némirovsky, autora de las espléndidas novelas El baile y Suite francesa, vecina del París más elegante.