miércoles, 16 de abril de 2008
Vicente Aleixandre, poeta surrealista y neorromántico
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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La poesía de Vicente Aleixandre es hoy una vía inagotable, coherente y de esencial riqueza, por la que muchos todavía transitamos con el exigente calor de su luz

Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

El empeño de la nueva generación de escritores y poetas que era adolescente o muy joven durante la guerra civil española, tuvo mucho de ejercicio voluntarioso y autodidacta, topándose además con la dificultad impuesta por las circunstancias (diáspora de la mejor inteligencia, férrea autarquía cultural...), de no encontrar en su entorno más inmediato referentes válidos a los que recurrir en busca del necesario impulso y aliento. Vicente Aleixandre fue uno de los pocos que sí pudo y quiso, con generosidad, servir de guía, apoyo, mentor y referencia, a las nuevas generaciones de escritores y poetas que fueron naciéndole a España a partir del año 40. Su figura es ineludible, desde cualquier punto de vista, a la hora de analizar el fenómeno de la reconstrucción poética de la postguerra española, y el de su posterior desarrollo durante las tres décadas siguientes (en este sentido, Los cuadernos de Velintonia, de José Luis Cano, es un trabajo que juzgo suficientemente ilustrativo, a pesar de los maquillajes que presenta).
 
La cuestión que quizá deba plantearse ahora es ¿y por qué Vicente Aleixandre? Creo que como respuesta pueden darse al menos hasta tres claves de lectura bastante significativas. Aduciré en primer lugar lo que a fin de cuentas tal vez sea lo más decisivo y determinante: la sabiduría y el encanto personal, el trato cortés y educado, el talante liberal, la energía intelectual, el interés y la sincera atención que prodigaba el poeta entre los que a él acudían en busca de aliento, amistad y consejo. Cualidades todas ellas cuya suma favoreció el que actuara de perfecto interlocutor para los más jóvenes, y lograra además eso tan sumamente difícil que es saber tener discípulos. Características personales y literarias sobre las que, con afectuosa y rara unanimidad, tantas y tantas páginas se han escrito, viniéndome ahora a la memoria, por ejemplo, las que le han dedicado Carlos Barral, Bousoño, Gil de Biedma, Javier Marías, Luis Antonio de Villena o Pere Gimferrer, quien ha publicado este párrafo tan alumbrador y concluyente: “el mero hecho de que adoptase (Aleixandre) ante el lenguaje, y ante el ser de la poesía, la actitud que adoptaba, sin bajar nunca la guardia, bastaba para delimitar el terreno en el que el verdadero poeta debía producirse”.
 
En segundo lugar, el poeta sevillano era uno de los pocos y más destacados miembros de la intelectualidad anterior a la guerra civil que residía aún en España, y lo hacía además sin mantener con el régimen franquista una actitud abiertamente sumisa, dependiente o entregada. Y por último, frente a los convencionalismos garcilasistas que dominaban la época, Vicente Aleixandre con Sombra del paraíso y Dámaso Alonso con Hijos de la ira (los dos libros publicados en el año 1944), se convirtieron a sus casi cincuenta años, paradójicamente, en los impulsores de la primera renovación poética de postguerra, desbrozando Aleixandre un camino personal marcado por rasgos surrealistas y neorrománticos que tantísima influencia estaba llamado a ejercer sobre la poesía emergente. La aparición de Sombra del paraíso fue entendida por buena parte de la nueva generación poética española, incluso por sus elementos políticamente más comprometidos con las complicadas circunstancias sociales, como “un viento huracanado que barría todas las convenciones líricas de entonces, y que urgía a enfrentarse a la vida tal como era, tan sombría”.
 
Pero si existen razones que pueden ayudarnos a explicar a Aleixandre como un referente para las nuevas generaciones poéticas y culturales de la postguerra, muy poco hemos dicho, sin embargo, acerca de qué hace única su voz, en dónde radica la auténtica importancia de la experiencia poética por él desarrollada y su consiguiente influencia en la poesía española e hispanoamericana del último medio siglo.
 
Esa importancia está asentada en la firmeza de al menos cinco presencias ineludibles. Primera, el significativo conocimiento del contexto cultural y poético que le tocó vivir (lecturas de Freud, Neruda, Aragon, Lorca, Joyce, Breton, Cernuda...). Segunda, la enérgica y elevada condición lírica de sus trabajos. Tercera, la concepción de la poesía como pasión y problema, “como pugna hacia la luz y como esperanza”. Cuarta, una vasta variedad temática y estilística que siempre aparece recorrida por un sólido y muy visible hilo de unidad; y es que, con el correr de los años, “la poesía de Aleixandre se modifica hondamente, y no obstante, es siempre reconocible una suculenta unidad que preside todas las transformaciones”. Y quinta, una paradoja consistente en haber logrado romper los hábitos mentales del racionalismo –siguiendo la estela del mayor logro creativo de la modernidad, el asentimiento dado por los superrealistas a lo irracional–, pero no para formular un discurso abandonado a la ingenua confianza en la comunicabilidad de los modos de escritura surreal, sino muy por el contrario, para significar/verbalizar la experiencia de un mundo racionalmente inteligible.
 
Vicente Aleixandre (1898-1984)
 
Vicente Aleixandre (1898-1984)
 
En esta aventura (que esencialmente es de rango lingüístico), Aleixandre no concentra su principal interés en la narración de un “mensaje poético” situado dentro de los parámetros de lo que podríamos denominar el “sistema lógico”, sino que plasma en realidad semántica sus concepciones imaginativas mediante el uso y examen de un lenguaje dinámico e indagatorio que es fruto/reflejo de la representación del mundo impresa en su psique. No hay pretensión de explicar el mundo en la poesía de Aleixandre; hay una búsqueda crítica del conocimiento de sí mismo para aprehender en su condición los elementos radicales de la existencia. El yo personal se revela interiorizado en lo demás, y lo demás, a su vez, en el yo. “De esto se desprende la peculiaridad de su escritura, que no consiste en registrar pasivamente el dictado de la intuición poética, sino que quiere provocarlo a través de una exploración verbal que elimina el impasse entre forma y fondo, entre lengua y referente poético. Todo lo contrario de la ortodoxia bretoniana que impone un abandono absoluto a la recepción de la imagen onírica”.
 
Siguiendo los mismos planteamientos de esta última reflexión, Guillermo Carnero señala que la primera gran enseñanza de la poesía de Aleixandre se fundamenta en “la superación del superrealismo fundamentalista..., para alcanzar un discurso simbólico y visionario comunicable”; se trata, en definitiva, de haber dado un meditado y significativo paso atrás con respecto a las concepciones surrealistas plasmadas por André Breton en obras como Los campos magnéticos o el Manifiesto del surrealismo.
 
Estando en perfecto acuerdo con la apreciación, yo añadiría que la lección aleixandrina asienta también parte de su esencia en la crítica asimilación de determinados rasgos de la creatividad poética romántica, fundamentalmente de la francesa y alemana. Una asimilación sin duda facilitada por la lectura de Hölderlin y por la del original francés de Los Cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, un poeta que partiendo del sólido influjo –corregido por la esperanza– de Musset, Hugo o Byron, tornó el sentimiento en instinto, y consiguió labrar una poesía basada en el hacerse mismo de la escritura y en el poder expresivo de las imágenes y los símbolos, buscando siempre ensanchar así la innata y ambivalente capacidad de proyección que presenta el lenguaje. Entre otras experiencias y lecturas, la de los Cantos mostró a Aleixandre la fundamental posibilidad de un lenguaje “capaz de producirse como un torbellino de autodestrucción y creación sin término”, como escribió José Ángel Valente.
 
Cuando hablo de rasgos románticos en la poesía de Vicente Aleixandre, de su neorromanticismo, deseo referirme, muy concretamente, a la preocupación por el destino, la inmutabilidad de la muerte, la libertad del hombre y el amor como constante intento de comunicación con lo absoluto, y también, a la confabulación estratégica de unos recursos y de un lenguaje que, junto a una sutil depuración de la memoria, el poeta emplea –en un juego de mecanismo consciente– para abordar las emociones humanas, y de esa manera, perfilar una poesía universalista que es tanto aliento y encarnadura de verdad intelectual, como de verdad moral, entendiendo por ésta el reconocimiento solidario de lo otro, de los demás. Una poesía, en definitiva, que presenta situado en el tiempo su lenguaje y que alienta y recoge un mundo en permanente estado de transformación, llevando consigo la vida y la multiplicidad de sus formas, una concreta aspiración a la luz que no desfallece.
 
Sin negar la importancia de la participación de otros elementos constituyentes, creo que los que hasta aquí han quedado débilmente bosquejados, sí ayudan a señalizar con algún acierto el camino emprendido por Aleixandre a partir de los años treinta, con La destrucción o el amor (1935), y que con un grado de mayor o menor fidelidad continuó hasta esos dos estremecedores, metafísicos y afilados libros con los que ya en la vejez se abandonó al silencio poético: Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974). Una búsqueda abierta siempre a la posibilidad, un camino el de Vicente Aleixandre que hoy es su más valioso legado, su original y decisiva contribución al desarrollo de la poesía en castellano del siglo XX: una vía inagotable, coherente y de esencial riqueza, por la que muchos todavía transitamos con el exigente calor de su luz.
 

 
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.