Juan Antonio González Fuentes
Los testimonios más antiguos sobre vampiros provienen de los primitivos demonios femeninos que deambulan por las tradiciones culturales babilónicas, hebraicas y del mar Egeo, aunque existen noticias de estos seres en casi todas las culturas del mundo. No fue, sin embargo, hasta el siglo XVIII, cuando el vampiro entró, con paso firme, en la escena europea, y lo hizo a modo de superstición y malévolo símbolo desarrollado a la sombra de las epidemias, plagas y pestes que desde finales del XVII venían asolando el oriente continental.
El Siglo de las Luces es conocido como la edad de oro del vampiro, una época que también vio nacer a los mayores enemigos del mito, destacados ilustrados como
Voltaire, Diderot o
Rousseau, quienes, en algunos de sus escritos, ironizan con mucho sentido del humor sobre el tema. A Voltaire, por ejemplo, le parecía bastante sospechoso que sólo se hablase de la existencia de vampiros en Silesia, Moravia o Lorena, y no en París o Londres, aunque admitía que en estas dos últimas ciudades existían auténticos chupadores de sangre: hombres de negocios, recaudadores de impuestos, especuladores y sobre todo eclesiásticos.
Mientras los más escépticos racionalistas del siglo argumentaban contra la superstición popular, las gentes del campo seguían muriendo, a miles, en las epidemias y, por supuesto, continuaban hablando de vampiros hasta convertirlos no solamente en el símbolo folclórico de la enfermedad, sino en su causa más evidente. Estamos pues ante un episodio de la inacabable y casi con seguridad superflua guerra entre lo racional y lo irracional, entre la modernidad y lo arcaico, entre
des Anciens et des Modernes.
Si durante el siglo XVIII el vampirismo hincó definitivamente sus colmillos en la tradición y el folclore popular, fue en el XIX donde encontró su mejor expresión literaria. La sensibilidad y la estética del romanticismo, tan impregradas de metafísica alemana, encontraron en lo horrible, en lo oscuro y tenebroso, no sólo una inspiración, sino también una inagotable fuente de placer y belleza.
Si el racionalismo exigía la presencia de un orden moral y material, el romanticismo veía precisamente en la oscuridad y la irracionalidad del caos la esencia de lo sublime, según
Jean François Lyotard. Estamos, durante las primeras décadas del XIX, en un terreno lo suficientemente abonado como para que los vampiros puedan acceder a la vida literaria.
Jacobo Siruela, editor y prologuista de una magnífica antología sobre el tema vampírico (reeditada no hace mucho en la que fuera su editorial,
Siruela), recuerda que el primer cuento de vampiros europeo surgió una noche en
Villa Dorati, una mansión cercana a Ginebra, donde
lord Byron, el doctor Polidori, Percy y Mary Shelley, y su hermastra
Claire, pasaban parte del verano de 1816. El mal tiempo tenía confinado en casa al grupo y durante las noches, con el sueño aligerado por el laúdano, se entregaban a la lectura y comentario de historias macabras. Una noche, Byron propuso a cada uno escribir un relato de fantasmas. Del reto nacieron
Frankenstein, de Mary Shelley, y
El vampiro, de Polidori, publicado en 1819, y donde quedó fijado el prototipo del vampiro de la literatura inglesa: un frío, aristocrático, perverso y fascinador canalla.
A partir de 1819, y durante todo el XIX, el vampirismo fue un tema recurrente en el campo de la literatura, siendo tratado por autores como
Baudelaire, Le Fanu, Poe, Hoffman o
Tolstoi. Hay tantos vampiros en la literatura decimonónica que un especialista,
Christopher Frayling, los ha clasificado en cuatro tipologías: el lord satánico, el vampiro del folclore, la fuerza invisible y la mujer fatal. A pesar de la variedad de vampiros, la italiana
Ornella Volta, autora en l962 de
Il Vampiro, señala que hay una serie de rasgos comunes a todos: el rostro delgado, el pelo abundante por todo el cuerpo, el aliento fétido, las orejas puntiagudas, las uñas muy largas y los labios gruesos y sensuales que disimulan los afilados colmillos.
Pero el vampiro no encontró su más lograda personificación hasta la aparición en 1897 de
Drácula, la novela de
Bram Stoker. El escritor irlandés aunó las dos tradiciones vampíricas: la folclórica y la literaria. Conocía las leyendas rumano-húngaras y, por supuesto, la mayor parte de la literatura existente a cerca del tema. Además, como heredero del romanticismo buscó en el medievo su fuente de inspiración, encontrándola en el oscuro príncipe rumano
Vlad, un señor feudal cuyo difícil trabajo consistió en detener el expansionismo otomano (derrotó a los turcos en 1462) utilizando todos los medios a su alcance, entre los que al parecer no quedaba descartada la crueldad, lo que le hizo justo merecedor del apodo
El Empalador. Con el
Conde Drácula, el vampiro consiguió su más lograda y admitida puesta en escena. Stoker ha hecho que su personaje sea el vampiro por antonomasia, resumen, esencia y evidencia de todo vampirismo; un fenómeno inmortal que reina las noches más oscuras buscando, probablemente, aliviar el desconsuelo y la ira de tantos siglos de acecho.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.