Juan Antonio González FuentesAyer regresé de pasar unos días en París, días que darán seguro algún material para dejarlo en esta página. Y hoy marcho a Madrid casi sin solución de continuidad. Tanto trajín me desconcierta y desasosiega, pero también me hace correr más deprisa la sangre por las venas y me hace sentir más vivo, más inmerso en la corriente general de la vida.
La prisa y la velocidad parecen haberse adueñado de todo a mi alrededor, y la sensación, repito, es de cierto vértigo, un vértigo al que no estoy acostumbrado y que me sitúa al borde de un abismo tenebroso y a la vez fascinante. Quizá esta nueva situación con la que he empezado la primavera haya tenido algo que ver en la rapidez con la que voy cerrando poemas, o al menos, como decía
Paul Valery, con la que voy dejándolos abandonados a su suerte, sin la sensación de que tendría que seguir arropándolos durante un tiempo, dándoles más calor o un poco más de frío en mi interior, hasta considerarlos listos para su propia vida, significando algo por sí mismos para mí y quizá para alguien más.
ParísEstoy construyendo un libro poco a poco, llevo con él tres años y ni siquiera tiene título. Escribo los poemas, que siempre me salen en prosa, a partir de una intuición, de una palabra o un verso que me parecen significativos y en torno a los cuales va creciendo un andamiaje de signos, símbolos y significados, palabras que dicen y a la vez callan, de silencios que quieren comunicar e intuir lo que la vida y el mundo contienen o prefiguran, lo que desvelan y anuncian.
Sí, en las mañanas parisinas, muy temprano, en la frialdad clarividente de la hermosa terraza del hotel desde donde contemplaba el océano gris de los tejados de la gran ciudad, con el cuaderno abierto encima de la mesa y el lápiz en la mano, leía, repasaba, releía lo escrito en Santander y, misteriosamente, iban encajando piezas, iban encontrando su final. No sé si su mejor final, ni siquiera el más adecuado, pero sí un final, un “hasta aquí hemos llegado, lo demás no importa, no añadas, no quites, déjalo respirar”.
El resultado son estos cinco poemas en prosa, que ahora quiero compartir con alguien, con todos ustedes..., para saber, de algún modo, si pueden volar, si pueden alcanzar las ramas precisas de su árbol, o si se estrellan en el duro suelo, incitados a la mejor aventura, pero incapaces de sobrevivirla.
Tras leer un poema de Aníbal NúñezSe aproxima a la forma –marcado de plata en el temblor vivísimo de su paso-, el aire que da lección junto al latir espiral de la insoluble rosa, frágil como tormenta sobre el silencio que aquí, recién llegado, a todos nos convoca.
Los bosques huidosTe proclama esta luz con el frío hilo de una estancia ciega. Te proclama entre noches heridas de abril oscuro, en el alumbramiento desnudo que en suspenso calcina, tan mías, las sílabas azules de aquellos bosques que siempre, siempre están huidos.
Pájaros del díaCon leve sueño roza la tregua su hora hacia abajo en lo incierto, e ínfima hace brillar de pie el muro junto a su invierno.
Pero no es ahora entre jardines donde el surco de luz enciende los pájaros del día, o donde enciende la altura quizá posible de la guirnalda que dilata su herida: de nuevo sólo un punto en la distancia que sucumbe al hastío de su azar, como la velocidad silente que se fuga.
Volar en la nocheLa lentitud muscular de las aguas guía el febril espacio para hacerse volar en la noche más propicia.
Así añora la luz su destino bilingüe de acero inútil, el espejo de sus discípulos inertes que vuelven hacia donde saben que sólo podrán hacerlo con la noche a cuestas, con esa misma noche que cae ahora sobre la espalda de un tiempo encendido de palabras que acaso no son nada, o son fuga sólo de una nada clara y en voz tan baja que apenas se escucha, perdida, húmeda y como ausente.
Al caer la nocheAl caer la noche chasquean al viento las banderas en voz baja, y con levedad tranquila tiene piedad la hora en el bosque sin viajero, sin riachuelo dulce y circense en la carne enajenada y de rasgos marcados que no detiene su marcha.
Y en la noche se revela el silencio que no pregunta por otras voces recordándose eco en la tierra. Mas pienso ahora que quizá sólo sean las hojas secas las que murmuran con azul y rojo la calma que se nace luz, esa riqueza que es nuestra como un día interminable en un viejo cementerio, caja de música con hábito de lengua, oxígeno sobre el vacío que se encoge dejando atrás la irónica tormenta.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.