miércoles, 24 de enero de 2007
Noche de invierno en Tombstone con Henry Fonda
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Nostálgico y perdido quizá ya para la actualidad, viejo y tontorrón, me quedo con Henry Fonda en el Tombstone que Ford me brinda en esta inclemente noche de invierno

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Juan Antonio González Fuentes

¡Por fin ha llegado el invierno! Lo grito, lo canto, y casi todos me miran con cara de pocos amigos y murmuran alguna inconveniencia. Otros, abiertamente, me tachan de loco y maldicen mi alegría, invocando seguidamente a los príncipes del infierno para que me encierren en él y para traer un poco de su fuego y calor, de nuevo, para calentar estas latitudes.

Hoy el frío es intenso en la capital de provincia, y se mezcla además con la consabida humedad que cala hasta los huesos. Desde la atalaya de mi quinto piso en la altísima y santanderina calle San Sebastián, contemplo los tejados de la ciudad completamente blancos por sucesivas capas de granizo, y más allá del mar de la bahía, la inconfundible mole de la Peña Cabarga tiene su hermoso pico henchido de nieve, de fría blancura que exclama puro invierno. En la calle los coches parecen recipientes húmedos hasta el último de sus cables, y en los recovecos que dejan escondidos al aire, puñados de granizo pugnan por anidar y sobrevivir unos minutos.

No, no es me gusten el frío, la humedad, la lluvia, el aire gélido..., es que me gustan las estaciones. Me satisface y reconcilia con el tempo coherente de la vida que las estaciones a las que puso banda sonora perpetua el veneciano Antonio Vivaldi, se dejen sentir, se marquen y diferencien unas de otras, y que no se entrecrucen sus funciones. Es más, me gustan tanto los sucesos de las estaciones que aprobaría por decreto que los años no durasen doce meses sino seis, y que en el espacio de nuestros habituales 365 días cupiesen dos primaveras, dos tórridos veranos, dos caídas de hojas y dos navidades.

Al invierno procuro sacarle partido. El invierno apaga las luces de la vida callejera y social, y enciende la bombilla o la vela del rincón cálido de la casa, de esa mesa camilla vetusta y heredada de otras vidas en la que se han derramado los cafés, sopas y conversaciones de otras generaciones más antiguas.

En el rincón cómodo y cálido de la casa sitiada por la oscuridad de las calles y el frío helador de los vientos viajeros del norte, me concentro con más facilidad en la lectura del libro escogido; o los trazos de tinta negra que dejo escritos en el papel blanco parecen más importantes y verdaderos que de ordinario; o el sonido de la orquesta que sale de los altos altavoces parece dirigirse en especial sólo para mí, o la vieja película que veo en el televisor matiza hasta el extremo sus blancos y sus negros si el crudo invierno amenaza más allá de la puerta.

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Henry Fonda en My darling Clementine

Sentado en la esquina del sofá derrumbado por otros muchos inviernos, contemplando de vez en cuando cómo mi blanco perro Miller se ovilla contra unos almohadones soñando en la otra esquina del sofá, y mientas Ella, recién llegada de Madrid, salpimienta experta la pasta humeante que acaba de salir de la cocina, hojeo el volumen que acaba de llegarme con las cartas que Vicente Aleixandre le escribió al poeta en ciernes Jaime Siles, y hojeo también la reciente edición de las Iluminaciones de Rimbaud que desde Salamanca Antonio Colinas acaba de lanzar al mundo, y hojeo también el facsímil de las revistas gerardodieganas Carmen y Lola que la poeta Pureza Canelo acaba de regalarme esta misma tarde junto a la estatua del vate santanderino, y hojeo a la vez el catálogo esplendoroso de la exposición multimedia y multidisciplinar que mi amigo Jesús Alberto Pérez Castaños (artista que hubiera merecido al menos un relato de M. R. James o de Lovecraft) organizó en el espacio inmenso de una antigua fábrica de la ciudad de Torrelavega.

Mientras tanto, el invierno llama con ahínco y fuerza pidiendo entrar por la ventana. Las gotas de lluvia queriendo ser nieve se estrellan contra los cristales, y la negrura de la noche ha borrado las aguas verdosas de la bahía. Enciendo velas en lugares estratégicos, y de repente la habitación danza, y las sombras más inquietas deambulan acompañándonos. Suenan las notas del piano que con enérgica y paciente delicadeza conmueven las manos prodigiosas de Bill Evans. Y cenamos.

Arrecia la lluvia contra la transparencia fuerte de los cristales, y tras el té recién llegado de la última estancia en Londres, suena en la televisión la banda sonora de My darling Clementine (Pasión de los fuertes, 1946), el western del gran John Ford que hace muchos, muchos años, Mario Camus me confesó era su película predilecta, la que le hizo de verdad amar el cine con gesto boquiabierto y fuego en las venas.

My darling Clementine es el pésimo actor Víctor Mature increiblemente, emocionantemente transformado en un médico que busca con desesperación una bala que lo redima mientras recita a Shakespeare con los asesinos hermanos Dalton ejerciendo de improvisado público; es Henry Fonda sentado en una silla y danzando en equilibrio sobre la viga carcomida de un pequeña barbería que asegura afeitados y aromas perfumados a dos o tres metros del desierto; es una pequeña comunidad inaugurando una inexistente iglesia bajo la sombra de una bandera anclada en un mundo de cactus gigantescos; es un tiroteo familiar que persigue el exterminio en medio de una confusión polvorienta de maderas y caballos; es el recitado del monólogo de Hamlet por un actor borracho subido en la mesa plagada de cartas de póker de un saloon abandonado a la violencia; es un veterano barman que confiesa no saber nada del amor porque siempre ha servido copas; es una hermosísima mejicana que muere en las manos temblorosas de un amor imposible; es una joven civilizada que se adentra en el desierto persiguiendo la idea de un amor que transforma en enseñanza; es Henry Fonda hablándole del futuro a la lápida de un hermano que murió empuñando la gargantilla que iba a regalarle a su añorado amor...

No puedo ahora recordar mejor ejemplo de un gran actor que el de Henry Fonda interpretando a un sheriff Wyatt Earp digno, serio, torpe, limitado, enamoradizo, vengativo y envarado, que conduce de su brazo a una joven hacia un baile campestre por los caminos polvorientos de un pueblo de frontera.

Sí, Henry Fonda interpretando a Wyatt Earp en My darling Clementine, sin duda, uno de los más grandes ejemplos concebibles de lo que es una interpretación cinematográfica insuperable. Sí, Henry Fonda, el padre de la hermosa y pendenciera Jane, la misma que este año 2007 cumple 70 anunciando una crema antiarrugas fabricada por una poderosa multinacional del sector; la misma que este año no optará a ningún premio interpretativo ni en los Globos de Oro ni en los Oscar; la misma que verá como sí pisa contenta y esperanzada la alfombra roja una joven y radiante madrileña de nombre Penélope y apellido Cruz.

Cruz que no sé si será la misma que la que sobrellevamos compungidos los que asistimos noqueados a la decadencia del cine, y comprobamos lo que fue en la edad dorada y lo que es hoy un actor nominado al Oscar. Yo, de momento, nostálgico y perdido quizá ya para la actualidad, es decir, viejo y tontorrón, me quedo con Henry Fonda en el polvoriento Tombstone que John Ford me brinda en esta inclemente noche de invierno.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .