Juan Antonio González Fuentes
La pasada nochevieja debí entrar en la cama a eso de las cinco y pico de la madrugada; digamos que pasé una entretenida y prometedora entrada de año. A las doce en punto del día de Año Nuevo, siguiendo una ya vieja tradición inculcada por mi abuela, estaban sonando los valses de la familia
Strauss en el televisor del cuarto de estar. Mientras me desperezaba, tomaba cafés, me afeitaba, etc..., la música alegre y dulcemente melancólica compuesta hace decenas de décadas en la Viena imperial por los miembros de una familia de compositores, llenaba el pasillo y hacía balancearse el aire de las habitaciones.
Repito que fue hace mucho tiempo, mientras pasábamos las navidades en casa de mi
abuela, cuando me acostumbré a iniciar así la primera mañana del año nuevo. Recuerdo que era mi abuela, pelo blanco, ojos azules y educada en Francia, quien insistía en ver el concierto con sus nietos y salpicarlo de comentarios. Casi todas sus frases estaban dirigidas a subrayar la sofisticación del momento, la hermosura dorada y merengona de la
Musikverein vienesa, la elegancia cosmopolita de los asistentes, el respeto con el que escuchaban aquella música acaramelada y tarareable, la musicalidad del público que con sus palmas seguía obediente las órdenes del director de turno en la interpretación de la vitamínica y militar
Marcha Radetzky.
Mi abuela nos subrayaba el contraste de lo que ocurría y sonaba en aquella sala dorada vienesa con la realidad que vivíamos entonces de forma cotidiana: la gris España de los años setenta, vociferante, garbancera, provinciana, aceitosa, modesta, insulsa, pobretona...
Durante una hora el salón de la casa de mi abuela se transformaba en el lugar desde el que accedíamos a la promesa de un mundo, de una vida mejor, gracias a lo que veíamos en la televisión y a las tostadas bañadas en almíbar con las que desayunábamos.
Nunca caímos en la cuenta, tal vez mi abuela tampoco, de que a lo que asistíamos de verdad era a una representación, a una pantomima, al intento vano y turístico de resucitar por unos minutos las efervescencias de una concepción del mundo, de un sentir la existencia y la historia ya definitivamente extinguidas, muertas y enterradas bajo las toneladas de escombros que el siglo XX había arrojado sobre ellas.
No recuerdo quién se preguntó por vez primera si la poesía (en su sentido más abarcador) era posible después de los campos de concentración. ¿Son posibles los valses de la familia Strauss? ¿Realmente alguien puede entregarse con placidez responsable al universo y concepción del mundo que dichos valses evocan, o nos han convencido que evocan, como ejemplo de civilización y cultura?
Cada vez que escucho
El bello Danubio Azul me entran ganas de bombardear Viena con las obras completas de uno de sus hijos más lúcidos y corrosivos,
Thomas Bernhard, y para quitarme el mal sabor de boca y compensar un poquito, pongo en cuanto puedo en el equipo de música
La Valse del corajudo
Ravel o el diabólico
Vals Mephisto nº 3 del cura
Franz Lizst.
Desde el salón de casa de mi abuela asistí a decenas de representaciones de europeísmo acartonado y Antiguo Régimen cada mañana de año nuevo. Escuché a la espléndida
Filarmónica de Viena bajo la dirección de
Carlos Kleiber, Karajan, Maazel, Harnoncourt, Abbado, Muti o Metha. Y confieso que seguiré haciéndolo mientras pueda. Creo que se lo debo a mi abuela y a la feliz infancia que me concedió. Eso sí, ahora la tristeza me invade, al igual que un domesticado espíritu crítico y contestatario. Tal vez sea porque ya no hay tostadas almibaradas que me ayuden a tragar la rancia, acartonada, empalagosa y simbólica representación vienesa con la que todos los comienzos de año nos engañamos durante unas horas.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .