El pasado martes 8 de marzo presenté El faro por dentro la última novela de Menchu Gutiérrez. Menchu es una escritora excepcional. Vivió más de 20 años con Pedro, su pareja, en faros de la costa norte española. En esta novela relata la experiencia interiorizada, pura literatura del mes número 13, ése que todos llevamos dentro y en el que tanto nos cuesta vivir. Conocí a Menchu hace muchos años en Valladolid, en un encuentro de poetas oscuros y herméticos. Entonces me la presentaron como la poeta del faro. No volví a saber de ella salvo por sus libros. Pero el año pasado la reencontré en Santander, en un acto en el que me vi ante el difícil reto de mantener una conversación en público con Enrique Vila-Matas a propósito de su libro Dublinesca, en el que, por cierto, un personaje visita Lyon, donde reflexiona sobre la novela contemporánea. El reencuentro fue memorable, y en él surgió una de esas extrañas oportunidades de amistad entre un hombre y una mujer.
Menchu y Pedro viven retirados en un pequeño pueblo a media hora en coche de Santander. Es un pueblo del interior, rodeado de montañas y bosques. Han hecho una casa maravillosa de una antigua cuadra. Viven escribiendo y pintando, escuchando música de Brahms, leyendo y viendo cine. Salen a pasear con su perra Brigitte por los montes cercanos, y tienen encuentros y de vez en cuando tienen encuentros con corzos, zorros y ciervos. Visité a la pareja con mi amigo el pintor Joaquín Martínez Cano. Queríamos hablar de la presentación de El faro por dentro. Pasamos toda la tarde charlando. En un momento dado le hablé a Menchu de encuentro en el Cervantes de Lyon que tendría lugar del 17 al 20 de marzo dirigido por el profesor Philippe Merlo Morat, y del tema que debíamos tratar: el concepto de Red. Le confesé mi ignorancia absoluta sobre todo lo relacionado con la red y el mundo digital. Ella me habló de un texto del escritor argentino Ricardo Piglia publicado en El País en febrero de este año, “Notas en un diario. El perro ciego”. Al día siguiente me envió por correo electrónico la entrada que dice así:
“Viernes
David Simon, el creador de la serie The Wire, es un gran narrador social. Incorpora a la intriga policial los hechos del presente (la economía de ajuste de Bush, la manipulación de las campañas políticas, la legalización de la droga). En el capítulo-piloto de Treme, su nueva serie de televisión que vi la otra noche, el marco es Nueva Orleans después de Katrina: nunca los desastres son naturales, esa es la poética de Simon. La narración social se ha desplazado de la novela al cine y luego del cine a las series y ahora está pasando de las series a los facebooks y a los twitter y a las redes de Internet. Lo que envejece y pierde vigencia queda suelto y más libre: cuando el público de la novela del siglo XIX se desplazó hacia el cine, fueron posibles las obras de Joyce, de Musil y de Proust. Cuando el cine es relegado como medio masivo por la televisión, los cineastas de Cahiers du Cinéma rescatan a los viejos artesanos de Hollywood como grandes artistas; ahora, que la televisión comienza a ser sustituida masivamente por la web, se valoran las series como forma de arte. Pronto, con el avance de las nuevas tecnologías, los blogs y los viejísimos emails y los mensajes de texto, serán exhibidos en los museos. ¿Qué lógica es esta? Sólo se vuelve artístico -y se politiza- lo que caduca y está “atrasado”. Fin de la cita.