Hace unos años
Ediciones Carena publicó un libro llamado
Por qué dejé la delincuencia, una breve autobiografía de
Luisa Jodorovich, acusada de haber formado parte de un poderosísimo clan que traficaba con droga en Barcelona y sus contornos y que un día, en un viaje para sellar una importantísima operación, decidió bajarse del coche, como Saulo de su caballo, renunciar a fáciles ganancias (“el dinero de los negocios sucios, pasa siempre por las manos del diablo”, me dijo en una ocasión), donar parte de su capital a una iglesia y financiar la construcción de un templo en su barrio.
En un principio la biografía se concibió como una obra extensa, pormenorizada, de toda su vida, pero los recuerdos generaban tanto dolor en su corazón que hubo de prescindir de gran parte de su pasado y centrarse en el proceso de su conversión.
Dice ¿
Aristóteles? Que cada lágrima contiene un trozo de sabiduría. Y esta mujer había llorado mucho. En plena riqueza añoraba su juventud de pobreza y, como siempre ha sido una mujer valiente, abandonó lo que ella consideraba un mal camino, distribuyó gran parte de su riqueza y se dedica, desde entonces, a vivir en paz y en oración. Una de las razones que le impulsaron a dejarlo todo fue la visión del Espíritu Santo llevándose el alma de uno de sus hijos queridos, cuya vida segó la guadaña invisible de la droga. Esta aparición transformó su inaguantable dolor en esperanza. Soy agnóstico, le ayudé a componer su historia, nunca dudé de su sinceridad.
Mi tesis es que en situaciones extremas podemos acceder a otra dimensión en la que los sueños, el dolor, el amor, se encarnan en seres que vienen a rescatarnos, a iluminarnos o, por lo menos, a consolarnos.
Sin embargo, los maestros en el contacto con este tipo de seres vivos, pero inmateriales, que vienen a incidir sobre los personajes de carne y hueso, son los gallegos, tanto por tradición, como por sabiduría. Los personajes de ficción de
Relatos invisibles conviven a su vez con otros personajes propios de su ficción, de tal manera que al lector se le abre una abanico de “irrealidades superpuestas” que tienen muchísimo que ver con su realidad cotidiana. No se trata, en este caso, de dioses ni de grandes conversiones, sino de pequeñas batallas cotidianas en las que, sin saberlo, nos jugamos el ser o el no ser. Afecta a personajes comunes, trabajadores, padres de familia etc., que, de pronto, ven cómo la realidad se difumina y aparece esa dimensión tan humana, esa involuntaria literaturización de la vida, como una medicina contra la soledad, pero también como una necesidad de conocer fuera de los tópicos.
Fernando Ontañon: Relatos invisibles (Ediciones Carena, 2010)
Todo esto es más comprensible cuando uno sabe que se trata de un escritor gallego. Hace años, al visitar Santiago, durante un instante mi inspiración se “galleguizó” y escribí un poema llamado “Y los sueños caminan por las calles”, esta misma sensación se desprende de la escritura de este gallego: los límites entre el sueño, sentimiento y realidad son tan nebulosos que, en las situaciones cotidianamente extremas que nos toca vivir, acabamos confundiéndolas y confundiéndonos.
Fernando Ontañón es un santanderino abducido por el espíritu galaico, hasta tal punto de que es uno de los escritores que, bajo mi punto de vista, mejor encarna la visión galaica del mundo, una visión (“se trata de un conocimiento intestino” afirma uno de los personajes) en la que la pasión y la ironía, el optimismo y el pesimismo, el mundo materialista y el onírico, se expresan al unísono, sin contemplaciones, pero al mismo tiempo, sin contradicciones. “Seamos optimistas; en el mejor de los casos, la vida es una mierda”. Así, con este optimismo sin ironía y este pesimismo sin tregua, comienza a hilarse el primero de los seis “relatos invisibles” en el que un jubilado escribe correos electrónicos a su hija contándole sus afanes y pugnas con personas y animales extraídos de sueños (“en realidad, no podría asegurarte que ese sueño fuera algo real”) que lo incordian y acompañan en el intento de crear otra realidad más “vivible”: “nuestro salto evolutivo nos inutilizó para la vida. La vida está hecha para otro tipo de animales”.
Así, habitado por personajes extraños (“No era locura –dijo Ernesto-, sino soledad”) el protagonista va sembrando sus últimos días. Mónica, su hija, hereda sueños, amistades, obsesiones y el problema “cómo distinguir ahora la ficción de la locura”.
Me encuentro con Fernando en el restaurante del Corte Inglés de La Coruña. Inmediatamente se confirma lo que transmitía por los poros de su obra: se trata de un escritor de esos que tanto escasean en nuestros páramos culturales: ha estudiado Publicidad, pero da igual, ha dejado su trabajo, sus estudios y se ha lanzado al mundo literario sin paracaídas.
Leer
Relatos invisibles es replantearse una y otra vez los límites de la realidad, las vías de conocimiento, la identidad difusa de los objetos y personas que nos rodean y el peso que la ficción tiene en nuestras decisiones. Se trata de una cuestión de incertidumbre inducida, algo vertiginoso, como la propia apuesta vital del autor. Un escritor que merece ser leído y apoyado porque ha apostado fuerte por la indagación radical. Esa que tanto escasea en la literatura
light que llena tantos y tantos escaparates.