El año pasado, con motivo del centenario de la muerte de
Gerónimo (1829-1909),
Javier Lucini (Madrid, 1973) tradujo al español las memorias del apache para la editorial sevillana Mono Azul, con el título
Soy apache. Gerónimo, que hablaba en español para comunicarse con los blancos, le dictó sus recuerdos a
S. M. Barret, quien con el apoyo del presidente
Theodore Roosevelt, editó el trabajo.
Las sabrosas memorias del jefe apache chiricahua no debieron tener malas ventas (yo las compré y leí en su día, y varios amigos también), y a finales del 2009 apareció en la misma editorial el libro de Javier Lucini
Apacherías del salvaje oeste, obra en la que estoy enfrascado ahora mismo con placer y provecho. Es un libro de casi 500 páginas en las que los apaches y todo lo relativo a ellos, aunque sea tangencialmente, tiene cabida. Por eso, cualquier amante del llamado salvaje oeste, del
western y sus leyendas, parafernalias y mitos, encontrará en estas páginas material muy sabroso que llevarse a la boca. Nada digo, claro, de aquellos interesados en todo lo que tenga que ver con los indios apaches desde un punto de vista histórico y anecdótico, pues encontrará aquí razones más que suficientes para estar contento.
El caso es que leyendo y leyendo me he topado con un comentario a pie de página que quiero compartir con todos ustedes, y que en cierto modo da medida de por dónde van los tiros en este libro. La anécdota relata el encuentro en 1899 del pintor
Elbridge A. Burbank (1858-1949) con el anciano Gerónimo en Fort Sill. El pintor quería realizar un retrato al óleo del célebre caudillo apache. El pintor, lógicamente, esperaba encontrarse cara a cara con un tipo decididamente salvaje, con “El tigre del género humano” o “El terror apache”, apelativos con los que la prensa de la época se refería al jefe. Incluso los periódicos hablaban de la capa que el indio guardaba, una capa confeccionada con las cabelleras de noventa y nuevo blancos.
Sin embargo, cuando el artista llegó a casa de Gerónimo, se encontró con un vejete de escasa talla y con los ojos acuosos y lagrimeando permanentemente. Un anciano que era marido, padre y abuelo..., un tipo amable e inofensivo que acunaba en sus brazos a un bebé y que en cuanto vio al pintor le vendió por un dólar una foto suya firmada, y que nada más escuchar la propuesta del retrato, le exigió al pintor el cincuenta por ciento de las ganancias que se obtuvieran de la venta. Gerónimo al parecer le dijo en su final ingenuidad comercial a Burbank: “Te pagarán un buen dinero por el cuadro, quizá hasta cinco dólares. Quiero la mitad”.
Gerónimo, el temido jefe apache, el terror de los ejércitos mejicano y estadounidense en la frontera de Río Grande, acabó sus días como pacífico comerciante de sí mismo. Y por cierto, como un mal e ingenuo comerciante.
Por cierto, Lucini no lo cuenta, pero el retrato se hizo. Se conserva en el Smithsonian American Art Museum.