Hace ya meses
publiqué en estas páginas el arranque del nuevo poema en prosa en el que estoy trabajando. Se trata de un largo poema en prosa en la senda de
Espacio de Juan Ramón Jiménez. Un poema que nació tras el viaje que realicé a Nueva York y en el que voy trabajado muy poco a poco, mientras avanzo también en un
nuevo libro de haikus, escribo estos
post diarios y me encargo de algunas ediciones y antologías de otros autores, la próxima sobre la obra del poeta ultraísta
José de Ciria y Escalante, que aparecerá esta misma semana en la editorial barcelonesa Icaria.
El nuevo poema no tiene aún título e, insisto, avanzo muy lentamente en su desarrollo. Pero quiero compartir con todos ustedes la experiencia de ir escribiendo el poema a ojos vista, realizar cambios sutiles, cambiar palabras, añadir frases, párrafos… Y que ustedes, si lo desean, puedan hacer comentarios que quizá influyan en el proceso de escritura del texto. Les dejo con el poema, tal y como es ahora mismo, siendo un
work in progress, una poema en proceso.
...lo mismo que una araña hila una tela sin mañana ni ayer...
Paul Valéry (Cuadernos, apunte de 1940)
Del otro lado. Sí, ya es más del otro lado el tiempo que se alza ante nosotros, en regreso, con las manos abiertas. Sí, ya es más el tiempo ajeno, según susurra a mi oído el viento oscuro de la palabra que se da entre las hojas frente a ti, cuando no pide nada tras los postes de madera en Battery Park, estupor de espera en la frontera enhiesta de Manhattan. Y aquí, en esta inmensa ciudad destinada conmigo al olvido, quietamente, pienso en la distancia de aquellos que esperan a su igual en algún azar con sentido nuevo y aspiración al canto. Pero nosotros vamos ya cumpliendo demasiados años y empezamos a olvidarlo todo, a saberlo todo con la voz monótona de los pájaros que habitan los rincones donde alguien llora como un río adverso, obstinadamente indescifrable.
Sí, llegar…, llegar a los ángulos desiertos en los que la muerte reclama proseguir soñando el sueño biográfico de la realidad. Y es en esos lugares y en esos momentos donde nace la misma senda que se canta en las patéticas astillas de la ceniza, para luego mezclarse consigo en un tiempo sin entonces, a punto de ocurrir, desfigurado. Y muy pronto, desde aquí tan sólo, oscilará la luz abierta hacia donde el mar recuerda su resplandor cuando estremece la sangre que ahora muere. Mas poco importa que los hechos nos hagan nuevos, que nos empiecen volviendo del revés lo que se sitúa más allá de lo posible en su tímida blancura. Da igual. Ya da igual, pues la carne y el color intenso de la tierra que se abre cerca con su sombra violeta, han caído sobre nosotros como un viejo trueno escrito en la pared. Y entre bosques, a lo lejos, se atraviesa un paisaje imaginario de duros rojos y espadas ahogadas en el eco hastiado de un golpe primerizo.
Y ahora, sentados entre las viejas tumbas clavadas como estacas en la hierba fría de Saint Trinity Church, Lower Manhattan, contemplamos al ángel que no vuelve, al ángel que levanta hacia el cielo su mano y proclama un tiempo a través del humo, de la fórmula de pétalo en la línea herrumbrosa del jardín. Es el ángel de la realidad sin tardanza, el ángel del lenguaje, de la idea, del mito último y definitivo..., el ángel de la luz que busca enredarse curva en el principio para abrazarse a sí misma muchas veces, temerosa de la quietud prescindible del sentido con el que firma un contrato para siempre.
Así el camino y el ángel se aferran a nuestras manos para habitarlas en el silencio que el mundo derrama en vano. Y nuestras manos fueron redimidas por lágrimas transmutadas en telón de vida, en calles andadas por un castigo que frente al espejo se elude porque sueña el calor de la carne en repetible lejanía.
Y acontece que nos sitúan al acecho del mundo estas manos ungidas de abandono. Pero sé que no importa dónde estemos mientras se muestre abierto aún nuestro límite a la fatiga, al lenguaje dolorido del viento que con palabras taladra los fermentos secos del querer decir.
Y es que somos ángeles, ángeles en la espera. Somos segmentos finales del frío de la muerte bajo las juntas audibles del cielo de Manhattan. Y en los rincones remotos los pájaros del frío sobrevuelan montañas de incienso, anidan en las miradas perdidas y no dan explicaciones cuando regresan a su redil. ¿Pero quién recupera la sangre sucia de la que brota moribunda la herida que interminable se difumina en mí? Silencio. Mas todavía siento la arena del viento que acuna benigna el rocío mortal de la tarde, que lo hace sudario para vencerme en círculos de milagro y aliviar a los afligidos con manzanas y ciruelas. En la tierra de Saint Trinity Church las hojas del árbol púrpura proclaman toda la verdad y sólo la verdad, y susurran que la nieve ampara mejor a los que duermen, porque es tenue su puño de luz. De luz.
Ahora recuerdo que Paul Valéry, en 1902, escribió en su cuaderno que los relámpagos son muy amplios-muy breves-absolutamente suficientes. Suficientes. Y siento en este instante de relámpago la conjunción imprecisa de mis células, su voluntad de enjambre pensándose universo, metáfora derramada como ofrenda estrepitosa a la condena. Estoy solo. Solo. Todo para mí mismo en un eco insular de imágenes, saltos, analogías con capacidad de reacción todavía personal.
A mi lado alguien canta la ausencia de umbrales y la incertidumbre que en él provoca desconocer la palabra que lo sitúa en el mundo, en la nada más dolorosa de las primeras sirenas desnudas, en esa simetría exacta del ‘todo ha pasado’ europeo que al maestro monsieur Rimbaud –maestro de lo desierto– le hizo posible saludar a la belleza, esa calidad extrema de la utopía.
Y retomo la nieve de cada instante ya ocurrido, la que duerme la luz con voces de último minuto en un proyecto de olvido que ajeno desvela la escarcha de mirada pura. No sé dónde empieza este vínculo creciente que conmigo transcurre al pronunciar el fresco sacramento de la ceniza, y bajo un mismo gesto enlaza en cada surco la más tierna agonía, su fiebre golosa y madura de cosechas y ataúdes enfermos.