lunes, 15 de noviembre de 2010
Garabandal. La risa de la Virgen, de Enrique Álvarez (Ediciones Tantín)
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Novelar los acontecimientos extraordinarios de Garabandal, y todo lo que en torno a ellos ocurrió y se formó hace ya casi medio siglo; hacerlo en tiempos como los presentes, en los que la ortodoxia implacable del descreimiento y la radicalidad del materialismo campan por sus respetos sin apenas debate ni intelectual, ni político, ni social; hacerlo con la distancia apasionada con la que lo ha hecho Enrique Álvarez, es prueba suficientemente radical de su heterodoxia, y por encima de todo, de su fe inquebrantable en el poder inmenso de la palabra literaria tomada en serio. En “Garanbandal, la risa de la Virgen”, el novelista católico Enrique Álvarez ha tenido el coraje de novelar lo extraordinario, lo fieramente humano, y hacerlo como creyente, como católico y como novelista de raza


 

Juan Antonio González Fuentes

La primera vez que oí hablar de la novela que hoy aquí presentamos fue exactamente el 1 de mayo del pasado año. Ese día, un viernes para ser más precisos, el escritor Juan Manuel de Prada intervino en la Feria del Libro de Santander, instalada en los jardines de Pereda, dentro de un ciclo de actividades literarias financiadas e impulsadas por la concejalía de cultura del ayuntamiento santanderino. Yo mismo fui el coordinador del ciclo en el que también intervinieron, a lo largo de diferentes días, Álvaro Pombo, Luis García Jambrina y el historiador Fernando García de Cortázar.

El éxito aquella tarde de Juan Manuel de Prada fue desde luego reseñable. Recuerdo que en la carpa en la que conferenció no cabía un alma y tuve que quedarme fuera, al igual que varias decenas de ciudadanos expectantes. Y más tarde se formó una larguísima cola para que el novelista firmase libros. Es más, la feria se quedó sin libros del autor, los vendió todos, y algunas librerías acudieron a su sede central cercana para reponer existencias y obtener así algunas ventas más.

Una vez terminados los actos nos encaminamos hacia el céntrico hotel en el que estaba alojado el escritor. Formábamos un muy reducido grupo de tan sólo tres personas, a saber: Juan Manuel de Prada, Enrique Álvarez y yo. Una vez en el hotel, los tres entramos en el restaurante y nos sentamos a la mesa. El salón estaba prácticamente vacío esa noche, y no tardamos mucho en ser sus únicos ocupantes. Cenamos y charlamos largo y distendido. Los temas de conversación fueron muchos y variados, algunos, lo confesaré aquí, un tanto manoseados y tópicos: las relaciones con otros escritores, dimes y diretes del mundo literario madrileño, la experiencia televisiva del novelista Premio Planeta con el cineasta José Luis Garci y en el canal Intereconomía, su trabajo como columnista en el diario ABC, sus libros más recientes, próximos proyectos... Lo que no recuerdo con exactitud es cómo, de qué manera surgió el tema de San Sebastián de Garabandal. Lo que sí puedo asegurar es que una vez sacado el asunto, ya no hubo marcha atrás. Ya no se habló de otra cosa en toda la noche.

Enrique contó entonces que estaba enfrascado en la escritura de una novela construida en torno a las supuestas apariciones de la Virgen a comienzos y mediados de los años 60 en un minúsculo pueblecito cántabro, San Sebastián de Garabandal. Insisto, estábamos ya los tres solos en la espaciosa sala del restaurante, no se sentía la presencia de camareros y habíamos sobrepasado con creces la medianoche. Sobre la mesa descansaban los restos de la cena, las tazas aún tibias con restos de cafés o infusiones, quizá algún minúsculo vaso de cristal con algún dedo de licor. El clima de complicidad era palpable. Estábamos cómodos y muy a gusto. Y entonces, de una manera que ni recuerdo ni siento deliberada, o mejor dicho, planificada, Enrique Álvarez tomó la palabra e inició una narración que sólo fue interrumpida por preguntas muy concretas de Juan Manuel o mías. Enrique se descubrió ante nuestros ojos como un espléndido narrador oral, y por un momento me sentí como debieron sentirse generaciones y generaciones de seres humanos que, reunidas junto a un fuego en la oscuridad de la noche, prestaban toda su atención a la historia que alguien contaba. Así nacieron las novelas, el arte de la narración, los cuentos, los relatos, la historia y, también, la poesía, esa narración épica dotada de música, de ritmo, para que la memoria se hiciese con ella con más facilidad.

Enrique nos contó el momento en el que se hallaba su proceso de escritura, cómo se estaba documentando, con quienes había hablado, las dificultades encontradas, la bibliografía consultada, los documentales visionados, los misterios, ocultaciones y silencios con los que se había topado... Y también nos relató sus visitas a Garabandal y la íntima y particular sensación experimentada de lo inefable y misterioso en aquel lugar, en ese ambiente especial que allí se palpa, se respira, se percibe con los sentidos externos y en el propio interior de uno mismo. Ni que decir tiene que Juan Manuel y yo escuchamos a Enrique en un silencio embobado, atrapados por lo subyugante de la trama, pero también por la pasión y la habilidad con la que Enrique Álvarez desgranaba, estructuraba y media los tempos y momentos álgidos de su narración. Juan Manuel de Prada se mostró muy interesado en Garabandal desde el inicio mismo del relato, y me consta que ha leído la novela ya publicada y que le ha atrapado. Por lo que a mi respecta sólo diré que aquella fue una noche en verdad inolvidable. Tal fue el hechizo, el embrujo narrativo logrado por Enrique durante la velada que, cuando lo dejé, ya de madrugada, camino de su casa cerca del Conservatorio de Música municipal, y me encaminé en solitario hacia la Cuesta de la Atalaya, cualquier aparición, de la naturaleza que hubiera sido, de haberse producido, se me hubiera antojado casi como lo más natural y lógico del mundo. Esa noche, ahora lo confieso, me costó conciliar el sueño.

Y ahora estamos aquí, en el Ateneo santanderino, presentando esta última novela de Enrique, con los sucesos históricos de Garabandal como telón de fondo, escenario, e hilo conductor de la trama. La narración oral que escuché aquel primero de mayo de 2009 es hoy una realidad en forma de libro: Garabandal, la risa de la Virgen.

Bien. Hace unos meses presenté no muy lejos de aquí Dublinesca, la que era entonces última novela del escritor Enrique Vila-Matas, autor con el que mantuve un diálogo durante aquella presentación. Dublinesca, en no pocos sentidos, es una narración paradigma de los caminos por los que hoy deambula el arte de la narración contemporánea en Europa, una forma de narrar a la que quizá le convenga el adjetivo postjoyceana.

En Dublinesca ya se adelantaba la noticia del que hoy es el último libro publicado por Vila-Matas, me refiero a Perder teorías, editado hace tan solo unas semanas por el sello Seix Barral. El personaje protagonista de Perder teorías, un evidente alter ego de Vila-Matas, es un escritor que viaja a la ciudad francesa de Lyon invitado por una organización cultural para pronunciar una conferencia. Llegado al hotel, nadie de la organización se presenta a buscarlo, y él, encantado de encontrarse solo y sin compromisos en el hotel, aprovecha el momento para desarrollar una teoría sobre la novela del siglo XXI. Vila-Matas, en la página 28 de Perder teorías, establece que, en su opinión, hay por lo menos cinco rasgos irrenunciables, imprescindibles, que deben estar presentes en toda novela con vocación y aspiraciones de sentirse perteneciente al siglo XXI, es decir, de ser una novela de su tiempo, una novela contemporánea en el sentido más estricto de la palabra contemporánea. Los cincos rasgos esenciales son lo que siguen:

-La “intertextualidad” (término escrito entrecomillado)
-Las conexiones con la alta poesía
-La escritura vista como un reloj que avanza
-La victoria del estilo sobre la trama
-La conciencia de un paisaje moral ruinoso


Pues bien, hay que señalar ya, sin más dilaciones, que la obra de Enrique Álvarez, su obra en términos generales, no solo su última novela, no se atiene estrictamente a estos preceptos, y en este sentido, un estricto dispensador de certificados literarios de contemporaneidad tan seguido y respetado como Vila-Matas, no le daría uno jamás a nuestro narrador. En otras palabras, es Enrique Álvarez un novelista antiguo, dicho así, sin idiotas paños calientes. Y en este sentido cabe la pregunta que en fechas muy recientes se hacía Luis Antonio de Villena con respecto a Agustín de Foxá. Cito textualmente: “¿Puede un autor de calidad contar en la Historia literaria, cuando -y pese a ese indudable valor- escribe en un modo y estilo que la historia literaria da ya por superados?”. Ése es el caso, a mi entender, del arte narrativo de Enrique Álvarez, un modo de hacer que está inscrito dentro de una estética que se subraya periclitada por la crítica, por quienes hacen visible a un autor y su obra, por quienes otorgan certificados literarios.



Enrique Álvarez: Garabandal, la risa de la Virgen (Ediciones Tatín, 2010)

Enrique Álvarez es un escritor de los de antes, es decir, un escritor al que podría encajar perfectamente el calificativo prejoyceano. Un escritor en la estela de Balzac, Clarín, Dostoievski, Thomas Mann..., un narrador con la ambición suprema, y quiero que presten mucha atención a lo que voy a decir, con la ambición suprema de escribir novelas ricas, complejas, y hacerlo con un lenguaje diáfano, cristalino, rítmico, con una estructura muy meditada y sopesada, de una trabajada coherencia interna, y desde la pasión y una confianza plena, absoluta, en la literatura y en la responsabilidad de sus personajes literarios. Hoy en día, en la más exitosa narrativa contemporánea, y subrayo con grueso rotulador negro la paradoja, todas estas características se han convertido quizá en un defecto de cara a la gran industrial editorial, una industria que apuesta con decisión desde hace décadas por una narrativa delgada, irónica, autorreferencial, intertextual, anémica, que juega a la abstracción, a lo caleidoscópico, en el mejor de los casos a lo experimental pero sin costuras, sin punta ni hilo. Una forma de escribir que se sitúa casi siempre por encima de lo que se cuenta y de cómo se cuenta, como si al narrador le diese igual la verdad literaria de lo que cuenta, y estuviese solo preocupado por resaltar su ingenio, su punto de vista, su habilidad para parecer fresco y novedoso, dos palabras decididamente repugnantes y ante las que hay que sobresaltarse cuando se aplican al arte de la narración.

En su libro de versos El hacha y la rosa, en el poema “Sir Horace Walpole”, Luis Alberto de Cuenca habla de quienes desconfían de la literatura. Enrique Álvarez no desconfía, y en consecuencia no escribe situándose por encima de ella, tomándosela con el descreimiento tan característico de la postmodernidad. No, indudablemente Enrique Álvarez no es un escritor postmoderno, lo es de un realismo intelectual, fervoroso, racional y, a la vez, heredero en su raíz impulsora de un Romanticismo sólido y complejo.

Pero no nos pongamos en exceso serios. Enrique Álvarez, como en su día lo fueron Julien Green o Graham Greene, es un escritor católico, apostólico y romano, y encima lo dice, lo comenta y explica si le preguntan. Es decir, el escritor Enrique Álvarez es hoy, en nuestra cotidianeidad, sencillamente un heterodoxo, uno de los escasos heterodoxos de verdad con los que convivimos, uno de esos que han logrado mantenerse al margen de la alienante ola de ortodoxia que todo lo inunda, todo lo iguala, lo mimetiza y reduce a la mínima expresión, la expresión del asentimiento acrítico. De ahí que Enrique Álvarez sea autor de una obra poco conocida, ninguneada por las grandes editoriales y olvidada por los comentaristas literarios del país, y nunca mejor dicho eso de El País.

Físicamente siempre me ha suscitado la impresión de un remedo poco tonificado del célebre capitán Ahab de Herman Melville: alto, delgado, cargado algo de espaldas, con barba cultivada, gafas funcionariales y el escaso pelo levantisco, nunca sereno, más propio tal vez de una anarquista de novela rusa de mediados del siglo XIX que de un escritor ortodoxamente heterodoxo en su catolicismo militante. A Enrique se le ve andar por las calles de la ciudad siempre a una velocidad de vértigo, encorvado un poco hacia las baldosas, con una zancada larga pero así como tímida y un tanto desmayada. En invierno se le puede ver envuelto en abrigos de aspecto demodé, y en verano sus camisas son inabordables. Y para colmo es un devoto de Bach, del Brahms sinfónico y de cámara, del Wagner del sagrado Parsifal, y lo que sin duda es más temible, de las grandes sinfonías del austriaco Antón Bruckner.

Cual Sísifo incansable siempre está empezando una nueva novela laberíntica, compleja, llena de música y ritmo, de vidas provincianas, culpas, deseos procelosos, miedos, acciones que desembocan en el peso abrumador de una losa en la conciencia. Algo hay de todo eso en Garabandal, la risa de la Virgen, además de misterio, espanto, casi terror, la atmósfera inquietante que se esconde en la sosegada quietud de lo cotidiano, en el sentido último y absurdo de lo cotidiano. En el prólogo al espléndido libro de cuentos de Enrique Álvarez, El trino del diablo, escribe Juan Pedro Aparicio lo siguiente: “estamos en casi todos los cuentos ante un prodigio de narración, en el que el tiempo, la atmósfera, la intriga, los caracteres, revelan una sensibilidad y un talento de escritor muy poco frecuentes”. Sólo puedo estar de acuerdo.

Habla Aparicio de atmósfera, intriga, tiempo (es decir, ritmo), caracteres de los personajes… Todos estos son los elementos principales, más elocuentes y visibles, del modo de narrar de Enrique Álvarez, y todos están presentes y articulan la trama de Garabandal, la risa de la Virgen: durante las supuestas apariciones que acontecieron entre 1961 y 1965, una señora de la burguesía santanderina viaja a Garabandal a pedir por la curación de un familiar. Así comienza esta historia en la que el autor logra trazar un ajustado retrato de la vida burguesa en provincias en una España que iniciaba el despegue definitivo en su desarrollo económico y social a partir de la segunda mitad de los años 60. Enrique plantea su propósito por medio de una anécdota de eminente carácter literario, aunque perfectamente verosímil, y la engarza con habilidad en su desarrollo entre los sucesos de carácter excepcional que se decía tenían lugar en Garabandal. De tal modo que la narración de nuestro autor se desenvuelve entre el retrato social y la crónica histórica y religiosa (muy documentada por cierto) de unos acontecimientos de todo punto maravillosos. El principal logro literario de Enrique Álvarez reside esencialmente ahí, en conseguir entrelazar en una misma corriente discursiva dos historias en paralelo y con puntos comunicantes entre sí; dos historias independientes, pero en cuyo avance una influye sobremanera en la otra, la determina, la condiciona. Dicho con otras palabras, la última novela de Enrique Álvarez ofrece dos historias: una de carácter real e histórico (insisto, perfectamente documentada por el autor, pero sin que se le vean las costuras a dicha preparación documental), la de los misteriosos sucesos de San Sebastián de Garabandal, y los mensajes acerca de la apostasía de signo apocalíptico derivada del modernismo teológico del Concilio Vaticano II. Y otra historia, esta de ficción pura y dura, la del amor-desamor de los protagonistas, cuyo clima moral y espiritual lo presenta el novelista muy determinado en su desarrollo por la relación de los principales personajes con Garabandal. Es más, pienso que no es muy descabellado realizar la siguiente lectura de la nueva novela de Enrique Álvarez: por un lado, la familia de la farmacéutica protagonista representa una muy lograda metáfora de la España de la época, la del desarrollismo imparable de los Sesenta; y por otro lado, la lectura que sobre Garabandal hicieron la iglesia (la jerarquía y también los sacerdotes de calle y de diversa formación intelectual y procedencia social), y esa clase media aludida (materializada aquí en la familia), que disponía de información muy mediatizada y controlada por la jerarquía eclesiástica.

El resultado final es una novela en toda regla, una novela que se sostiene en pie por sí misma, sin ayuda de aderezos sensacionalistas ni de manoseada e impostada religiosidad. Es cierto que la lectura de Garabandal, la risa de la Virgen (Ediciones Tatín) informa y da cuenta perfectamente al lector de qué ocurrió y cómo en San Sebastián de Garabandal, pero lo hace como novela que logra enganchar y persuadir a los lectores gracias al planteamiento de una historia de indudable dramatismo, persuasivo y atrayente. Una historia de nuestro pasado reciente, cargada de intrigas, de misterios, de intereses creados, de ocultaciones, de fenómenos ciertamente extraordinarios y de difícil explicación racional …, que logra enganchar al lector apenas pasado el inicio tranquilo, deliberadamente de mesa camilla, con el que da comienzo la trama. En ningún momento Enrique Álvarez carga las tintas o se deja llevar por los colores sensacionalistas con los que pudiera haberse pintado la historia. No, a modo de cronista desapasionado, Enrique Álvarez escribe con contención, sin cargar las tintas, sin realizar subrayados de trazo grueso. Con la sensibilidad pasmosa de un maestro, con la sensibilidad propia solo de un escritor de ley, Enrique Álvarez inyecta pasión en la geometría planificada de su forma de contar, en la meditada y efectiva (que no efectista) arquitectura de su trabajo, en el diseño, ritmo y compás con los que van engarzándose los párrafos como si de un artefacto de precisión se tratase.

El efecto es que el lector se ve obligado a no desentenderse de lo que se le cuenta, a posicionarse, a tomar partido por algunas de las varias opciones que se desgranan a lo largo y ancho de la novela, y, sobre todo, el lector se ve situado ante el reto de reflexionar sobre unos hechos muy concretos, y además sobre el papel de la Iglesia en nuestra contemporaneidad, sobre el sentido de la religión y lo misterioso de la misma, sobre el estado de su propia fe o el de su incredulidad.

Novelar los acontecimientos extraordinarios de Garabandal, y todo lo que en torno a ellos ocurrió y se formó hace ya casi medio siglo; hacerlo en tiempos como los presentes, en los que la ortodoxia implacable del descreimiento y la radicalidad del materialismo campan por sus respetos sin apenas debate ni intelectual, ni político, ni social; hacerlo con la distancia apasionada con la que lo ha hecho Enrique Álvarez, es prueba suficientemente radical de su heterodoxia, y por encima de todo, de su fe inquebrantable en el poder inmenso de la palabra literaria tomada en serio. En Garanbandal, la risa de la Virgen, el novelista católico Enrique Álvarez ha tenido el coraje de novelar lo extraordinario, lo fieramente humano, y hacerlo como creyente, como católico y como novelista de raza. No comete el error de llegar a conclusiones, no cierra con una tesis final. Las hipótesis permanecen abiertas por completo, aunque en mi opinión, en estas páginas, le ha tomado la temperatura justa, la espiritual y la social, a una España que está en el origen de la nuestra actual, de la que todos los aquí presentes, somos una continuación, lo queramos o no, seamos o no conscientes de ello.

Esta novela necesita de apertura de miras, demanda a sus lectores que dejen a un lado apriorismos, que no exijan respuestas a imposibles, que se acerquen a ella con la mente abierta, limpia de ideas preconcebidas. Y la novela, de un modo u otro, compensará a quienes a ella lleguen esperando únicamente no querer abandonarla. Créanme, no lo harán, no la dejarán sin leer en la mesita de noche de sus habitaciones... A esta novela le concederán gustosos su tiempo, y sus páginas, a cambio, le pellizcarán la conciencia, el alma.   

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, creación, historia, artes, música y libros) como cronológicamente.