Con el tiempo las instituciones se van desgastando. Parece irremediable, las mejores tuberías, con el tiempo van acumulando sedimentos corrosivos hasta hacerlas inservibles. Los mecanismos más perfectos para la organización democrática se van llenando de sarro, los partidos se acartonan y en lugar de dar cauce a las opiniones de los ciudadanos pasan poco a poco a convertirse en nidos de arribistas y tugurios donde la intriga y el matonismo cultivan sus flores venenosas con igual contundencia entre camaradas que entre enemigos políticos.
Organizaciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, que surgieron para poner paz y, en teoría, impartir justicia, se transforman poco a poco en armas al servicio no ya de los países poderosos, sino de mafias y grupúsculos cuya ambición es directamente proporcional a su estupidez, capaces de hacer volar todo un sistema económico mundial para compensar su estulticia.
Cuando la medicina, la educación, la sanidad estatal van pasando poco a poco de servicio a todos los ciudadanos a negocio de unos pocos, alguien se debería plantear hasta dónde estamos dispuestos a dejarnos empobrecer y vilipendiar.
No es cosa de personas, sino de instituciones, no es de tal o cual banquero o político. No es
una degradación propia y exclusiva de nuestro tiempo. A lo largo de la historia ha habido que cortar por lo sano, cuando la herrumbre taponaba las vías impidiendo a la gran mayoría de ciudadanos caminar por el sendero de la dignidad y acaparando para las poderosas oligarquías, con desprecio a la propia vergüenza que ellos predican, todo cuanto estaba al alcance de su mano.
A veces el Atila se desboca y su caballo arrambla por doquier sin que nadie tenga poder para hacerle frente.
Y eso, por desgracia, es lo que está ocurriendo en la
sociedad occidental. Ya no es asunto de tal o cual persona. Políticos y banqueros honrados debe haber, pero los bancos, el dinero y el poder yacen en manos de una minoría anónima que mueve a políticos y banqueros como marionetas.
Pero la herrumbre no sólo afecta a las grandes instituciones, sino a las medianas y pequeñas. La corrupción generalizada es una bendición para los grandes corruptos porque se justifican. Los pobres corruptos ni inquietan a los corruptos poderosos, pero les sirven de estiércol, nunca mejor dicho, para el cultivo de su cosecha de
sinrazones e injusticias.
Un reciente estudio de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ha demostrado que todas las grandes
empresas de la telefonía mienten u ocultan información a sus clientes. También ha saltado a la prensa las presiones para que no se publiquen los posibles efectos maléficos de la radiación producida por los móviles. Y no pasa nada. Los partidos presentan como candidatos a decenas de imputados por sospechas de corrupción, imputados que claramente afirman la validez de su método de compra de voluntades mediante la oferta de trabajo, como sistema de mantenimiento de su sistema corrupto. No pasa nada.
Llegado el caso, ni los políticos, ni los banqueros, ni los señores de la guerra, son los últimos responsables de su conducta antisocial, sino de la sociedad que lo consiente.
El problema no es del latrocinio que mancha a partidos, grandes empresarios, banqueros, sino de la impunidad con la que se jactan de ser "amigos" de sus posibles jueces, y de la tibieza con la que son tratados los pocos poderosos a los que se les pilla con las manos en la masa.
Pero ya la queja no tiene sentido. Todos lo saben. Los medios de comunicación, en manos, siempre, de grandes empresas, se ocupan de lavar la cara o ensuciar la de los que la tienen limpia, porque a río revuelto, ganancia de pescadores.
Los auténticos responsables, los últimos, somos ese colectivo anónimo que se llama sociedad civil. Así que, asumiendo mi parte de culpa, paso a lavarme un poco la conciencia, porque la corrupción generalizada salpica tanto por activa como por pasiva. Todos estamos en el ajo y alguien tiene que gritar basta y comenzar la rueda de opiniones y acciones.
Históricamente estas situaciones se resolvían con motines y revoluciones, en las que gran parte del pueblo tenía que sacrificar su vida, llevándose por delante a unos cuantos de los presbotes y al final, poniendo los muertos de unos (tesis) y de otros (antítesis) en la balanza, se hacía un pacto, (síntesis) que permitía poner en marcha el carro durante unos cuantos siglos más.
No soy partidario de ninguna revolución armada. Teniendo figuras como Gandhi, Liu Xiaobo (que ha puesto en jaque a uno de los gobiernos más perversamente poderosos) o Martin Luther King, podemos mirarnos en su espejo. Pero no se trata de convertirnos en mártires, sino en rehumanizarnos y empezar de nuevo la sociedad por los cimientos, sin preocuparnos de lo que hacen "los otros". Se trata de poner en marcha instituciones alternativas: banca ética, comercio justo, empresas habitables. Retomar el diálogo familiar, vecinal; recuperar la confianza en nosotros mismos, retirarle la confianza a quienes están abusando de ella para enriquecerse.
Una revolución de besos, claveles y ordenadores, una vuelta a los afectos, a la ilusión, a la palabra, al arte, con un buen corte de mangas al necio consumismo que nos trata de inyectar la "compramina" como una droga que nos deje KO, mientras llenamos la cartera a nuestros corruptores.
En fin, algo pequeñito, como decía la eurovisiva canción, pero sencillo y bailable. Algo que nos desperece del sopor con que las grandes Momias de las finanzas quieren embalsamarnos.