Los casos de pedofilia y abusos sexuales en el seno de la iglesia católica han puesto entre la espada y la pared a la institución y, sobre todo, a su máxima cabeza visible, el
Papa Benedicto XVI, el alemán de Baviera
Joseph Alois Ratzinger, un verdadero peso pesado en el terreno intelectual, creador de un discurso sólido y sin concesiones que, desde un principio, no ha gustado nada a los ámbitos más “progresistas” de la propia Iglesia y del mundo en general.
Ratzinger ha sido acusado ya de nazi, y ahora su supuesta “tibieza” en la condena de los casos destapados de sacerdotes pedófilos y homosexuales está siendo aprovechada por tirios y troyanos para darle patadas en el culo al Papa, pero también para lanzar un ataque generalizado a la Iglesia de Roma, el estado terrenal que, junto al chino, es el que más tiempo ininterrumpido lleva sobre la faz de la tierra: más de dos mil años.
Es indiscutible que la iglesia católica no puede consentir en su seno el crimen incalificable de la pedofilia, donde al crimen en sí de practicar actos sexuales con niños y niñas, debe sumársele el que se practican desde el abuso de poder y la intimidación. Aquí no puede haber tibieza posible, ni zonas grises, menos dentro del discurso ético y moral del catolicismo. Esta grieta abierta en la iglesia católica, es aprovechada, también evidentemente, por lo que podríamos calificar así en general y a vuelapluma como “progresía” para arremeter contra la institución en general; una “progresía” dispuesta siempre a alancear al toro herido de la iglesia. Ya se sabe, a río revuelto, ganancia de pescadores. Una “progresía” que aduce motivos morales y éticos para denunciar coherentemente los abusos sexuales a niños por parte de sacerdotes malnacidos, depravados y canallas, pero que a la vez aplaude con las mismas manos y creo que con alguna incoherencia, el que las niñas puedan abortar sin ni siquiera pedir el consentimiento paterno, el que las empresas especializadas fabriquen preservativos minis para que los puedan usar niños de doce o trece años, o el que algunos ayuntamientos organicen cursos para enseñar a “ligar” a las niñas de doce años. Sí, ya sé que unas cosas no tienen mucho que ver con otras, pero algo sí tienen que ver, y me parece que mucho no desde el punto de vista llamémosle criminal (lo de los abusadores no tiene posible justificación, y menos, en lo ético y moral, en el caso de sacerdotes), pero sí desde el punto de establecer una coherencia ética y moral.
El Papa Benedicto XVI en marzo de 2007 (fuente:wikipedia)En fin, a lo que vamos. Como imagino que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, la abundancia de reflexiones “contra” la iglesia católica es abrumadora en el mundo cibernético, aquí dejo la carta que el senador italiano y profesor de filosofía
Marcello Pera dirigió hace unos días al director del periódico
Corriere della Sera. Desde mi punto de vista el trabajo no tiene desperdicio y merece, al menos, una lectura.
“La cuestión de los sacerdotes pedófilos u homosexuales desencadenada en U.S.A., últimamente en Alemania e Irlanda, -para proseguir después en otras muchas naciones-; tiene ahora como objetivo prioritario al Pontífice Ratzinger. Pero se cometería un grave error si se pensase que el golpe no irá más allá, dada la enormidad temeraria de la iniciativa. Y se cometería un error aún más grave si se sostuviese que la cuestión finalmente se cerrará pronto como tantas otras similares. No es así. Está en curso una guerra global. Y no sólo y precisamente contra la persona del Papa, ya que, en este terreno, es imposible. Benedicto XVI ha sido convertido en invulnerable por su imagen, por su serenidad, su claridad, firmeza y doctrina. Basta su sonrisa mansa para desbaratar un ejército de adversarios.
Pero no:...la guerra real es entre el
laicismo y el cristianismo. Los laicistas saben bien que, si una mancha de fango llegase a la sotana blanca, se ensuciaría la Iglesia, y si fuera ensuciada la Iglesia lo sería también la religión cristiana. Por esto, los laicistas acompañan su campaña con preguntas del tipo «¿quién más llevará a sus hijos a la Iglesia?», o también «¿quién más mandará a sus chicos a una escuela católica?», o aún también «¿quién hará curar a sus pequeños en un hospital o una clínica católica?».
Hace pocos días una laicista ha dejado escapar la intención. Ha escrito: «La entidad de la difusión del abuso sexual de niños de parte de sacerdotes socava la misma legitimidad de la Iglesia católica como garante de la educación de los más pequeños». No importa que esta sentencia carezca de pruebas, porque se esconde cuidadosamente «la entidad de la difusión»: ¿uno por ciento de sacerdotes pedófilos?, ¿diez por ciento?, ¿todos? No importa ni siquiera que la sentencia carezca de lógica: bastaría sustituir «sacerdotes» con «maestros», o con «políticos», o con «periodistas» para «socavar la legitimidad» de la escuela pública, del parlamento o de la prensa. Lo que importa es la insinuación, incluso a costa de lo grosero del argumento: los sacerdotes son pedófilos, por tanto la Iglesia no tiene ninguna autoridad moral, por ende la educación católica es peligrosa, luego el cristianismo es un engaño y un peligro... Y esto se extiende en los M.C.S. de los países 'sociológicamente católicos' de Europa sin escrúpulos, desde periodistas y reporteros con exceso de ideologización interesada y falta de formación y deontología profesional reconocida.
Esta
guerra del laicismo contra el cristianismo es una batalla campal y global. Se debe llevar la memoria al nazismo, fascismo y al comunismo para encontrar una similar. Cambian los medios, pero el fin es el mismo: hoy como ayer, lo que es necesario es la destrucción de la religión. Entonces Europa, pagó a esta furia destructora, el precio de la propia libertad. Es increíble que, sobre todo Alemania, mientras se golpea continuamente el pecho por el recuerdo de aquel precio que ella infligió a toda Europa, hoy, que ha vuelto a ser democrática, olvide y no comprenda que la misma democracia se perdería si se aniquilase el cristianismo.
La destrucción de la religión comportó, en ese momento, la destrucción de la razón. Hoy no comportará el triunfo de la razón laicista, sino simplemente otra barbarie. En el plano ético, es la barbarie de quien asesina a un feto porque su vida dañaría la «salud psíquica» de la madre. De quien dice que un embrión es un «grumo de células» bueno para experimentos. De quien permite 'liquidar correctamente' a un anciano porque no tiene ya una familia que lo cuide.
De quien acelera el final de un hijo porque ya no está consciente y es incurable. De quien piensa que «progenitor A» y «progenitor B» es lo mismo que «padre» y «madre». De quien sostiene que la fe es como el coxis, un órgano que ya no participa en la evolución porque el hombre no tiene más necesidad de la cola y se mantiene erguido por sí mismo.
O también, para considerar el lado político de la guerra de los laicistas al cristianismo, la barbarie será la destrucción de Europa. Porque, abatido el cristianismo, queda el multiculturalismo, que sostiene que cada grupo tiene derecho a la propia cultura. El relativismo, que piensa que cada cultura es tan buena como cualquier otra, -todo cuenta y todo vale sin más-. El pacifismo que niega que existe el mal o lo que es peor; le minusvalora caricaturizándolo irresponsablemente.
Esta guerra al cristianismo no sería tan peligrosa, si los cristianos la advirtiesen y tomasen postura decidida reconociéndose valientemente en su Familia Eclesial. En cambio,
muchos de ellos participan de esa incomprensión. Son aquellos teólogos frustrados por la valientemente humilde supremacía intelectual, ética y moral de Benedicto XVI. Aquellos obispos equívocos que sostienen que entrar en compromisos con la modernidad indiscriminadamente, es el mejor modo de actualizar el mensaje cristiano. Aquellos cardenales que, sin justificar posturas o razones, comienzan a insinuar que el celibato de los sacerdotes no es una verdad definida y cerrada ya en la Iglesia de Occidente, y que tal vez sería mejor volver a pensarlo. Aquellos intelectuales católicos apocados, que piensan que existe una «cuestión femenina» dentro de la Iglesia y un problema no resuelto y bien integrado entre cristianismo y sexualidad. Aquellas Conferencias Episcopales que se equivocan en el orden del día y, mientras auspician la política de las fronteras abiertas a todos,
no tienen el coraje profético de denunciar las agresiones que los cristianos sufren y las humillaciones que son obligados a padecer por ser todos, indiscriminadamente, llevados al banco de los acusados por otras religiones intolerantes y excluyentes, en cuyos Estados dominan y se imponen en exclusiva. O también aquellos embajadores venidos del Este, que exhiben un ministro de exteriores homosexual mientras atacan al Papa sobre cada argumento ético, o aquellos nacidos en el Oeste, que piensan que el Occidente debe ser «asépticamente laico», es decir decididamente anticristiano.
La guerra de los laicistas continuará, entre otros motivos porque un Papa como Benedicto XVI, que sonríe pero no retrocede un milímetro, la alimenta. Pero si se comprende por qué no cambia, entonces se asume la situación y no se espera el próximo golpe. Quien se limita solamente a solidarizarse con él es uno que ha entrado en el huerto de los olivos de noche y a escondidas, o quizás es uno que no ha entendido para qué está allí... Ser evangelizado y evangelizar, es para los creyentes
dar razones de la esperanza que los anima, sostiene e impulsa con la razón y el corazón; como sal, luz y levadura comprometida del Reino en la existencia
y 'signos de los tiempos' donde están sembrados; para -a las duras y a las maduras-, dar buenos y sazonados frutos que permanezcan después de dos milenios de herencia y legado.
Atisbo que será para los cristianos fieles una dura prueba purificadora, asumiendo un alto coste sociológico, única forma de erradicar los males, mdiocridades, corrupciones, culpas y miserias personales, colectivas y estructurales;... al fin heridas abiertas y dolorosas que habrán de ir sanando y superando sin complejos, en cicatrices de gloria para su Iglesia. Los que lo son y serán con autenticidad, irán decantando la coherencia y trasparencia de la opción de su fe -personal y comunitaria-, arriesgando en la Verdad que les hace libres, en el Humanismo de un servicio generoso y la ofrenda de sus vidas por un Mundo mejor”.
Marcello Pera.