1. Se abre el
telón
Valencia
El título de este libro
es La farsa
valenciana, un epígrafe ambiguo. Podría haberlo
rotulado de otro modo, dándole un sentido más grave, de desgarro: algo así como
El drama valenciano. Ciertamente, es
calamitoso lo que estamos viviendo los nativos, los valencianos de a pie y
motorizados, los naturales y los recién llegados. Los de aquí y los que aquí
viven confirmamos día a día nuestra peculiaridad patológica: hay avispados que
han hecho de la política su medro y su lucro, que se han valido de las
instituciones para usurpar derechos; hay listos que no han tenido reparo alguno
a la hora de llenarse la bolsa. Parece un cuento de ladrones, de villanos que
roban para enriquecerse ostentosamente. Sin medida, sin contención, sin reparo,
sin vergüenza. Parece un relato de rateros que se valen de lo ajeno para
apropiarse de lo público y, de paso, para darse un atracón, para llevar una vida
de nuevos ricos, para rodearse de bienes fastuosos, envidiables. No basta con la
rapacería del pícaro: ese tipo simpático del imaginario español que realiza
pequeños hurtos con los que apenas sobrevive; la existencia lo trata mal y sus
rivales no hacen más que darle coscorrones. Es persona de humilde condición,
pero astuta: se las ingenia, aunque las cosas no siempre acaben bien... No basta
con el logrero que malvive. Aquí, en la Valencia ricachona de estos últimos
años, el pícaro no es un pobre diablo. Es un personaje con ambiciones.
Ambiciones. Hay algunos que se han dedicado a llenar las alforjas aunque
reviente la bestia, aunque agonice la mula. Digo esto y le doy a mi expresión un
sentido abiertamente rural, cosa ancestral. No es por
casualidad.
En los cincuenta, tras
años y años dedicados a estudiar tribus ágrafas y primitivas, los antropólogos
anglosajones decidieron venirse al Sur. Me refiero, para redondear, a la década
de 1950. Se acercaron a echarnos un vistazo, a comprobar cómo éramos, nuestras
peculiaridades tan poco europeas. Eso se suponía. En el Mediterráneo pudieron
hallar sociedades singulares, con mucha familia y mucho familismo, con el peso del parentesco,
con el lastre de lo agrario: usos milenarios sobre la tierra, sobre la
explotación de la tierra. El Estado no llegaba bien a estas sociedades
meridionales, las comunidades se cerraban para abastecerse en mercados poco
desarrollados, y eran los propios naturales quienes debían suplir esa ausencia o
falta, unos naturales aquejados de primitivismos, de arraigos muy arcaicos. A
decir verdad, a la altura de los años cincuenta, esa imagen de España era ya un
tópico: eso sí, con algunos vestigios de realidad. No hace falta añadir que los
estereotipos nos retratan con simpleza y caricatura, pero ese perfil no es ajeno
enteramente a la verdad.
Vestidas de negro y con
pañoletas que cubrían sus cabezas, las mujeres de los cincuenta y de los sesenta
padecían a unos varones algo toscos y rústicos. Y los hombres, que salían a
trabajar, a deslomarse, vivían bajo un falso matriarcado: las hembras contaban,
gritaban, incluso domeñaban, pero no llevaban verdaderamente la economía
familiar ni dirigían el mundo exterior. En las iglesias, los varones se sentaban
a un lado y las damas al otro, mientras escuchaban la Santa Misa, rezando o
haciendo como que rezaban, confesándose o haciendo como que se
confesaban.
El virgo de
Visanteta (1845), de Josep Bernat i Baldoví,
es un sainete hoy inverosímil: con nativas reventonas, lascivas; con abuelos y
petimetres excitados. Fue una de las obras más apreciadas del público popular y
desde el Ochocientos alegraba con sus picardías la rutinaria vida rural. Cuando
se estrenó la versión cinematográfica siglo y pico después, hacia 1979, la
Valencia agraria era un pasado más o menos remoto, pero era a la vez un modelo
que aún inspiraba la cultura local: las Fallas –esa fiesta universal-- han
estado repletas de referencias agrícolas y eróticas, con señoras carnales y
lechuguinos tontorrones. Con la idea de satirizar, el sainete o las Fallas
condensaban los tópicos locales: el listo, la riqueza agraria, las mujeres de
bandera, el guapo, el dinero, el fraude, la malicia y el ingenio. ¿Hemos
cambiado? Sin duda, desde esos tiempos remotos, las cosas han mudado. No éramos
exactamente así; nunca fuimos sólo así, con esas embestidas meridionales o esas
magnificencias mediterráneas, pero alguna rudeza o lujuria nos quedaban. Al
menos, algunos creían que éramos o habíamos sido así.
Tras la modernización
de la década de 1960 y tras el ingreso en la Europa política, en los ochenta,
España dejaba de ser un país eminentemente agrario, tal como rezaban los viejos
libros del bachiller, un país de hosquedades y atavismos. Y Valencia, por su
parte, ya no era aquella tierra rural pintada por Joaquín Sorolla. Si miramos uno de sus óleos
más célebres, Las
grupas (1916), debemos
preguntarnos qué momento es ése. Dicho cuadro resume, condensa y agrega motivos
valencianos y rurales muy reconocibles. O, en otros términos, reúne personas,
cosas y parajes que nunca estuvieron juntos: arrozales y naranjales como fondo;
una procesión, la del Corpus Christi; jóvenes ataviados con trajes
decimonónicos, lujo textil y esplendor huertano; una malla abundante, lujosa, de
cítricos; banderas (senyeres)
altivamente exhibidas y, en fin, la Virgen amparándolo todo, bajo un dosel que
recuerda al del Puente del Real, en la ciudad de Valencia. En este cuadro, con
el que tantos naturales aún se identifican, no hay fotografía, no hay hecho real
captado instantáneamente; hay montaje. La maestría del pintor abruma: el primor
y el gigantismo deshacen toda aprensión, todo recelo. Pero hemos de preguntarnos
si a la altura de 1916 había otra Valencia posible; hemos de preguntarnos por
qué lo pintoresco y lo agrario cubrieron lo industrial y lo urbano. Ahora, un
siglo después, nos hemos urbanizado. O eso creemos.
Sí, pero cuando ése y otros cuadros se expusieron en Valencia (cedidos por la
Hispanic Society, de Nueva York), las muchedumbres hacían cola para ver, para
reconocer, para confirmar los tópicos de una España pretérita, de una Valencia
arcaica, simbólica, irreal. En esa tierra, sin guardar las formas, se colocaron
o se colaron los listos, los avisados y los
avispados.
Democracia
La farsa valenciana es un libro de examen
y combate, de análisis y de intervención, de enojo y chanza. Tiene algo de
teatro y de dolor (de ahí, la posibilidad de titularlo o identificarlo con el
drama). Y tiene algo de grotesco. Hay una realidad local, la valenciana, que se
ha hecho universal gracias a las fanfarronadas arquitectónicas de los últimos
años, gracias a la largueza presupuestaria, gracias a la esplendidez del clima,
del sol y de la gastronomía. Certámenes internacionales, competiciones
deportivas: habíamos pasado de la Valencia agraria --que el ensayista Joan
Fuster aún diagnosticaba y deploraba en 1962-- a la Valencia de la tercera
revolución industrial, mercantil y ostentosa de estos últimos años. Pero, ahora,
cuando la crisis económica ha arruinado el futuro de grandeza y las
expectativas, cuando los escándalos y la corrupción han manchado esa postal,
somos un poco el hazmerreír. Fuimos la envidia, y ahora nos apesadumbramos, nos
lamentamos.
Hay una España que
trabaja, si puede, y que hace las cosas con esfuerzo, con empeño, con vergüenza
torera y con satisfacción. Si hay que arrimarse, se arrima; si hay que
compartir, se comparte; si hay que vivir con estrecheces, se vive: eso sí,
siempre que la estrechez no asfixie. Hay una España solidaria que elabora,
labra, comercia, manufactura, pinta, escribe… con legítimo orgullo. Recibe el
sobre a fin de mes. Con competencia y habilidad, con la alegría de las cosas
bien hechas, se siente legítimamente pagada.
Y luego hay un país de
espabilados y dinámicos que se valen de su agudeza y de sus fraudes pícaros para
llevarse las bolsas o los sobres. Son presuntos delincuentes. O cuatreros. En
efecto, la España corrupta es un país de bolsas y sobres: sacos llenos de
dinero, cantidades de fábula, fastuosas, como el oro de los cuentos. Aún hay
algo rústico en todo esto… Los cuarenta ladrones, los villanos que se adueñan de
la hacienda y de los bienes, no son propiamente figuras de cuento. Son los
monstruos de una pesadilla local. Y la gente que paga a Hacienda, que somos unos
cuantos, nos sentimos estafados, burlados. Pero esto no acaba aquí: el cuento ya
no nos convence. Las instituciones se derrumban y con ellas nuestra confianza.
Nunca pensamos que fuéramos a llegar a esta
circunstancia.
La corrupción
urbanística y temas afines interesan, precisamente, a los valencianos: motivo de
escándalo y principal deterioro de la comunidad política. Si en ésta o en
aquella población hay manejos o enjuagues dudosos, si hay recalificaciones
escandalosas, si hay enriquecimientos deshonestos de auténticos forajidos, ¿será
la solución renunciar a la política? Cada vez que un representante
institucional, en un municipio, en una Diputación, etcétera, ejerce con
arbitrariedad o abusa de la confianza aprovechándose del empleo o del cargo
público se deteriora el crédito de la democracia. Siempre podrá aducirse:
nuestro sistema político tiene paliativos, como la vigilancia de la oposición,
la independencia del poder judicial o la observancia de la
prensa.
Pero, si lo pensamos
bien, el sistema ha de tener a los ciudadanos como principal instrumento de
crítica. Nuestra democracia es manifiestamente mejorable y el sistema de
partidos desde luego no está pensado para poner diques a la corrupción, pero
somos nosotros quienes hemos de debatir, de juzgar, de castigar electoralmente.
Leo a John Dewey. En uno de sus ensayos, el filósofo norteamericano hablaba de
democracia creativa para hablar de la deliberación ciudadana. Seguramente no es
preciso llamarla así. Basta con que la ciudadanía se implique en la exigencia y
en la transparencia: sin grandes experimentos, desde luego, pero sin grandes
renuncias. Debemos “desprendernos del hábito de concebir la democracia como algo
institucional y externo, adquiriendo el hábito de tratarla como un modo de vida
personal”, decía Dewey en 1939.
“Su puesta en práctica significa que la democracia sólo puede enfrentarse
a los poderosos enemigos que hoy la acechan creando nuevas actitudes personales
en los seres humanos individualmente considerados”, añadía Dewey. Los
antagonistas de la democracia siempre han sido los totalitarios, por ejemplo en
1939. También los acosadores que rompen las urnas o que amenazan con el viejo y
el nuevo escuadrismo. De cuando en cuando volvemos a escuchar amenazas: que si
estamos en 1934, que si estamos en situación de emergencia militar. Pero los
enemigos de la democracia son igualmente aquellos representantes nuestros que
destruyen el espíritu público, la virtud ciudadana, con lucros injustificados
propios de salteadores. ¿Y qué hacer frente a ellos? ¿Votar en blanco en espera
de mejor ocasión, cuando nuestro partido ideal nos salve de la
decepción?
“Me inclino a creer que la base y la garantía última de la democracia se
halla en las reuniones libres de vecinos en las esquinas de las calles,
discutiendo y rediscutiendo las noticias del día leídas en publicaciones sin
censura, y en las reuniones de amigos en los salones de sus casas, conversando
libremente”, concluía John Dewey. Pues eso. La tribu está amenazada por
los cuatreros. Por eso reaccionamos. O no.
Imaginemos una tribu,
con abalorios, con oros, con cachivaches. Muchos tienen joyas y todo tipo de
aderezos. Imaginemos unos nativos tiznados por el sol, sumamente bronceados, que
se desenvuelven con sus hábitos y sus normas. Imaginemos que los jefes de la
aldea, tan dispuestos, son cuestionados, objetados. Las tradiciones se quiebran
y los naturales no se sienten representados. Imaginemos, en fin, que vienen
antropólogos foráneos para echarles un vistazo. Quieren averiguar qué hay de
nuevo, de intrigante, en una horda tradicionalmente atrasada o mediocre y ahora
tan pujante. ¿Por qué fueron tan pobres, luego ricos y después sospechosos? Algo
ha sucedido para caer tan bajo…
Nota de la
Redacción: agradecemos a Foca
Edciones su generosidad por autorizar la publicación
de este extracto del libro de Justo Serna,
La
farsa valenciana (Foca, 2013), en Ojos de
Papel.