Esther Muntañola, <i>Flores que esperan el frío</i> (Trea, 2012)

Esther Muntañola, Flores que esperan el frío (Trea, 2012)

    TÍTULO
Flores que esperan el frío

    AUTOR
Esther Muntañola

    EDITORIAL
Trea

    PROLOGO
Berta Piñán

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-9704-656-5. Gijón, 2012. 64 páginas. 12,00 €



Esther Muntañola (Madrid, 1973)

Esther Muntañola (Madrid, 1973)


Reseñas de libros/Ficción
Flores que esperan el frío de Esther Muntañola
Por Marta López Vilar, lunes, 3 de junio de 2013
Siempre acostumbro a encontrar un título que acompañe a mis palabras. Esta vez confieso que ha sido imposible. Son dos los motivos que me lo han impedido. El primero, el libro del que vengo a hablar es uno de los que mejor se amoldan al título que la autora le ha dado. El segundo, porque hacía mucho tiempo que no leía un libro con un título tan hermoso. Las flores esperan el frío. Mucha delicadeza hay en esas palabras, mucho tránsito tibio que espera ser borrado alguna vez. Confieso que leer Flores que esperan el frío es descubrirse en la belleza, en medio de ella, con todo lo que de atroz puede llegar a tener. También confieso mi alegría por que la voz de Esther Muntañola (Madrid, 1973) haya llegado de nuevo a las librerías. Su voz poética no es de estruendos ni exhibiciones, parece escondida en el silencio que sólo la buena poesía tiene. Por ello, sus largos silencios entre libro y libro (su anterior libro es de 2003, titulado A favor del aire) hace que se intuya ese trabajo poético honesto que tanto necesita el panorama poético, pero no se deja de echar de menos sus versos.

Flores que esperan el frío (editorial Trea) es un libro hermoso, intenso, perfilado. Cuando se lee el último verso se sabe que nos hemos convertido en otra persona. Ahí, creo yo, radica el poder transformador de la poesía. Después de un buen libro se mira de otra forma.

 

Abrir este libro es situarse en medio de una tormenta, una tormenta que lo ha arrasado todo, como al irnos a dormir, de repente, llega el sueño y comenzamos a soñar. Nadie sabe qué nos ha llevado allí. Tampoco se sabe dónde comienza la tormenta. Se abre ante nosotros un mundo caído, con restos de belleza por el suelo. Creo que no hay belleza más terrible que la extinta, aquella que se muestra como un rastro de humo de un mundo que fue hermoso y ya no está. Desde ese instante, el libro inicia un itinerario de búsqueda donde hacerse existencia. Todo en este libro es existencia leve, que nace desde una raíz que deja ciego a quien la alcanza. Hay una voz que se presenta sola, desunida de algo, dividida de aquello que la nombra. No hay peor soledad que aquella que se sabe lejana a aquello que la hace posible. Por ello cada uno de los versos que nacen aquí se atan a todo lo viviente. De ese mundo derrumbado, arrasado por la tormenta cruel, nace la vida. La prologuista del libro, Berta Piñán, acierta en ver cómo todo se liga a lo pequeño para contemplar el mundo. Esa delicada compañía es la que favorece el viaje hacia aquello que está lejos y dota de sentido. En su poema “Sobre la superficie” escribe: Es como si las cosas se hubieran ido de ti o tú de las cosas/ y la belleza se mantuviera exacta, sobre la superficie,/ esperando ser vista,/ formando parte de esa capa de polvo/ que hace más hermosas las botellas, el vidrio, los armarios. Parece que la belleza se mantuviera indemne ante tanto frío pero, quién sabe si tal vez aceche a esa misma belleza ese frío amenazante. Ahí late este hermoso libro, en la espera goteante del frío, sabiendo lo efímero de ese nacimiento. Recuerdo ahora el poema “Pan y vino” de Hölderlin, allí se ve cómo el poeta que es hombre no puede soportar durante un instante la plenitud de lo divino que nunca llega a verse. No hablo aquí de esa divinidad, pero sí de una belleza que se sabe efímera, a punto de quebrarse. A cada paso que se muestra en todos y cada uno de los poemas de este libro puede verse. La explosión de la hermosura es efímera. La búsqueda de aquello que se ama, enraizado en lo más profundo del ser de quien escribe, se siente rodeada de fragilidad hecha carne y naturaleza. Dice su poema “Quise establecerme en la cercanía de tu piel”:

 

El cielo era una pantalla de cuarzo líquido

y los besos muertos se abandonaban en fríos ramales de orquídeas.

 

Mi corazón, juglar temerario

empeñado en arar tierra de piedra,

mordiéndose las alas y la arrogancia,

poseía el vacío,

la estepa blanca como heredad.

 

Y por más que quisimos atribuirle razones a la indefensión,

al dolor, no encontramos nada,

sólo la muerte.

 

La naturaleza del amor es su ausencia, el recorrido helado por parajes de nieve. La indefensión de lo amado se explica tan sólo a través de la muerte. Ese es el frío de las flores, aquello que arrasa con lo hermoso porque no soporta su plenitud durante mucho tiempo (esto acontece también en el poema “Indefensión”). Su poema “Dibujando” dice:

 

En el azul de la noche llenas tus ojos de agua, líneas teñidas de sol o de alambre, indicios de vida, flores pequeñas. […] Todo nace para ti en este instante que detienes.

 

Aquello que muere es aquello que salva, aquello que ha estado parado, sin tiempo, como tan sólo le ocurre al futuro –ese tiempo que nunca llega y siempre vive- pero cuando muere nos queda entre las manos el mismo frío de la nieve derretida entre los dedos. Sentimos el frío, pero no vemos aquello que lo provoca. Es el mundo de los hombres ciegos que tiemblan. Pero Esther Muntañola logra mostrar esto que digo con una delicadeza tal que no se hace irrespirable. Hay libros donde no existe el aire, donde todo se reduce a una habitación vacía llena de fotografías, como si su naturaleza fuera tan sólo morir y recordar. No es el caso de este libro. Todo lo lejano, todo lo que aguardó su frío y llegó sin piedad, es una presencia tenue que roza como rozaban los presagios.

 

Pero este libro no es un canto estoico a la resignación de la pérdida, sino todo lo contrario. Se nos presenta esa fragilidad para escribir aquello que puede quebrarla. En su hermoso poema “Preisner” concluye:

 

Conozco una partitura antigua

en la que crecen las notas, verticales, agudas;

sé que esas voces romperían la niebla.

Sé que esas voces romperían la niebla.

 

Confieso que me emocioné al leer estos cuatro versos –no fue la única vez con este libro-. ¿Cuántas veces una pequeña aparición –ya sea un poema, una voz, una partitura- no ha roto el corazón aparentemente inquebrantable del vacío? Y hay algo más en estos cuatro versos. Las notas crecen, como si fueran pequeños animales, pequeños seres vivos que llegan hasta quien lee el poema. Todo en este libro es un canto a la vida desde aquello que ya no está. Es hermoso y, además, está muy bien construido. En su poema “En tierra de Carlo Magno”, el poema se cierra con una salutación a la vida desde el encuentro de los cuerpos:

 

Sabes que no podría recorrer tu corazón en bicicleta

-no podría andar en tu corazón cerrado-;

así que bebamos, quiero reír esta noche,

quiero llorar esta noche,

quiero bendecir esta noche

con tu cuerpo.

 

Respiré el aire de los Carmina de Catulo en estos versos, pero siempre con una naturalidad que hace que la poesía de Esther Muntañola haya sido hija de una gran tradición, pero completamente independiente. No se encuentra en sus versos la contorsión de la influencia, el rictus de hierro de lo otro. Eso hace que el lector se sienta agradecido, al menos yo así me siento.

 

Este libro nos ofrece lugares pequeños, manos que aguardan la lluvia y el calor, la respiración breve de lo vivo. No me queda más que mostrar mi felicidad por su existencia, su más que merecida existencia.


***

SELECCIÓN DE POEMAS

(efectuada por Marta López Vilar)

 

YO YA NO SÉ SI TENGO TU BOCA

Al amanecer crece luz blanca
entre los edificios, luz en ámbar,
luz tendida
sobre el cielo abarcable de los amantes.

En tanto,
en todo este vacío despiadado,
llevamos a solas el cuerpo a casa.

La obstinación de la vida cada mañana. 

 

LUZ

 

Intensamente llega la luz

y todo lo desborda.

 

La tierra cada vez más abierta

como un humano corazón,

el mío.

 

 

A TRAVÉS

 

El mar es el cielo desde aquí.

Luces temblonas como candiles en el agua

iluminan el azul. Las manos

huelen a tierra cuando escribo esto,

como si el agua de lejos les diera vida.

 

He nadado ese cielo de calles altas, inclinadas.

Voy dejando mi ropa en el camino. Son las siete,

tiempo para ver.

Pájaros, atentos, me miran el alma.

 

El cielo es el mar desde aquí;

y el insomnio,

y la ley del aire.

 

Quiero respirar de nuevo algo que siga vivo.

 

 

FLORES QUE ESPERAN EL FRÍO

 

La noche volvía enferma al mar, nos detuvimos en el ámbar de la luz marchitándose, en el agua de los días que se fueron. Teníamos un poco de luz sobre las manos, en los límites de nuestros cuerpos azules, en el cabello sumiso al viento, esparcido. Teníamos la certidumbre de la derrota, del verano en fuga hacia mel horizonte, de las salamandras pequeñas que recorrían la terraza, de las flores que esperan el frío. Teníamos la boca triste, la piel triste, los ojos tristes insumisos, el silencio abrochado, la última cópula, la última verdad mintiéndonos deprisa. Existimos en nuestras sombras alargadas sobre sal, en nuestros ojos poseyéndose indecentes ante el cielo, en los pájaros, que llegaban de la nada a disputarse la tierra. Éramos hermosos. Nuestra piel olía a vida escandalosamente.

 

 

TAMBIÉN LLEGA LA NIEVE

 

También llega la nieve.

Cubre tu corazón, el agua, la tierra seca del invierno.

Llega la nieve

y es bendición su silencio

sobre las cosas,

su silencio en el mundo.

 

Hermosa como una mirada

en el asombro de la vida.