Un título equívoco; una
escritora de la que desconocía su existencia y por tanto no había leído… Creo
que está claro mi “por fortuna”: si te hacen un regalo ahora, afortunadamente no
te lo habían hecho antes. A lo mejor le resulta contradictorio. Tan
contradictorio como que se muera el corazón, la máquina que impulsa la vida. En
cualquier caso se lo digo con la mano ahí mismo, en el corazón: es un gran
regalo leer libros que se viven. Y eso aún cuando el segundo personaje más
importante de la novela (Anna), en la página 20 considere todo esto “Uno de esos líos de familia desprovistos de
la menor dignidad”.
Con dieciséis años
cumplidos, Portia, hermana de Thomas (el marido de Anna) solo por parte de
padre, ya huérfana, va a vivir (supuestamente), durante un año a casa de su
medio hermano. Una boca más que
alimentar no es un problema en el elevado tren de vida de esta familia. A Anna
la podríamos considerar una mujer rica. Página 198: “Las mujeres que compran por teléfono no
conocen los placeres del verdadero comercio. Las mujeres ricas viven tan
distanciadas de la vida que muchas veces no llegan a ver ni su propio
dinero”. Sin embargo desde las
primeras páginas la incomodidad, el malestar, el rechazo, la antipatía que
Portia (de comportamiento intachable en su nuevo hogar), genera en Anna es uno
de los caminos por los que periodicamente transita todo el relato. De hecho a lo
largo de toda la obra hay una especie de periódica llamada a subrutina (por
hacer un símil informático) a ese tema recurrente, y en una especie de espiral,
de algodón de azúcar que engorda conforme el azúcar da vueltas en la máquina, se
van sumando materiales que dan fe. Vuelta a lo mismo, el lector no debe perder
de vista la leve sensanción de que su protagonista estorba, no debe enfriarse en
él el efecto ciertamente incómodo de ser testigo de una historia moderadamente
desapacible, y la autora da en el blanco. Porque sospechamos y se nos confirma
que Anna puede ser una mala persona, pero luego hay un lado más humano de esa
Anna que se ¿flagela? pensando en qué es lo que tiene esa chiquilla para
producirle semejante repulsión, y ese es el primero de los logros técnicos de
esta novela (que en algunos pasajes más interiores, más reflexivos, se acerca
peligrosamente a la para mí inasible escritura de la Virginia Wolf con la que se
le compara y de la que es coetánea): ser capaz de crear esa Anna tan
contundente, pero que sin embargo se mueve en una zona tan difusa de los valores
analógicos, del blanco al negro pasando por el gris claro y el gris marengo.
¿Tenemos que detestarla o perdonarla?
Y la duda es un
smog que nos niebla la visión emocional de los personajes más
"londinenses". Hay en ellos lo que llamaríamos en inglés un "biasing", una
deriva que se aparta del valor fijo y nos despista respecto a si debemos
considerarlos más amigos que enemigos de Portia o viceversa. Sea el caso de
Matchett la sólida gobernanta en la que intuimos cierto sesgo de desequilibrio a
juzgar por la veneración casi religiosa que profesa a los muebles, a la
limpieza, a la necesidad enfermiza de estar ocupada, y que sin embargo es la más
cercana a Portia (se puede decir,
la más preocupada por su felicidad y por los peligros que acechan a esa hembra
en ciernes). O el odioso, donjuanesco, y no del todo cuerdo Eddie, protegido y
títere bufo de Anna. Y el peso pesado Saint-Quentin Miller (con solo dos
apariciones fugaces es capaz de desplegar lo que suponemos es la superficie de
toda su mezquindad y tiene tiempo de acusar a los demás de sus propios
pecados).
Lo mismo que no nos
bañamos dos veces en el mismo río, nada en este libro permanece inmutable.
Elisabeth Bowen moldea al narrador a
conveniencia y con total acierto, y si el que cuenta a Anna es estirado y
distinguido, el que narra por ejemplo a la señora Heccomb (la antigua gobernanta
en casa de la familia de Anna) es relajado,
amigable.
Así que no debe
extrañarnos que cuando nos trasladamos con Portia a Seale en la costa del condado de Kent,
precisamente a casa de la señora Heccomb (“Waikiki” nada más y nada menos se
llama la casa, así que ya podemos imaginar lo lejos que está de la engolada
Windsor Terrace), descubramos una cantidad ingente de detalles domésticos
incluida una lista de la compra en la página 198, los literales de alguna
correspondencia que Portia recibe, páginas enteras de su diario íntimo… El libro
se puebla ahora de personajes
recios, claros, contundentes, de una pieza sin costuras, ruidosos y hasta
levemente vulgares. Tal es el caso de los hijastros de la señora Heccomb (a
quienes Anna considera poco menos que Atilas del buen gusto y el refinamiento) y
sus amigos, que eso sí, hasta son capaces de llamar la atención en el tranquilo
club Pavillion de su localidad. Página 219: “…Portia encontraba en Waikiki la honrada dureza del estado primitivo,
donde reina el máximo de rigidez…”
Pero al corazón de
Portia lo mata no solo el rechazo (hablo en sentido figurado, no estoy
desvelando ningún final). También ayuda la certeza de saber que se empieza a
transitar por la vía de la soledad, su peso opresivo tras la muerte primero del
padre y después de la madre; las barreras que el mundo empieza a descubrirle a
esa adolescente (afectivamente desvalida, al fin y al cabo); las rendijas por
las que se va filtrando la evidencia de la falsedad vital en que permanecen
instalados Anna y Thomas. No me voy a extender en detalles demasiado
reveladores, así que solo voy a transcribir un párrafo de la página 74: “En su vida hogareña (en su nueva vida
hogareña, tan llena de enigmas, era testigo del constante disimulo de la gente y
se preguntaba, no sin candor, por qué razón todo el mundo afirmaba cosas que en
el fondo no pensaban, mientras callaban lo que pensaban realmente.” Y voy a
dar un nombre clave y un brochazo: Comandante Brutt. Hasta ahí le digo, lo demás
es cosa suya.
Terminando por el
principio le digo que antes no he tenido ocasión de alabar lo agradable que es
que en las primeras veinte páginas de un total de cuatrocientas dos, uno ya esté
metido en el ajo como si fuera de la familia. Es realmente confortable que el
relleno de gomaespuma venga después, cuando uno va necesitando que lo aparten de
ese ambiente “opresivo” de Windsor Terrace.
La verdad es que “La muerte del corazón” es un título que
uno no puede sacarse de la cabeza. En su doble vertiente. O sea, que de una
parte la novela deja huella. De la otra,
el título no hay por donde cogerlo si uno quiere leer el libro en un espacio
público: ¿un hombre sin tunning metrosexual leyendo un título rosa? Tenía que
soltarlo otra vez, qué remedio. Página 108: “Brutt solía dar por sentado que la gente
sentía lo que decía.”