Como explica el editor en su breve prólogo, en la
Nochebuena de 1881 Wilde se subió al vapor “Arizona” dispuesto a travesar el
Atlántico. Llegó a territorio norteamericano a principios del año siguiente y
permaneció allí – entre Estados Unidos y Canadá – hasta enero de 1883. Tras unos
meses en casa, regresó otra vez a Nueva York en agosto de ese mismo año para
asistir al estreno de su obra de teatro Vera o los nihilistas. Aunque el
objetivo del primer periplo americano había sido dar a conocer su obra a través
de una serie de conferencias sobre “El Renacimiento inglés” y “La decoración del
hogar”, dos temas muy wildianos, lo cierto es que el viaje fue una experiencia
de conocimiento mutuo y recíproco. Los Estados Unidos conocieron a un Wilde que
recorrió buena parte de su geografía, de Nueva York al Oeste, pasando por
grandes ciudades como Chicago o Boston; y Wilde conoció al pueblo americano, del
que nos dejó una original y mordaz
descripción en sus “Impresiones de Norteamérica”, el primero y más largo de los
textos ahora reeditados. La crítica de este dandy victoriano a la sociedad
estadounidense se adelanta en varios aspectos a lo que luego dirán algunos de
los europeos que viajaron por aquellos lares a lo largo del siglo XIX y la
primera mitad del siglo XX, cuando el abismo que separaba lo americano de lo
europeo todavía parecía insalvable. Como no podía no ser de otra forma, a
nuestro autor – un romántico impenitente y cultivador de la belleza – le llamó
la atención la predilección de aquellas gentes por la ciencia y la tecnología en
detrimento del arte. La pesadez de la maquinaria que lo invadía todo y el ruido
insoportable de esas grandes ciudades donde la vida es vertiginosa y mecánica,
son algunos de los reproches lanzados por el escritor a una civilización por la
que sintió atracción y rechazo a partes iguales.
Ahora bien, a pesar de esta crítica generalizada a la
falta de gusto estético del americano medio, Wilde quiso dejar claro que el
ciudadano estadounidense no tenía un pelo de tonto y que, solo por su defensa
del derecho al voto, “merece la pena ir a un país capaz de enseñarnos la belleza
de la palabra libertad y el valor de
la emancipación”. Y es que, como dice
en otro de los textos aquí antologados, el hecho de que los americanos no tengan
una gran cultura humanística – en el sentido europeo de la palabra, si es que lo
tiene – no debe inducir al error de pensar que son gente sin formación. Según el
autor de Dorian Gray, “no existe un norteamericano estúpido. Hay muchos
americanos que son repelentes, vulgares, molestos e impertinentes, como muchos
ingleses; pero la estupidez no es uno de los vicios nacionales. En Norteamérica
no hay lugar para los necios. Esperan que hasta un limpiabotas tenga cabeza, y
así es”.
“La invención americana” y “El hombre americano” son dos
ensayos cortos en los que se invierte la perspectiva y el protagonista ya no es
el Englishman que visita la Gran Manzana y el Salvaje Oeste, sino los americanos
con quienes Wilde se cruza en su Londres. En el primero de ellos nos cuenta la
visita que hicieron a la City en 1887 el circo de Buffalo Bill y la actriz
norteamericana, Cora Brower-Potter. De él sorprenden sobre todo las elogiosas
palabras dedicadas por el escritor a las jóvenes americanas (no así a sus
madres, a las que juzga aburridas y malhumoradas), de quienes ensalza su belleza
y saber estar. El segundo es un retrato en clave humorística – aunque no por
ello exento de argumentos – del hombre americano que se pasea por Londres sin
pena ni gloria. De él dice nuestro autor que es “el Don Quijote del sentido
común”, porque su pragmatismo de “hombre de negocios” es tan absurdo que acaba
resultando de todo menos práctico. Por eso, concluye Wilde con una extraña
paradoja, “lo más curioso de la civilización norteamericana es que las mujeres
son mucho más encantadoras cuando se alejan de su país, y los hombres cuando
están en él”.
La
antología se cierra con un texto poco conocido: una emotiva semblanza del
escritor americano por antonomasia que lleva por título “El Evangelio según Walt
Whitman”. De esta lectura personal del autor de Hojas de hierba rescato unas
premonitorias palabras finales en las que, adelantándose nuevamente a lo que ha
dicho la mayor parte de toda la crítica posterior, concluye que, si no para
sus compañeros de gremio, que tal vez no lleguen a entenderle, Whitman será un
autor que no pasará inadvertido para los filósofos y pensadores del arte: “No
debemos situarlo entre los littérateurs profesionales de su país,
novelistas de Boston, poetas de Nueva York y similares. Él es diferente y el
principal valor de su obra está en lo que tiene de profecía y no en su
realización. Ha dado comienzo a un preludio de temas más liberales. Es el
heraldo de una nueva era. Como hombre, es el precursor de una nueva clase. Es un
factor en la evolución heroica y espiritual del ser humano. Aunque la poesía lo
haya dejado pasar, la filosofía tomará nota de él”.
En
definitiva, creo poder decir que lo que ha publicado Rey Lear es una pequeña
joya para paladares exquisitos y amantes del corrosivo humor de este inmortal
autor que no solo se resiste tenazmente a caer en ese olvido literario en el que
ya yacen muchos de sus coetáneos, sino que reaparece una y otra vez en escena
para seguir sorprendiéndonos. No sé si estos pequeños ensayos alcanzan la
categoría de “alimento del alma”, pero sí son un excelente bálsamo – un
antídoto contra la infelicidad –
que nos recuerda la necesidad de tomarnos lo trágico de la existencia con mayor
distancia, con más ironía. Y eso, que parece tan poco, es en los tiempos que
corren una lección impagable.