La
editorial Polibea ha publicado esta Antología personal del poeta gallego
José Cereijo (Pontevedra, 1957). Es un libro necesario. Y es necesario porque la
obra de Cereijo debe entenderse como un viaje de observación del mundo. En este
libro se reúnen poemas de sus libros Límites (1994), Las trampas del tiempo (1999), La amistad silenciosa de la luna (2003),
Apariencias –libro en prosa, pero que
mantiene el tono poético- (2005) y Música para sueños
(2007).
Es la
poesía de Cereijo el ejemplo más claro de la hondura, pero no de una hondura
oscura, irrespirable. Su mirada es tan diáfana que atraviesa la existencia de
las cosas para nombrarlas poéticamente. Esa misma hondura, casi quirúrgica, hace
que su palabra sea precisa, exacta. De hecho, el mismo acto de leer la poesía de
Cereijo ya es un ejercicio de marcado ritmo, de golpeo incesante que nunca está
sin compás, que tanto me recuerda a mi primera lectura en latín de los Tristia de Ovidio. Recuerdo ese golpe al
pronunciar su “Cum subit tristissima noctis imago…”. Parece que la poesía se
convirtiera, de esta forma, en hija directa del tiempo. A cada palabra dicha, un
tiempo marcado, comenzado. El poema “Ese día” se inicia:
Hoy
pienso en ese día, que será como tantos
-voraz,
suplementario, azul, indiferente-,
y en el
que una vez más, pero ya no habrá otra,
mis ojos,
mis oídos, recobrarán el mundo.
La poesía de Cereijo es un eterno encuentro
con el mundo, que es una manera de encontrar el tiempo, la existencia. Y dentro
de ese encuentro –encuentro lejano de lo epifánico y muy cercano a la naturaleza
callada de las cosas- se encuentra uno de sus temas centrales: el amor. Puedo
decir que la poesía de José Cereijo es amorosa, pero este amor aparece como los
dioses –esa es su religiosidad, la panteística, por cierto- de la antigüedad:
metamorfoseándose. Cereijo cambia el cuerpo de ese amor de manera constante.
Encontramos, por ejemplo, ese amor construido en ausencia, con verso firme,
reconocido frente a sí mismo. No puedo dejar de mencionar uno de los poemas que
más me sobrecogieron desde la primera lectura –hace ya algunos años-: “Nunca”,
de su libro Las trampas del
tiempo:
Esa
ausencia es, lo sé bien, una mutilación irremediable;
es un
triste muñón, que llevaré conmigo hasta la muerte.
También
es, a su modo, forma y prueba de amor, de lúcido
y
[humillado amor,
de
devastado y verdadero amor, que ofrezco a tu recuerdo.
Ese
“nunca” tan devastador que borra para dejar un rastro en forma de memoria –la
memoria es el rastro más doloroso, también el más fiel- es, paradójicamente, lo
que reconstruye ese amor que no aconteció. El amor ensoñado, pero igual de real,
se abre paso entre las páginas de la obra de Cereijo. Así aparece en su hermoso
libro de haikus La amistad silenciosa de
la luna:
Soñarte
hermosa,
feliz, y
en otros brazos.
Pero
soñarte.
Es, sin
duda, la poesía de Cereijo una poesía de la reconstrucción desde el vacío. Pero
cuando hablo de reconstrucción no hablo de un directo o indirecto idealismo
romántico de sentimentalismo fácil –algunos ejemplos tenemos en nuestra rica
poesía española-. Poco hay de eso en la obra del poeta gallego. La emoción es
acallada, tranquila, contemplativa y contemplada. Hay cierta exactitud en el
diálogo emocional de la poesía de Cereijo. Nada sobrepasa, nada falta. Está todo
ahí, como engendrado por un minucioso trabajo de evocación humana y necesaria.
El poeta está allá donde haya estado un solo pedazo de su vida. Recuerdo el
poema “Pájaro muerto”, de su libro Música
para sueños:
Velado
por la muerte,
tu
pequeño ojo oscuro me mira todavía,
con algo
que no sé si es pregunta o respuesta
o está ya
más allá de todo eso.
Has sido
entre nosotros
un fugaz
visitante:
tan leve
que no hacías temblar una rama ligera,
tan leve
que es difícil decir, una vez muerto, si has llegado a
vivir.
Pero
también tus ojos recogieron, no obstante, toda la luz del
cielo;
también
tu cuerpo breve se estremeció al placer, luchó con el
dolor;
en tu
pequeña mente floreció, océano de hondura ilimitada,
la gloria
incomparable de estar
vivo.