Mi último suspiro, desde la casi
literalidad del título, pues la obra apareció primero en francés (Mon dernier
soupir)
e inmediatamente después en español, en ambos casos aproximadamente un año antes
de la muerte -acaecida en México el 29 de julio de
1983- del cineasta aragonés, recoge las vivencias que un Luis Buñuel
anciano y, en ocasiones, transido de angustia ante la progresiva desaparición de
sus recuerdos, quiso legar a la posteridad al percibir que sus capacidades
físicas y mentales se iban debilitando y que su vida se acercaba a su
fin.
No se trataba, a tenor de lo
anterior, de un empeño de última hora, aunque sería inexacto afirmar igualmente
que la redacción de este libro, como las memorias de un Neruda o un Alberti, le
ocuparon la mayor parte de su vida. Y no pudo ser así, de un modo no exclusivo
pero en todo caso fundamental, porque Buñuel, como él se encarga de subrayar
desde el inicio, no fue un hombre de letras, de modo que, hasta que no dio con
la persona que sería finalmente la encargada de trasladar sus experiencias al
papel, este proyecto, que luego se iría elaborando a intervalos durante largos
años, no pudo cobrar visos de realidad.
Este médium –considerarlo
simplemente como una especie de ilustrado amanuense sería rebajarlo innecesariamente, amén de
una fútil injusticia, máxime cuando la idea de escribir el libro partió de él
mismo- fue uno de los grandes amigos y uno de los colaboradores más constantes y
brillantes de la última etapa de Buñuel como director. Hablamos de Jean-Claude
Carrière, el guionista al que el de Calanda conoció en el Festival de Cannes de
1963 y con el que escribió obras tan relevantes dentro de la filmografía del
realizador español como Belle de Jour
o El discreto encanto de la
burguesía. De las entrevistas que ambos mantuvieron entre rodaje y rodaje,
entre reunión y reunión, de lo que uno, incitado con frecuencia por su
interlocutor, contaba y de lo que el otro iba anotando, fueron surgiendo –así,
sin libros de por medio ni material suplementario- unas memorias que, a pesar
del largo periodo de gestación, en ocasiones pueden dar la sensación de ser
apresuradas, sin que con este calificativo se pretenda acusar a sus autores de
haber incurrido en desmaña o ligereza, mucho menos apuntar, aun
subrepticiamente, a la comisión de un delito de urgencia, al sentir el más
directamente afectado que el tiempo se agotaba. En absoluto, aunque el estilo es
directo, como suele decirse de línea clara, la obra no adolece de una falta de
estructura ni carece de un innegable propósito de ceñirse, como en un guión, a
una estructura perfectamente secuenciada. Así, el orden cronológico solo es aquí
y allí interrumpido por la oportuna inserción de algún que otro capítulo
colateral, como el relacionado con la interpretación de los sueños –tema tan
capital en su obra- o aquellos en los que se detiene a detallar algunas de las
filias y fobias que con mayor fervor han acompañado al director de Viridiana –ya sea a modo de inventario o
de manera monográfica, como cuando habla de un modo fácilmente comprensible por
todos de “los placeres de aquí abajo”-, que a modo de despiece periodístico
remansan el relato y complementan con sabrosos detalles el recorrido biográfico.
La alusión, pues, viene motivada por esa especie de sensación de velocidad que
le imprime al relato el ritmo trepidante con el que están contadas las
innumerables anécdotas y pensamientos de los que se quiere dar cuenta en las
apenas trescientas páginas que conforman la obra, y que transfieren a ciertos
epígrafes la impresión de no ser más que meros esbozos.
Y es que con Buñuel, como con
buena parte de los grandes artistas e intelectuales del siglo XX, sucede que es
tal el cúmulo y la calidad de las peripecias vividas que, de haber existido tal
voluntad y a poco que se hubieran querido incorporar algunos sucesos extras o
simplemente desarrollado los presentes, la extensión total de las memorias
fácilmente se podría haber triplicado. Si la existencia de cualquier español
corriente que superase los setenta años y que hubiera vivido en este mismo
período histórico daría para rellenar un volumen bien vasto, qué cabría esperar
de un hombre de cine que conoció en primera persona la II República, la Guerra
Civil o el exilio; que tuvo entre sus más íntimos amigos a Dalí o Lorca, que
trabajó en Hollywood pero desarrolló la mayor parte de su carrera en México, que
fue una celebridad en Cannes o Venecia antes de ser agasajado por hombres como
John Ford o Hitchcock, que escandalizó a España y a medio mundo y que, por si
fuera poco, supo convertir a sus películas, además de en cautivadoras obras de
arte, en enigmas sobre los que han derramado manantiales de tinta desde
eminentes psiquiatras hasta los más circunspectos filósofos, pasando por otras
muchas clases de exégetas.
Desde la inicial evocación del
hundimiento en las tinieblas de su propia madre, que llegó a no reconocer ni a
sus hijos y que rebosa patetismo cuando el propio Buñuel recuerda a renglón
seguido cómo él mismo había despreciado siempre a aquella figura del “memorión”
escolar, ése que sabía decir de carrerilla fruslerías como la lista de los reyes
godos; hasta la última voluntad explicitada con que cierra la obra –ese deseo de
poder levantarse de entre los muertos cada diez años para comprar el periódico,
¡él!, el mismo que odiara la sobreinformación de los tiempos modernos, solo para
leer los “desastres del mundo”-; en todo ese intervalo que abarca una vida
entera, una confesada voluntad de fijar aquellos momentos memorables, aunque sea
simplemente para enunciarlos y, tachados con una raya diagonal, poder pasar
tranquilamente a otra cosa, sustenta el volumen.
Con la amnesia como horizonte
amenazador poco importa, nos dice Buñuel, que los recuerdos se ajusten
exactamente a la realidad o que estén traspasados por la imaginación y el
ensueño. Ante una confesión semejante, enfrentados a cualquier otro, podríamos
caer en la tentación de reprocharle su falta de autenticidad, su aire teatral,
su interesado afán por resultar trivial al colocar sobre el relato un manto de
calculada incredulidad. También, podríamos, defraudados, echarle en cara
aquellas palabras de aquel obsesivo explorador del yo, André Gide, cuando
escribió que las memorias eran siempre “sinceras a medias”. Pero en el caso de
Buñuel tenemos que dar por bueno, como él mismo señala en todo momento, que sus
errores y dudas forman parte de él tanto como sus certidumbres, ya que tan
vitales y personales son las unas como las otras, y así debemos aceptar con
naturalidad que no será él el primer hombre en, transformando sin querer un
recuerdo, “hacer una verdad de nuestra mentira”.
Al margen de esto, lejos de lo
que pudiera imaginarse, no son los años de sus grandes éxitos profesionales por
los que parece mostrar un mayor apego. Al contrario, a quienes esperasen hallar
aquí una explicación pausada del autor acerca de sus propias películas, aun de
aquellas más reconocidas –circunstancia que podría beneficiarse del hecho de que
Carrière es un verdadero especialista en cine y, particularmente, en la obra de
Buñuel: al que dedicará, por cierto, años más tarde su autobiografía Para matar el recuerdo- quizá les decepcione descubrir que a
cintas como El ángel exterminador,
una de las obras de su filmografía sobre las que más se ha escrito, no dedique
más que unas escasas líneas, y no sucede de un modo muy diferente con las demás.
Sí es cierto que a lo largo de todo el volumen, Buñuel va dejando caer de su
zurrón un reguero de pistas que nos facilitan el poder avizorar qué hondos
resortes activan algunas veces su imaginación hasta desembocar en la proyección
final de todo aquello en la pantalla pero, sigue siendo, en cualquier caso, a
los años de infancia, juventud y formación a los que dedica, en proporción,
mayor atención.
Desde la evocación de la pobreza que vio -aunque no
padeció, por venir de familia de posibles-, durante su infancia en aquella
Calanda en la que “la Edad Media se prolongó hasta la primera Guerra Mundial” y
que más tarde recrearía, desplazando algunos cientos de kilómetros el eje, ya en
plena España republicana, en el documental “Las Hurdes. Tierra sin pan”; hasta
el recuerdo de los atronadores tambores de Calanda por Semana Santa; pasando por
sus clases con los jesuitas, que terminaron expulsándolo del colegio; o las
primeras visitas a aquellas primitivas salas de cine de Zaragoza donde junto al
pianista existía la figura del “explicador”, Buñuel se detiene gustosamente en
esta primera etapa de su vida que culminará en los años decisivos de su paso por
la Residencia de Estudiantes. Precisamente, dentro del capítulo dedicado a este
último periodo destacan, como no podía ser de otra forma, los epígrafes en los
que explica sus relaciones con algunos de los grandes personajes de la época y,
especialmente, con sus grandes amigos Lorca y Dalí. Al primero, al que quiso
entrañablemente y al que dedica emocionadas palabras de cariño –para
Buñuel, lo de menos era su teatro o su poesía, toda vez que “la obra maestra era
él”-, lo “defiende” incluso ante el supuesto “afeminamiento” que algunos le
imputaban; con el segundo se muestra algo menos cálido, aunque achaca en
exclusiva a Gala –a quien llegó a agarrar del cuello en Cadaqués, lo que no
gustó mucho al autor de La tentación de
San Antonio- la transformación en un “Avida Dollars” del pintor que
propiciaría la ruptura e irreversible distanciamiento entre los dos escritores
de Un perro
andaluz.
Sus reflexiones sobre el cine
son, evidentemente, copiosas. Su formación en este arte durante décadas –como él mismo afirma-
mirado con cierto desdén por la intelectualidad como una especie de atracción de
feria, queda perfectamente descrita. Desde que comenzó a colaborar en la prensa
como crítico hasta que en París dio sus primeros pasos como aprendiz del oficio,
pasando por sus primeros proyectos vanguardistas en España tras conocer a los
surrealistas en Francia o probar suerte, hasta en dos ocasiones distintas, en
Hollywood, hasta desembocar -después de que la guerra civil española abortara
cualquier posibilidad de hacer carrera, quién sabe si providencialmente para su
obra- en un tardío y prácticamente inesperado éxito en tierras mejicanas, desde
donde su genio irradiaría a todo el mundo, puede seguirse –que se me perdone la
expresión al hablar de alguien que detestaba la Ciencia- su artístico periplo
con entomológica precisión. Pero, no solo su trayectoria como cineasta está
definida y aderezada con todo tipo de alusiones y anécdotas –como las que hacen
referencia a los intérpretes con los que colaboró, de Pedro Armendáriz a
Fernando Rey, de Francisco Rabal a Michel Piccoli, de Silvia Pinal a Catherine
Deneuve o Jeanne Moreau- sino que también aprovecha Buñuel para hablar de
aquellos maestros que le sirvieron de inspiración y estímulo, entre los que
habría que destacar, por ser los primeros en dejar su huella en el joven
aragonés, genios como Eisenstein, Pabst, Murnau y, “sobre todo”, Fritz
Lang.
De ideas comunistas antes que
anarquistas por motivos que él mismo refiere durante la guerra, activo militante
republicano, “ateo gracias a dios”, según feliz expresión acuñada por él mismo,
tenaz cultivador de manías pese a ser un declarado partidario de la regularidad,
amante de la soledad –“a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de
vez en cuando”-, tampoco faltan en la evocación de este inconformista portador,
“por encima de todo”, de una “conciencia poética” -según lo veía Tarkovski-, sus
reflexiones sin pretensiones sobre los más distintos asuntos: desde esa misma
psicología que, tras convertirlo en objeto de estudio, termina por declararlo
“inanalizable”, hasta su “horror a comprender” –ese afan de “empequeñecer,
mediocrizar…”- que se combina con la “felicidad de recibir lo inesperado”, en lo
que supone su personal e intransferible
canto a la libertad que nace de la imaginación, que se nutre del misterio
y que supone la auténtica fuente creadora de la que emergen sus
películas.
Luis Buñuel en Hollywood (1972). En casa de Georges
Cukor en Los Angeles, California. Al fondo, de izquierda a derecha: Robert
Mulligan, William Wyler, Georges Cukor, Robert Wise, Jean Claude Carriere y
Serge Silberman. Al frente: Billy Wilder, Georges Stevens, Luis Buñuel, Alfred
Hitchcock y Robert Mamoulian (fuente de la foto:
cinema16.mty.itesm.mx)
Sin embargo, a lo largo de
este itinerario vital en el que se trata casi todo –sin excluir esos temas de
los que hay que cuidarse de hablar en la mesa, como la religión o a la
política-, podemos encontrarnos también con un hombre que, si bien menciona a
una legión de personajes, tanto conocidos para la mayoría como anónimos, y pese
a que su ejercicio diste de ser uno de esos exámenes de conciencia en solitario
que practicaron con anterioridad figuras tan relevantes como Rousseau o
Constant, se cuida mucho –algo que se ha ido convirtiendo en cada vez más
infrecuente- de proteger su círculo estrictamente familiar. Tal es así que,
aunque no tenga empacho en discurrir acerca de su educación sexual, de fantasear
con sorna al hablar de aquellas orgías con Chaplin que nunca tuvieron lugar,
incluso de rememorar algún lance amoroso de su primera juventud que
inevitablemente terminaba en fiasco, una natural inclinación hacia el recato
–que se evidencia, por ejemplo, cuando le afea a Louis Aragon el uso de algunas
expresiones soeces- termina imponiéndose y descubrimos efectivamente que bajo el
en apariencia blasonador se oculta un hombre tímido y hasta, para según qué
cosas, chapado a la antigua que, bien puede estar dispuesto a abrir sus sueños
al mundo, pero que prefiere guardar bajo un talar atuendo aquello que solo a él
le pertenece y que, en consecuencia, en la más estricta intimidad debe ser
preservado. En este sentido, y de un modo probablemente involuntario,
Buñuel/Carrière se habrían ceñido, al menos en este punto, a aquel deslinde
efectuado por el crítico alemán Bernd Neumann, para el que las memorias se
detendrían “ante el ámbito privado, terminando justamente allí donde comienza la
autobiografía”.
De este modo, aunque al final
el provocador no escandalice tanto (y menos al enteradísimo lector del siglo
XXI), aunque nos quedemos con ganas de conocer más cosas y con mayor
profundidad, se alza con la victoria de nuevo el prodigioso contador de
historias, aquel al que le pediríamos con una copa en la mano, que contara una
más. Una última. Una de Lorca, de Dalí, Gala o Bergamín; una de Alberti, Breton,
Gómez de la Serna o Chaplin; o quizá aquella de cuando fueron a sacar a Sáenz de
Heredia, el primo de José Antonio, de la “checa”; o, por qué no, de aquella vez
que los grandes maestros de Hollywood organizaron una comida en su honor en Los
Ángeles; no, mejor, del día aquel en que, ya hecho un hombre hecho y derecho, se
disfrazó de mujer en un rodaje sin que nadie le reconociera; o de cuando…
De todo aquello, en
definitiva, que nos pudiera ayudar a mantenerlo vivo, aunque ahora solo sea en
el recuerdo, sin necesidad de que el protagonista de los hechos tenga que
despedirse de un lugar por miedo a no volverlo a ver. Allí, donde Buñuel siga
contándonos su última broma, la de hacer llamar a un cura para pedir la
absolución por todos sus pecados para ver qué cara ponen esos viejos amigos
descreídos que se arremolinan en torno a su lecho.
Desde
hace treinta años ese lugar existe y tiene forma de libro. Y
respira.