Watergate fue una bola de nieve. Comenzó con el arresto de unos ladronzuelos
en las oficinas de un partido político y creció hasta pasar al habla popular
como apellido de escándalos con tinte político: “Irángate”,
“Lewinskygate”, “WhiteWatergate”, “Migragate” and so
on. En México tenemos nuestra propia cosecha: el “toallagate”
ocasionó la renuncia de un administrador de la casa presidencial; el
“AguasBlancasgate” culminó con la caída de un
gobernador.
Para siempre
vinculado a Watergate quedó el nombre
del Washington Post, rotativo
que documentó el caso desde su inicio y cuya perseverancia contribuyó a una
alerta social que puso al descubierto en la Casa Blanca una conspiración
criminal. Mas pese al romanticismo de la película Todos los hombres del
Presidente y del aluvión de reportajes y libros que brotaron a la vera de
Watergate, no puede decirse que los medios hayan derribado a
Nixon. Fue el Poder Judicial el que encontró elementos para la destitución, y
fue el Presidente quien eligió renunciar antes que ser defenestrado. El caso
confirmó lo que desde 1922 había observado Lippmann: “Los medios no dicen a la
gente cómo pensar; sí le dicen en qué pensar”. Es decir, conforman
la agenda social.
Watergate no fue un accidente, como no lo es la supuración que se pone al
descubierto por una incisión de rutina. Fue el resultado de una época turbulenta
y de la participación de actores cuyas personalidades fueron como agentes
reactivos que precipitaron y pusieron al descubierto la trama de una
conspiración desde el poder.
Si se comienza en sentido inverso, Watergate no estuvo en la agenda de los
electores en particular ni en la de la ciudadanía en general durante 1972. Ello
explica que Nixon hubiese sido relegido por el más alto porcentaje de votos en
la historia del país. Los estadounidenses en aquel momento tenían en la mente,
para citar de nuevo a Lippmann, imágenes distintas. Watergate se hizo parte de la agenda
social y comenzó a presionar a la agenda política cuando los medios comprobaron
que Nixon y sus colaboradores mintieron deliberadamente.
En la Casa Blanca, la agenda fue ocultar la
verdad, mentir sin medida y utilizar las herramientas que fuesen necesarias,
independientemente de su legalidad, para evitar que se hiciera pública la
conspiración organizada para dañar a los enemigos políticos de
Nixon.
De junio de 1972 cuando se descubrió el
allanamiento, a mediados de 1974, la agenda de los legisladores republicanos se
centró en la defensa de Nixon y la descalificación del Post y los medios
que crecientemente abordaban temas de Watergate. Los demócratas, por su parte,
utilizaron las informaciones de los medios para desgastar a la administración
Nixon y, en el 74, para sustentar el inicio de los procedimientos legislativos
para defenestrar al Presidente.
Hoy sabemos que Mark W. Felt, el segundo de a
bordo del Buró Federal de Investigaciones (fbi por sus siglas en inglés) fue la
fuente del Post apodada
“garganta profunda” y que operó no por amor a la verdad y para preservar
los valores de la nación, sino en beneficio de su propia agenda, que era ser
nombrado director general de la agencia a la muerte de J. Edgar Hoover. Cuando
Nixon designó a un director ajeno a la comunidad de inteligencia y los mandos de
carrera clamaron que ello dañaría al aparato de seguridad interna del gobierno,
Felt utilizó su contacto con los reporteros del Post para combatir la designación
presidencial.
Watergate en sus inicios, por lo menos de junio a octubre
de 1972, casi exclusivamente estuvo en la agenda del Washington Post. A
Katherine Graham, la dueña y editora, le advertían desde diversos ambientes que
su empresa corría el peligro del ridículo y del escándalo al sobredimensionar la
importancia de un “robo de tercera”.
Por lo menos hasta el tercer cuatrimestre de 1973
no hubo en otros diarios de gran circulación una reacción en cadena respecto a
las informaciones de Watergate
publicadas por el Post. En este sentido se confirma el postulado de que
no basta que un tema aparezca frecuentemente en las noticias para hacerlo parte
de la agenda. Si no aparece resaltando algún aspecto de un problema, o si sólo
se resaltan sus aspectos positivos, el asunto pierde urgencia y, por lo tanto,
la agenda se colapsa. Si, por el contrario, el tema muestra cada vez una cara
distinta, la agenda se refuerza.
El senador Robert Dole, a la sazón presidente del
Partido Republicano, acusó al Post de estar a sueldo de la campaña
presidencial del Partido Demócrata, mientras que a diario el vocero de la Casa
Blanca, Ron Ziegler, aparecía en las noticias para expresar su “horror” por el
“periodismo execrable” del Washington Post.
Al interior
del diario, Watergate no contaba con
el consenso de la redacción. Varios jefes de sección opinaban en las juntas
editoriales que el asunto estaba colocando en riesgos innecesarios al periódico.
Para Richard Harwood, responsable de la sección nacional, la cobertura del
asunto estaba al borde de la fantasía, una investigación carente de lógica que
bordeaba en la paranoia. A eso se añadían las crecientes descalificaciones
políticas del diario por parte de políticos respetados. No menos inquietante era
la noción que el Post también tenía un problema de “gargantas profundas”
al interior al servicio del gobierno.
Este
ambiente fue descrito años después por Leonard Downie, uno de los editores
durante el caso: “Nos sentíamos pequeños, no grandes o poderosos […]. Sentíamos
una enorme responsabilidad. No creíamos que el Presidente fuera a renunciar y la
noche en que eso sucedió casi todos enfermamos. Era un grupo pequeño el
involucrado. De eso se trata este negocio. Eso todavía es lo que hace la
diferencia. Fueron tiempos duros, nada brillantes. Muchos le advertían a
Katherine Graham que arruinaríamos su periódico”.
La agenda de los medios fue azuzada por una Casa
Blanca y una clase política republicana cada vez más reactiva y más hostil. Al
inicio de su segundo periodo, Nixon ordenó tomar acciones de venganza contra el
diario que comenzaron por la puesta en subasta de las licencias de televisión de
la empresa editora. Esto, combinado con una gracejada sexista de un alto
funcionario contra la señora Graham, y la creciente convicción de que la Casa
Blanca mentía para encubrir acciones ilegales, endurecieron la agenda noticiosa
de los medios.
Watergate tuvo consecuencias importantes en la relación de los medios con el
poder público, y su estudio ayuda a comprender con mayor claridad el papel de la
prensa en la fijación de la agenda política. La batalla que se libró en los
tribunales, en mucho continuación de la que suscitara el caso del “expediente
secreto del Pentágono” un año antes, en 1970, tuvo efectos profundos en la
relación de la prensa con el gobierno en aquel país y, como las ondas de agua
que levanta la caída de una piedra en un estanque, en otras partes del
mundo.
Hay una
extendida creencia de que el presidente Nixon renunció al puesto como
consecuencia directa de las publicaciones del diario The Washington
Post sobre el caso Watergate.
Sin embargo, pese a que el rotativo fue el primer medio en dar a conocer el
asunto y lo mantuvo en sus páginas desde junio de 1972, no influyó
determinantemente en la agenda ciudadana. Tuvieron que darse una serie de
acontecimientos sociales, de política interna y externa, y económicos, para que
Watergate fuera percibido como el
tema clave en la agenda social y fuese retomado en la agenda
política.
Watergate revivió la vieja discusión sobre la paradoja de la importancia que
atribuimos a los medios en la democratización de las sociedades y la importancia
relativa que éstas dan a aquéllos. Quienes se apresuran a señalar que la mejor
prueba de que “la prensa” es “el motor” de la democracia y ejemplifican con el
papel desempeñado por The Washington Post en Watergate y la primera renuncia de un
Presidente estadounidense, suelen pasar por alto que en noviembre de 1972,
cuando los pormenores del asunto tenían seis meses en la primera plana del
Post y que Walter Cronkite, el “Gran Padre Blanco” de la televisión, “el
hombre con mayor credibilidad en Estados Unidos” hiciera suyo y validara
periodísticamente el caso, Nixon ganó su segunda elección presidencial por el
más amplio margen de votos en la historia.
¿Qué sucedió? La
respuesta se debe buscar en el papel que realmente juega la prensa en la
democracia. Tiene que ver con lo que Hamilton llamó “el estado de ánimo” de la
sociedad, otros “las imágenes en nuestra mente” o la “construcción de las
agendas". Parece indiscutible que la
prensa provee no sólo información, sino el marco conceptual en el cual se
ordenan la información y las opiniones: no únicamente los hechos, sino una
visión del mundo. Así, los actores políticos se ven obligados a configurar sus
mensajes al modelo propuesto por la prensa y esto influye en la percepción del
proceso político que tienen las audiencias.