Tras intensa actividad
académica y vital en espacios próximos a un exilio impuesto y elegido, con
cadencias sorprende con poemarios a los que la crítica “oficial” no suele estar
atenta, al igual que en numerosos casos, máxime en aquellos cuyos autores no
deambulan por cenáculos, jurados o entornos propicios a la deuda o a la
devolución de favores o quizá sea necesario el olvido para aquellas creaciones
de fondo seminal que necesitan germinar llegado su tiempo.
Sin más preámbulos, estamos,
en opinión de quien escribe, ante un poemario nacido en el vértigo, en el
vórtice de la palabra, principio de quién, desde la quietud o la voracidad del
corazón, se abisma cautivado por la misma, perteneciente a quién busca la
transparencia del ser entre palabras nacientes o recuperadas, pero todas
preñadas de secreta claridad que necesitan de la escritura vehicular para dar
rienda al “sentir iluminante” (María Zambrano) propio. “Sentir que es
directamente conocimiento sin mediación –afirma la filósofa- o conocimiento puro,
que nace en la intimidad del ser”, un modo o capacidad para actuar sobre la
cruda realidad, para liberarla de opacidades o rudezas, para transfigurarla. De
este modo “Dejó su mansión,/ la palabra aprendida/ en el claro tardío/ y se
aventuró en el laberinto…” (pág. 12), pero “y antes de la palabra/ buscaba la
huella de lo incierto/ en su vuelo,/ pues lo cierto/ nos cierne en su frontera…”
(pág. 14)
En este poemario se intuye
cierto derrumbe biográfico, rupturas, revelaciones del otro y visión del propio
rostro, pero, a la vez, es irreductiblemente humano y el autor se expone, a
través de la escritura, para adentrarse en el territorio de las infinitas
posibilidades, donde habitan los indeclinables, goce y dolor, la vida.
"Caminabas incierto,/ gaviota perdida,/ buscando, siempre buscando” (pág. 23). Y
esta peregrinación se salva y sustancia, para salvarse del abrumador nihilismo,
en la palabra, en la memoria. “Desde la nada/ sin nadie/ hacia el silencio/ un
obscuro silencio…” (pág 123), pero “…sin palabra/ se eterniza el silencio” (pág.
29). La palabra libera el silencio, recupera la memoria y con la ayuda del dios
de la escritura, Toth.
Las palabras navegan entre
ínsulas extrañas. Es necesario invocar el oráculo de los sentires y una llamada
interior flexible cual caña levantina para atraparlas; se precisa un
conocimiento sensible o sentiente,
quizá en esta comparecencia sea precisa una vez llegada desde Helvetia, en el
desierto del exilio, para escucharla y esperar, para interiorizarse en los
territorios del recuerdo, de la memoria. “Siempre y a veces/ tornabas a la mar
desde tus exilios o en peregrinos hacia tu tierra…/ Paseabas anhelando
respuestas/ cuyo murmullo ignorabas…/ Fue un atardecer y en silencio/ acudías a
tu memoria”/ (pág. 21).
La nostalgia, la tierra, la
soledad, el amor y siempre la memoria se asoma a esta palabra transparente y
mediterránea devenida desde el exilio para manifestarse como conciencia de lo
perdido: “se canta lo que se pierde” (Antonio Machado).
Palabra y memoria se aúnan y
cosen, se zurcen en poesía matriz y cóncava, pero exigen una lectura de
“participación insumisa, una distancia” (José Ángel Valente) para aquietarse en
los brazos de Mnemosyne y penetrar en los territorios del olvido, en el magma
personal del poeta, quién es potente y distendida voz resuena en ecos
ensordecedores. No soporta ni el olvido ni el silencio, (Cfr. “Antes de la
desvelación de los abismos”, pág. 109), lugares “donde habite el silencio” (Luis
Cernuda).
La poesía, se dice, es memoria
viva y pura recuerda lo que los poderosos olvidan. Se suele preguntar en la
morada del poeta con frecuencia a la hora de la vaciedad y, a través de la
palabra, rompe los cercos indefinidos, pues la verdad acucia y no puede ser
rehuída, sino afrontada. No es el poeta un cobarde. Se abisma. Se atreve y se
acerca a las lindes de la luz y de las sombras. (Cfr. los poemas: “Salía,
buscaba”, pág. 12, “Hacia la muerte”-pág 15, y el largo poema “No había nacido
el eco”-pág. 129).
Todo el poemario resuena pleno
y vivencial a jícaras de vida desgranadas en versos que el poeta “no impone, se
expone” (Celan) en un descenso a los infiernos- (ínferos es la palabra que Verdú
elige)- desde el vasto campo del recuerdo recogido desde la
infancia.
A través de versos o cordeles
anudados Verdú deja que el río de Heráclito, la vida, fluya y no se coagule,
pero estos recuerdos y vivencia no caen en la fácil nostalgia sino que procuran
ser permanencia, pues atrapa y recurre a todos los radicales de los humanos y
nos los dona con su palabra
sentiente.
“La palabra es prosa. Los
agujeros de la palabra tienen alma” (Juan Gelman). Son seminales, heridas
llegadas desde “manantial sonoro y oculto/ que busca su cauce/ hacia la unidad/
de un perdido/ pulso” (pág. 36), “…y sin palabra se eterniza en el silencio”
(pág. 29). Es la palabra el acicate para adentrarse en las entrañas. Es taladro
de la memoria, que camina desde la identidad a la alteridad utilizando un
lenguaje en conflicto y en consuelo, el poema como promesa catárquica: “Desvelo
la mudez y en su queja/encarnó su palabra” (pág. 9).
Una vez más se cumple el
mandato machadiano: “El alma del poeta/ se orienta hacia el misterio” y
“mientras haya un misterio para el hombre/ ¡habrá poesía!” (Gustavo A.
Bécquer).
Joaquín Verdú no teme a los
misterios, llegado a la madurez ahonda en el silencio, en la incomprensión, en
la deslealtad, en el amor sufrido o el engaño. Estos y otros contenidos los toma
y expone, los desvela y guarda, pues es sabedor que si el misterio se desvela en
su totalidad desaparece, ya que “llegamos tarde amigo. Ciertamente los dioses viven todavía, /
pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en un mundo distinto”
(Hölderlin).
No es hora de desprenderse de
lo propio de los humanos. Son tiempos de miseria. Los hombres deben rebelarse
frente a lo incómodo, sonsacar los demonios, exorcizarse, y, ¡bien lo sabe
Verdú! Ya que se atreve a abrir trochas entre la niebla. Nadie le ayuda. Los
dioses tampoco, pues "el dios de los poetas ni afirma ni niega, sólo lanza
señales"(Heráclito). El amor, el dolor, las amistades, la infancia, Juan Manuel
Cobo, el amigo que se fue (pág. 126), David Blanco, el amigo que llegó (pág.54),
y otros le rodean y acompañan, el puro recuerdo, en esperanza.
El desasosiego y la desazón,
la ternura y la expectación navegan en versos íntimos, ajenos al ornato de la
palabra, en tono vivencial y desde la intimidad doliente. Este poemario es un
fruto maduro, nacido de la serenidad propia de quien brega en la vida y descubre
la belleza y sus misterios, el desamor y sus avatares, el ritmo de la vida y sus
oleajes.
Memoria, silencio, palabra
encarnada, nostalgia, desvelos y el "otro", el prójimo está presente tras cada
poema y es tratado con piedad, aquella que exigen los maestros de Verdú, Antonio
Machado y María Zambrano: ”La piedad es un saber tratar adecuadamente con el
otro" (El hombre y lo divino). Piedad
con el “otro”, con lo “otro” (las cosas) y el “yo” para evitar el desamor y sus
desgracias, para dar paso a la intimidad a fin de que sea lo menos suficiente
posible, para amar, aunque este amor se encarne en los cuerpos que el poeta no
deja de abrazar.
En Senderos de niebla, Joaquín Verdú ordena
al poemario en siete apartados aparentemente diferenciados. A todos los unen los
sempiternos temas poéticos a los que el poeta no renuncia y bellamente nos
propone y expone antes de que retorne nuevamente al silencio para volver al
desvelamiento de la mudez y en su queja encarnar su palabra como refiere desde
el primer poema.