El
miedo a las cosas y a nosotros es -sospecho- el motivo más jugoso que debe armar
DeLillo, Don DeLillo, cuando trata de carearse
con un procesador de textos. Como nosotros (para leerle, claro). Y todo esto,
que ya invita a reflexionar con la bronceada dramaturgia de un Rodin, asumiendo que el motivo de lo
que sigue, Cosmópolis
(2003), no es -ni de largo- una novela de novelas, y tampoco apunta a
suplente en la intrincada obra del padre de Ruido de fondo
(1985); o, al loro, ‘must’ ineludible para entender lo literario al
margen de Oprah Winfrey.
Bien, ya, pero el caso es que ahora, en plena gira de un capitalismo del
desastre que -entre nosotros- cada vez se parece más al desastre del
capitalismo, Cosmópolis aporta otra
reformulación para ese sangrante pretoriano del sistema. Que conocemos de sobra.
Que -en fin- tanto nos gusta. El casi yuppie, el ejecutivo estrella, tan sólido
en su envoltura como hueco (estomacalmente hablando), fumigado, vaciado desde
dentro. Lo dicho, de nuevo: la estatua de Rodin.
Los conflictos de la clase
‘supra’ interesan. Y mucho. Recientemente, breviario: de la explosiva erupción
del ampuloso suplemento de prensa -moda, viajes, linajes- al manual iconográfico
que con tanto acierto rescatan Mad
Men, Pan
Am o Downton
Abbey. No importa que el zeitgeist luzca tocado, cerrado por
derribo, sino al contario, importa integrar un esplendor dolorosamente extraño
-por ajeno- a modo de bálsamo (según una nostalgia protésica tan en boga: sentir
añoranza por lo que nunca experimentamos). En resumen, somatizar carencias y
deseos y (si nos dejan, que lo harán) consumir una versión debidamente devaluada
de estos. Aunque aquí, es verdad, arranca una historia distinta. Parafernalia
del poder. La hechicería del capital y sus héroes y toda esa papilla doctrinal
que nos enseñaron a detestar para acabar cayendo en la cuenta de lo bien que nos
describía. A nosotros. Que éramos, pensábamos, los otros. Algo de eso dice Thomas Frank: La conquista de lo
cool (Alpha Decay, 2011).Y perdón por el desvío.
Solos en la ciudad
Así que, en
estas, DeLillo introduce al tal Eric
Packer. O uno: un trasunto lírico del Patrick Bateman que se inventaron Ellis y Harrony los salivazos de una muy fosilizada
crítica oficial. O dos: un eco más o menos
transparente del típico guiñol con epígrafe particular en “Vanity
Fair”; sirve el minusvalorado Sherman McCoy de La hoguera de las
vanidades (Tom Wolfe,
1987). O tres: un despiadado cruce del bien abastecido prohombre
renacentista y ese chico tan avispado de la oficina de moda (cualquiera, no lo
sé: Standard and Poor’s). O cuatro:
un muestrario del párrafo anterior embutido en un metro y noventa centímetros de
altura. O -leemos- un tiburón de Wall Street y/o Madison Avenue enclaustrado en
una limusina de aspecto extraterrestre que cruza la ciudad para cortarse el
pelo. Hasta ahí, premisa. Packer, que sueña en yenes, se laxa con poesía y
computa amantes (además de esposa), avanza hacia una catarsis tan predecible
como lo fueron las de sus antepasados literarios. Así que DeLillo, tal y como procede, cronometra el descenso con la
pericia habitual pero, qué decepción, no hay más. Ya está. Porque Cosmópolis se agota en cuanto rebasa las
costuras del modelo que viste Packer, la acorazada carrocería de su sedán. La
parte contratante de la primera parte, es decir, la segunda, resulta ser ese
otro DeLillo (menos bueno) que
poetiza en torno al asfalto y sus hábitats, los tiempos y contratiempos de la
vida programada. Y sus miserias. Pero Don, amigo, ya nos lo habían contado,
de memoria. Y en aquellas, por lo menos, lo pasábamos mejor.
Qué nos pasó
Aún así el
hechizante retrato del patricio nos sirve. No ya por la innegable calidad
literaria, sino porque, seguramente, su silueta funcione hoy como un código
fundamental para descifrar una cultura socioempresarial que -asentimos al
unísono- diseñó y cimentó los resortes del cataclismo. De ahí los motivos para
leer Cosmópolis. Los ‘supra’ y su
terapia particular dibujan las sesiones de los ‘business’. El desapego
emocional. La identidad anulada. Lo cool y sus ausencias. En la ciudad, por
supuesto. Una ciudad que no es ciudad y sí averno, que respira bajo el temor a
una violencia imprevista, tan insólita que aún está por relatar. Vuelos
interestatales. El cielo no se apaga. El hombre del
salto. World Trade Center: también. Leitmotiv analgésico, la
última gran tragedia americana palpita tras la fábula urbana de esta cara B -más
C que B- de Don DeLillo. Y Cronenberg (David) que tiene a punto su
versión en imágenes, de estreno navideño quizás. Y nosotros que, si nada cambia,
lo contaremos aquí.
“El problema de la vida es que siempre es
contemporánea”, teclea DeLillo.
Vale, nos quedamos con eso.