Mas en esta recopilación que comentamos, La escuela
de Wallace Stevens, editada y traducida por la discípula del catedrático de
Yale Jeannete Lozano Clairond, editora de Vaso
Roto (2), no puede darse ese bache casi abisal de aquella
su obra cumbre pues todos los poetas reseñados pertenecen a un área de
influencia concreta —“lugar” adorado por el profesor Bloom— o más bien a una
“escuela” formada por los herederos de Wallace Stevens, “creador que navega con
la vela en llamas” en acertada metáfora, y que surca incendiando todo aire que
espira el gran poeta modernista. Afirma Lozano Clairond en su texto
introductorio, tras asistir a los seminarios de traducción de Bloom, “que
una línea de poesía es una línea de sangre, un linaje, una escuela, una
tradición”, entendiendo como tal el conjunto de patrones culturales que una
generación hereda de las anteriores. Pero también sabremos que “existe un solo
libro: suma de voces donde cada una confirma y a su vez desdice lo dicho:
reinventa, transita, desanda (…) pues el mundo se piensa por el arte; estar en
una tradición significa no seguirla, romper con el canon, plantear otras formas
de entender y fundar una nueva realidad. La palabra es fruto de lo vivido, y
solo lo vivido se puede imaginar”.
He querido incluir esta larga cita pues
representa lo que siempre he creído personalmente acerca del eco repetido de la
voz de los poetas sobre las simas que se abren bajo su vuelo, sombras reunidas
sobre todo en torno a la angustia de la muerte, aunque ello suponga cierta
contradicción sobre el concepto inalterable de los cánones profesado por H.
Bloom, que cree como Platón en el acceso iniciático a lo eterno que supone la
extinción de la vida. Sin embargo, el gran lector y profesor Bloom y su
inteligente alumna han hallado juntos en este libro el resplandor de una luz en
las bienamadas auroras del otoño que el gran poeta Stevens percibe al caminar
por la playa como hombre ya viejo exhalando este clamor: Y aunque veo, mis
ojos están vacíos. Otra luz le aguarda más allá de Poniente,
sacralizada, pues:
Hay
o debería haber un tiempo de inocencia.
Como
principio puro. Su naturaleza es su fin,
Que debería ser, y tal vez no ser
aquello
Que llama a compasión al
hombre compasivo,
Como un libro en la noche,
bello pero irreal,
Como un libro al
amanecer, bello y real.
Esto es lo que dice sentir W.
Stevens en la “Aurora VIII”. Pero el anciano poeta también contempla las auroras
como una gigantesca serpiente que se despliega al conjuro de su penetrante luz
cuando la escena se centra en su nido: “Los ojos abiertos —comenta Bloom— no son
sino estrellas cautivas en la aurora, dominio de la sierpe”. Aunque el poeta
dudará: ¿Es la inmensa luz sólo otro origen mítico, el abandono del huevo o bien
lo aparente al fondo de la caverna platónica? Y en los versos de “IX”
declara que/Este es nuestro drama: vivir atados a un sueño./ Tal el destino
de la acción del destino./. Hay pues, o debería haber entonces, como él
mismo intuye, solamente mito, engendrado por el sueño y en él anclado...
Pero Harold Bloom no da nunca puntada sin
hilo, y en las notas de su seminario trazadas por Jeanette L. Clairond, se
apunta que “el poeta nos entrega el paraíso tal como hicieran Milton, Blake,
Dante, Lezama, y que se halla descrito en La Cabala, el misticismo judío, el
sufismo, el atomismo: todo lo que convive y habita en el corazón de esta escuela
centrada en la meditación, flujo del brillo entre la criatura y el Creador.
Stevens escucharía entonces la chispa divina de Meister Eckhart, quien bañado en
el pensamiento de Avicena y San Agustín, imagina la emanaciones que se
desprenden de una Emanación Superior.” Este pensamiento —y con ello concluyo
para adentrarme en los poetas que escribieron en su estela—, se completa con la
afirmación: “Los poetas aquí reunidos integran misticismo, naturaleza y
pensamiento aunque a veces se tenga la sensación de que han abandonado su
religión para sublimarla y hacer de ella gnosis, un saber más que
conocimiento, sabiduría, más que verdad”. Aunque ya en sus “Adagios” Stevens
haya expresado claramente su indiferencia respecto a esta: A la larga, la
verdad no importa. Exacto: “Hay o debería haber”.
Un saber más que un conocimiento… he aquí
algo que hubiese complacido enormemente a Zambrano, que expresó la misma idea a lo largo de su obra.
Pero que citada en el contexto que se nos propone tiene la virtud de rescatar al
poeta, a los poetas, de las elucubraciones creacionistas que a menudo detectamos
en Harold Bloom y algunos de sus seguidores. En este mismo sentido se expresará
Hart Crane “al rescate”, en su obra cumbre, “El Puente”: (…) Daos prisa que
la verdad nunca es sincera: muerte, sueño y deseo/ envuelven en el agua la
flor/. Todos los poetas creen, como apuntala acertadamente la excelente
antóloga, que el mundo sería verdaderamente mundo si hubiera un modo de libertad
para modelarlo cada día, porque: (…) Ya desnudos, ¿quién puede tolerar la
luz?/ Y es tan fría la verdad, tan fría/ como la rodilla de un
gigante/, en cita de la queja expresada por John Ashbery en su “Mundo
Ulterior” para apostar con claridad por la purificación, ascesis órfica que en
opinión del prof. Bloom es la veta nativa en la poesía estadounidense (el
orfismo). Como podemos leer en los versos finales de su poema “Noche en
el campo”:
Hay
crecimiento en el conocer.
Quizá podamos
permanecer aquí, cautelosos, pero libres
En el límite, según ruede el carro
sin vacilar
En el abierto espacio, la
increíble violencia y el ceder
La agitación
es nuestro camino.
Debemos sin embargo llegar al principio fundamental sobre el que
Bloom, autor de los quince textos introductorios de los poetas congregados —los
dos que completan la cifra de 17 poetas que figuran en el libro, Wadsworth
y Li-Young-Li, han sido agregados por J. L. Clairond— con los que ha querido
construir esta “escuela” poética, nueva joya canónica para su corona: “El
impulso poético que afirma el poder de la mente sobre el universo de la muerte
nace con Hamlet, pasando por los románticos tardíos —Milton incluido—, hasta
alcanzar la poesía de Wallace Stevens, quien en “Las auroras de otoño”
paradójicamente experimenta este impulso y, aún así, prosigue, a pesar de su
aparente derrota. Si existe el poema sublime en la tradición literaria
estadounidense de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, “Las auroras de
otoño” es a mi juicio, junto con “El Puente” de Hart Crane, un paradigma a
seguir.” Mas en esta guía del orfismo “à l’américaine”, las raíces sangrantes de
la cabeza de Orfeo han dado frutos diversos, aunque sean pura “nada”, sólo
poesía, salvo en la creencia inalienable de uno de sus principios sacrosantos:
Hablaré a quienes es lícito, cerrad las puertas, profanos (3). Sin
embargo, aquí, en el fragmento del Canto VI de “la Auroras” también podemos leer
que:
Es nada si no está contenido en un solo
hombre,
Nada hasta que pierda su nombre y
sin nombre
Quede y se destruya. Él abre la
puerta de su casa
En llamas. El creador con la vela
observa
Un boreal resplandor ondeando en el
marco
De todo lo que es él. Y siente
miedo.
Es en este postrero “sentir miedo” ante el
sobrevuelo del abismo al que está abocado el ser sabiéndose profano ante lo
desconocido, donde se contiene toda la esencia de la poesía, sea norteamericana
o escrita en sus antípodas: el creador libra en su interior la batalla entre lo
consciente y lo inconsciente e intenta reimaginar su propia realidad en el poema
que cuelga del contexto de la historia de la palabra hablada y luego escrita. Lo
cuelga entre Cénit y Nadir y lo abandona a su suerte mediante signos
inteligibles en la lengua que tiene a su alcance. El universo poético, como
decía Vico y aduce Bloom, se conforma mediante imágenes ambivalentes, inciertas,
nombradas con el fin de encontrar aquello que las origina: Verum, ipsum,
Factum, “el resultado del hacer” que nos guía en el tránsito del desierto
del silencio.
Ahora bien, como todo poeta se
nutre de su circunstancia personal, de su propio caminar sobre el alambre/puente
de plata y nube sobre la sima que separa muerte y vida, de sus vivencias
infantiles, enfermedades, amores, miserias o placeres, lecturas y carencias,
diremos que toda norma preestablecida para juzgar su obra suele ser injusta o
incompleta. Por ello, tras las directrices marcadas por el maestro Bloom y
recogidas admirablemente por J. L. C. en sus impecables traducciones e
introducción, trataremos de retratar con flashes rápidos (“rayos que no cesan”)
algunas flechas del pensamiento bloomsténico sobre cada uno de ellos, dejando en
cada una la muestra de su opinión —muy resumida, forzosamente— y de alguna
estrofa o “morceau choisi” propio de cada uno de los poetas, cuestión de
brevedad necesaria en un ensayo periodístico que pretenda ofrecer un panorama lo
más completo posible al curioso lector. El libro y su calidad académica e
histórica lo merecen. Resaltemos sin embargo antes de comenzar, que aquello que
predomina a mi juicio en todos ellos, respetando los criterios del autor, se
trata de la Ananke, esa Ausencia que es raíz fundamental en todo
orfismo —junto a las deidades predominantes, Eros o Fanes y
Dionisio-Baco. La consecuencia, para todo amante de la historia del pensamiento
norteamericano, sería que de una base religiosa hondamente calada en su
sociedad, los poetas han escapado de las certezas que ofrecía —como al propio
Orfeo— el culto “políticamente correcto” a Apolo (el Sol león) para escoger la
humilde yerba donde, aunque seca, podían escuchar “el alma de la tierra” en su
plenitud, barro rojo de vino y sangre sobre la que danza Dionisio. Comencemos
pues, entrecomillando las valoraciones magistrales:
Wallace Stevens (1879-1955): Bloom
dice de él: “El hombre que camina por la arena —el poeta de sesenta y ocho años—
se queda en blanco, observa un vacío, su mirada habita en la blancura, en el
contexto de un hueco universal, al darse cuenta de lo insignificantes que le
resultan todos sus poemas. La aurora boreal, al amplificar el cambio, lo
confronta con la ruina.” La memoria se diluye en el resplandor de aquella luz,
se convierte en significantes como estos versos:
Aún así, ella se destruye, se
disuelve.
Ella da transparencia. Pero ha
envejecido.
Su collar está tallado, no es un
beso.
Las suaves manos son ademán, no
caricia.
Hart Crane (1899-1932): “La negación o limitación en Crane es un
Destino que apenas difiere del de Eliot. Toda la coda de la poesía de Crane, así
como la de su vida misma, es “La Torre rota”, donde la transmutación órfica
permite el triunfo final”:
Y entré así al mundo
roto
Para rastrear la visionaria compañía
del amor, su voz
Un instante de viento
(hacia dónde arrojado)
Y sin aferrarse a una
desesperada decisión.
“Al morir, Crane poseía aún el “privilegio
de la juventud”, y “La torre rota” es la única conexión que lo confirma, pues su
acerado conocimiento, al ir contra sí mismo, le permite reconstituir la poética
estadounidense, pneuma o destello de una
gnosis.”
Elizabeth Bishop (1911-1979): ”En
“El Fin de Marzo”, poema supremo de Bishop, culmina el maravilloso tropo del
“sol león” de origen stevensiano, aunque aquí sea utilizado contra la figura del
pensamiento de Stevens, para quien el león es emblemático, tanto de la poesía
como de la fuerza destructora; o del poeta cuando intenta utilizar el poder de
su mente sobre el universo de la muerte. El gran esplendor de esta figura se
halla en “Una noche más en New Haven”:
Dios de cada león del espíritu
es un gato si acaso una lisa
transparencia
que solitario brilla con
nocturno brillo.
El gran gato debe perdurar
poderoso frente al sol.
May Swenson (1913-1989): “Al igual
que en “El Puente” de Crane, Swenson intenta prestar un nuevo mito a Dios,
quien seguramente lo requiere. Todo menos mormona en cuanto a sus creencia
familiares, poseía sin embargo una sensibilidad mormona, y creó una serie de
dioses al modo de los Zoas y Emanaciones de Blake y de Enoch, el Metatrón de la
Cábala. Uno de sus poemas por los que siento mayor inclinación se titula “Vasta
Naturaleza”, con su maravillosa transformación de la Naturaleza en un
Hombre-Dios”:
Las generosas caderas expulsan al pequeño
dios
desde coágulos de selva verde
desde la región pélvica de las
montañas
Se cría en los henchidos pechos de las nubes
lo mecen los brazos
del mar
Amy Clampitt (1920-1994): “Poeta que en su
mejor momento se une a Marianne Moore, E. Bishop o May Swenson; es parte de una
tradición que incluye a Emily Dickinson y W. Stevens y que culmina con “Se abre
un silencio” que junto con “Hacia el Oeste” establece un esplendor canónico que
los hábiles lectores nunca permitirán que muera, como este
fragmento”:
Más allá del
tapiz
del
unicornio la
doncella
(por el hombre
creada por
gusanos devorada)
Dios en su
cadera
incipiente
sin transfigurar
algodonados
jacinto y
prímula
crece
silvestre una fresa
desazón
terrores nocturnos
desvanecida luz
terrena
sobrenatural
mascarada
(seremos
transformados)
se abre un
silencio
James Merrill (1926-1995): “Merrill no deja de asombrarme. Creyó en un futuro
civilizado, como lo muestra en “Perdido en la traducción” y en “Las cataratas de
McKane”. Sin duda estamos ante un artista del verso comparable a Milton,
Tennyson y Pope, y que será recordado como el Mozart de la poesía
estadounidense, como un clásico del barroco, maestro de la cambiante luz,
manifestación de una perfección que destruye”. De “El vaso roto”, estos
versos:
Ni lúcido ni autocontenido
artificio,
Al fin, solo fuego y
hielo,
Un mundo en peligro. ¿Cómo
triunfa
El vaso a pesar de su escasa
notoriedad
Y defiende la armonía frente a la
disonancia
Y de fragmentos crea otro,
íntegro,
Dentro de nosotros, que
sentimos
Nunca ha de romperse, o tornarse
menos generoso?
A. R. Ammons (1926-2001): “ Ammons, en particular, se presenta como el poeta
del intransigente control geométrico de la tierra sobre los hombres. “Ensenada
Corsons”, como otros poemas, es sublime en su vacío y apegado a la magia de la
línea pura del límite, la frontera absoluta. Esto significa sabiduría y derrota.
Ammons tuvo que aprender a ser distinto de lo que era y regresar de nuevo a los
orígenes, con una exigencia cada vez mayor. El canon de la poesía estadounidense
lo insertará en la tradición quizá mas profundamente de lo que él mismo
pretendía”:
(…) ningún camino de ida es para
quedarse, quédate
aquí, la manzana una
manzana con su propio matiz
o pincelada, el
trago de agua, el sorbo.
John Ashbery (1927): “Su primer libro “Ciertos árboles” se mantuvo como promesa
durante mucho tiempo, promesa que finalmente se cumplió. Ahora Ashbery se acerca
a lo que es un gran poeta. “Alivio súbito” habla por la vida
artística de su generación, pero sobre todo por el sentimiento generalizado de
despertar al riesgo y peligro de la situación marginal de un hombre en el umbral
de la madurez, (…) Ashbery dirige la adoración dionisiaca principalmente a la
Ausencia”:
Para reducirlo todo a su mínima
expresión,
Y al fin libres, insignificantes
frente a nuestros límites.
Esa era nuestra
ambición: ser pequeños, claros y libres.
W. S. Merwin (1927): “El acento de la tradición Pound-Eliot fluye interminable
en la más autoconsciente desnudez de estos versos, y aún reconociendo que el
último Merwin apenas si se aproxima a esta imposible autocreación, me parece más
impresionante. Esta aguda fase se percibe como un constante intento de fe en si
mismo, bajo la convicción de que solo de esta manera podrá el poeta ver”.
Frg. de “Para el aniversario de mi muerte”:
Cada año sin darme cuenta
dejé pasar el día
Y Cuando las últimas
llamas se despidan de mi
Y el silencio se
ponga en marcha
Viajero
incansable
Como fulgor de una estrella sin
luz
Entonces ya no
sentiré
Que estoy en el mundo con un traje
ajeno (…)
John Hollander (1929): “Así como los hombres alcanzan tardíamente la visión
adecuada de la mujer (el mundo de Hollander aparece impregnado por la obsesión
de Lilith, la primera mujer de Adán según el Zohar —la acotación es mía),
así los cabalistas y gnósticos alcanzan tardíamente la visión de la divinidad.
El logro de John Hollander consiste en haber sido capaz de asumir esa
tardía revelación o divinidad o apertura a la entrada de la mujer en su mundo.
Mezcla del temperamento gnóstico o cabalístico, su logro esencial es soñar sus
propias pesadillas y haber alcanzado, si no lo universal, sí el situarse
atinadamente en el predicamento de la poesía contemporánea”. Frg. de “La
cabecera de la cama”:
¿Dónde es dónde? Donde la fragilidad
del instante
se extiende en el débil muro,
donde la filigrana ámbar
como una veta de oro en el mármol es su almohada.
Donde tupidas parras se aferran frías a lo
blanco
De su ojo haciéndose polvo, donde la
cabellera
Traspasa el mundo. Aquí es donde.
Y allá
La calavera que reconoce un muro
lejano:
Dos ventanas vacías, con persianas y
entre ella
La mancha oscurecida del espejo.
(…)
Mark Strand (1934): Bloom dedica la mayor parte de su reseña sobre Strand a
vincularlo con la voz de su maestro Stevens, sobre todo en el poema “Bahía
Oscura”, que alaba “como una maravillosa muestra del talento, tal vez más
reservado que expansivo” del poeta. Tras dejar abundantes muestras de tal
devoción, Bloom reconoce que en “Una noche más en New Haven”, Strand “con
innegable talento se desvincula de su maestro al evocar el vaso de leche,
despojando al texto de toda posibilidad metafísica”. Frg. de “Elegía para mi
padre”:
Todo ha terminado y nadie te conoce.
Hay una luz estelar deslizándose en el agua oscura.
Hay piedras en el mar que nadie ha visto.
Hay una ribera y gente
esperando.
Y
nada retorna.
Charles Wright (1935): “Se asemeja en su generación a Marck Strand; no porque uno
recuerde a otro, sino porque ambos destacan por la seriedad y excelsitud de su
obra y heredan, además, lo mejor de sus inmediatos antecesores, John Ashbery,
James Merrill y A. R. Ammons. El propio modo de trascendencia negativa de este
poeta americaniza el gnosticismo antiguo con mayor profundidad de la que hubiera
imaginado. Charles Wright posee el arte único de levantar de sus tumbas a
poderosos poetas muertos y realiza su resurrección sin timidez.” Frg. de
“Retrato del artista con Hart Crane”:
Finales de agosto en Venecia, afuera, después de almorzar,
Hart
Apaga la colilla de su cigarro en un
vaso de vino,
El semblante humedecido y
aséptico,
Encierra la palidez de la muerte o
la suavidad de una nube.
El brillo líquido
de su porvenir se adhiere aún a la pérgola.
Jay Wright (1934): “Me atrevo a
profetizar que Jay Wright se revelará como un Dante afroamericano. Cada vez
tengo más la sensación de que habla por mí. La religión africana occidental me
parece el punto de origen más acorde con nuestra gnosis americana, ese
sentimiento de que existe un pequeño hombre o una pequeña mujer dentro del gran
hombre y de la gran madre. El pequeño ser es el pequeño yo, el gemelo o doble,
como entrevemos en los tropos de Wright, que aquí sirven de senda al fondo de la
sabiduría”. Frg. de “La doble invención de Komo”:
Esta es la danza de lo que no
cambia
y de lo que cambia,
la
intensidad del espíritu
para la tolerancia
el mundo.
Conocer es movimiento en el crepúsculo,
un estado de
caída en la visión;
uno a uno,
los ojos del espíritu se tocan y crecen.
Anne Carson
(1950): “Doctora en lenguas clásicas, la canadiense Anne Carson es una erudita,
poseedora de rasgos definidos que la distinguen de otros poetas contemporáneos.
Además de abrevar con lucidez en la mitología, se ha nutrido de dos de sus
precursoras más directas, Emily Brontë y Dickinson: en ambas encuentra una
coincidencia en la forma de abordar tanto la soledad como su relación con lo
divino. “Espuma (ensayo con rapsodia): sobre lo sublime en Longino y Antonioni”,
revela la más alta espiritualidad de Carson. Longino, origen de la crítica
literaria, aparece en su obra como la sublimación de una lava que se expresa
como irrupciones o “destellos”, ya que al igual que Longino, parece un volcán en
plena actividad”. Poema en prosa “Caminando hacia atrás”, de “Agua
llana”:
Mi madre nos prohibió caminar hacia atrás . Así
caminan
los muertos, decía. ¿De dónde sacó semejante idea?
Tal
vez de una
mala traducción. Después de todo, los muertos
no caminan hacia atrás sino detrás de nosotros.
Como
no tienen pulmones, no pueden gritar; pero les
gustaría
que
nos volviéramos para verlos. Son víctimas del amor,
muchos de ellos.
Henri
Cole (1956): Con este gran poeta termina el
recuento de Harold Bloom desde el canto magistral de Wallace Stevens que
impregnó a siete generaciones bien dotadas a lo largo de unos ochenta años. Él
se detiene en la sexta, representada por Henri Cole, y anuncia con otros nombres
la eclosión de una séptima que apenas es para él una promesa. Sin embargo, la
sagaz Jeannette Lozano Clairond añadirá dos poetas representativos acompañando a
Cole, los de William Wadsworth y Li. Young Lee, para cerrar el libro y el somero
recuento de la abundante cosecha. De ellos daremos también una breve
muestra.
Acerca de Henri Cole, que no acaba de
suscitar el pleno entusiasmo del viejo profesor, sin embargo dirá que “No creo
que la década 1996-206 nos haya dado en lengua inglesa otro poema tan permanente
y crucial como el “Apolo” de Henri Cole: Puede triunfalmente sobrevivir a las
gigantescas sombras lanzadas por “La Torre” de Crane y “La Caída de Hiperión” de
Keats (…) H. Cole, al igual que Martha Sherpas, es un católico romano hereje.
Ninguno de los dos permitirá que Iglesia o Papa legislen las normas de su
erotismo. No obstante, como Hart Crane, me regresan a “La noche oscura del alma”
de san Juan de la Cruz y al “Castillo interior” de Teresa de Ávila. Su
temperamento permanece fervientemente católico como un reto a una Iglesia que
afirma un temperamento de trascendencia”. El “Apolo” de Cole cierra con este
oscuro aserto:
Este no es un poema de
resurrección.
El cuerpo secreta sus jugos y luego es polvo.
Este es un poema de insurrección
contra el yo. En el comienzo fue el
hijo,
la fijación en la madre,
haciendo de sí
un objeto sexual… Ya
conoces la historia. (…)
William
Wadsworth (1950): Respetamos la voluntad de la
antóloga de no ofrecer datos biográficos de este poeta que presidió unos años la
Academia de Poesía Americana; tampoco del siguiente, Li-Young Lee, brindado como
magnífico colofón. En el poema traducido por ella, como todos, “Una noche fría
el físico explica”, William Wadsworth tras quejarse amargamente de que según
Einstein /dos naturalezas complementarias—situadas/ en puntos extremos del
universo—/ pueden intercambiar complementos en un instante sin tiempo./(…)
poetiza:
(…) Y sin embargo Einstein lo supo
predecir:
Miro tu mirada a través de la habitación,
y en esa mirada conjugamos
cada instante
en el tiempo presente.
A través del espacio exterior
intercambiamos las
pérdidas voluntarias de calor.
(…) Pero
entre tú y yo, el silencio demuestra
que
amamos por leyes que no podemos romper ni probar.
Li-Young Lee (1957): De este gran
poeta americano, nacido en Yakarta de padres chinos, asimismo un breve fragmento
—lástima de falta de espacio— de “La ciudad en la que yo te
amo”:
(…) Pero en la
ciudad
en la que yo te amo,
nadie viene,
nadie
viene a mi encuentro en las hendiduras
de los ladrillos;
en la oscuridad de la brecha.
Ningún dedo me toca en secreto, ninguna boca
prueba la pureza de mi sal,
nadie despierta lo dulce de las células, ni oye el crujir
en las costillas, el tema importante de los
huecos;
(…) En los sitios
excavados
te esperé y no vino el llanto. (…)
Lamentaría por último cerrar esta reseña sin citar, no sin
admiración por aquel sabio Longino amado por el prof. Bloom, filósofo conocido
en el Occidente ario-judeo-cristiano como Pseudo-Longino —seguramente
para diferenciarlo del falso santo cristiano que hundió su lanza de centurión
romano en el costado de Jesús de Nazareth—, padre de la praxis en la
crítica literaria junto al teórico Aristóteles, sin citar repito a mi venerado
Samuel Johnson cuando otorga toda la razón al pensador de Yale al decir
que “La función de la crítica literaria es transformar la opinión en
conocimiento”. La lección de tolerancia y sabiduría que se nos entrega a
través del libro construido por Jeannette. L. Clairond con las enseñanzas de
Harold Bloom, no la olvidaré jamás. Acaso porque siempre he creído, y su maestro
lo demuestra en estas páginas tal como ella afirma en la introducción, que sea
cualquiera la religión que la sociedad de su tiempo haya introducido en la
manzana partida en dos por la fontanela de cualquier niño, cuando éste se
convierte en poeta para él todo se resuelve en búsqueda —a menudo con riesgo de
la propia vida, como demostraría la propia leyenda de Orfeo— del Conocimiento,
Gnosis en coincidencia con María
Zambrano, repitámoslo: un saber más que un conocimiento, sabiduría más
que verdad.
NOTAS
(1) Anagrama, Barcelona, 2005.
Harold Bloom (Nueva York, 1930) es profesor de humanidades en la Universidad de
Yale y de inglés en la Universidad de Nueva York. Ganador del McArthur Price
Fellow y el Premio Internacional de Catalunya, entre otros galardones, y miembro
de la American Academy es autor de una veintena de libros y una de las
personalidades más influyentes dentro del mundo de los estudios
literarios.
(2) Harold Bloom, La Escuela de
Wallace Stevens. Vaso Roto Ediciones, España-México, 2011.
(3) Frg. 3: Frg. Derveni col. VII,
8.