Diario de invierno, de Paul Auster, no es exactamente un dietario.
Son memorias, retazos estratégicamente ordenados del tiempo vivido y sobre todo
del tiempo recordado porque se escribe. ¿Y la voz narrativa? Auster adopta una
segunda persona gramatical que funciona, que funciona muy bien. Es una forma de
desdoblarse, de mirarse y de verse reflejado. Es una manera de examinarse con
minucia, como si efectivamente estuviera ante un espejo y por tanto como si
pudiera contemplarse. Pero eso tiene sus consecuencias, que el propio autor sabe
plasmar en el relato.
Cuando nos vemos reflejados ante un espejo sólo
percibimos lo que nuestros ojos distinguen. ¿Diríamos que ese reflejo es la
totalidad? En absoluto, el espejo aquí puede ser la memoria y sus trampas. Nos
miramos y descubrimos rasgos reconocibles. También otros que habíamos olvidado.
Pero ante el espejo hay detalles que ya no están: no sólo los que están fueran
de campo, sino también los que han desaparecido. Desde ese punto de vista, la
memoria es como un espejo selectivo, falaz e inevitable: hecha de sensaciones
que nos hace ver lo que nos duele o nos admira.
El narrador de Paul Auster se
desdobla ante el espejo verbal y se interpela, que es una manera muy eficaz de
ser veraz o de aparentarlo
El narrador de
Paul Auster se desdobla ante el espejo verbal y se interpela, que es una manera
muy eficaz de ser veraz o de aparentarlo. No es preciso que el lector juzgue
este aspecto: siempre le faltarán pruebas que permitan evaluar la verdad de lo
dicho. ¿Entonces? La habilidad narradora de Auster está fuera de toda duda. En
los pequeños detalles está el todo, una vida. En la descripción está el mundo
evocado, que es la América de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta,
etcétera. En el afecto, el dolor y la ironía está el pasado relatado. Habría
trampa si descubriéramos autocomplacencia. Pero no, no la hay. El narrador juzga
al yo interpelado con severidad y ternura. Todo ello a un tiempo.
Al
escritor se viene encima la vejez, incluso una venidera decrepitud. Ponerse a
redactar una autobiografía es un modo de asentar lo pasado y sobre todo de
certificar el sentido de lo ocurrido. Mientras no lo escribes, todo es porvenir,
todo está por acontecer: los actos de tu vida son interpretables y por tanto
pertenecen al futuro. En cambio, escribir es fijar, afirmar y confirmar lo
sucedido. Pero es también desechar lo ya probado para emprender nuevas metas. Es
una forma de darte vida. Si tienes sesenta y tantos, todavía te quedan años y,
por consiguiente, te queda tiempo para escribir, para imaginar, para dilatarte.
Pero todo puede acaba de pronto. ¿Por qué? ¿Porque tienes una edad provecta? No,
con Auster hemos confirmado que todo es contingencia, chiripa, prodigios
terrenales.
Claramente: hoy en día, un escritor de sesenta y tantos es
aún productivo. Lo lógico es que le queden años de plenitud creativa. Es más:
quizá nos tenga reservada una sorpresa que ni él mismo aguarda. Pero la vida es
eso: pasmos que no te esperas, fantasías que no pensabas. Y algo más: rutinas
que te confirman, que corroboran el tipo previsible que eres. Un escritor dotado
(o medianamente dotado) tiene la habilidad para hacer balance sin fatuidades, de
sopesar lo que en su obra hay de logro o de automatismo. Y tiene el derecho de
examinarse: de ver qué ha sido de su existencia, de su cuerpo, de su vigor.
Eso es lo que hace Paul Auster en
Diario de invierno. Y Auster no
es un escritor medianamente dotado: es un novelista de mucho fuelle, con gran
resistencia y ocurrencia. Y sobre todo es un literato que conoce la historia de
la escritura. Por tanto, se sabe deudor, repetidor o seguidor de autores que lo
han precedido y cuyos logros podrían frenarlo. No ocurre eso: normalmente hace
de la repetición, de la escritura, de lo averiguado, de lo sentido o del
sinsentido sus temas. Son asuntos universales y capitales. No se engaña: sabe
que no puede decir algo que jamás haya sido dicho, pero sabe que puede variar
levemente. En ese pequeño cambio, que es consciencia de la escritura y de su
historia, está el logro habitual de Auster.
De manera explícita Auster habla de
las llagas del tiempo: no sólo como metáfora, sino también como heridas reales,
suturadas o no siempre cerradas
Hace tiempo
que está en la crecida de la edad, en el borde mismo de la vejez. Eso no le
impide evaluar los resultados de una vida y de una obra. De un cuerpo. Porque
eso, el cuerpo, es el motivo central de estas memorias. Por ello, el narrador lo
admite inmediatamente: “Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un
lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo
desde el día que recuerdas estar vivo hasta hoy”.
¿Hasta hoy? Hasta
2011, que es el año que explícitamente se indica en el curso del relato. En cada
página de este
Diario hay evocación del cuerpo: de sus deseos, de sus
apretones, de sus urgencias, de sus placeres, de sus laceraciones.
“Estornudar y reír, bostezar y llorar, eructar y toser, rascarte las
orejas, frotarte los ojos, sonarte la nariz, carraspear, morderte los labios,
pasarte la lengua por parte de atrás de los dientes de abajo, tiritar, peerte,
tener hipo, enjugarte el sudor de la frente, pasarte la mano por el pelo:
¿cuántas veces has hechos esas cosas”.
De manera explícita Auster habla
de las llagas del tiempo: no sólo como metáfora, sino también como heridas
reales, suturadas o no siempre cerradas. Y habla del padre, la figura espectral:
ese con quien tener una charla de adultos para completar lo que la vida dejó sin
aclarar. Pero el cuerpo del padre ya no está. La vida se esfumó y de él sólo
queda la impotencia del hijo: la imposibilidad de restituirlo o de reemprender
un diálogo. Por eso, el hijo aún se contempla como un ser desvalido. Más aún:
“siempre perdido, equivocándote siempre de dirección al tomar un camino, siempre
sin llegar a parte alguna”. Es algo metafórico, por supuesto, pero es también
algo real: una escasa capacidad de orientación. Y un cambio constante de
ubicación: casas y casas en las que ha vivido sin encontrar acomodo duradero. Al
menos hasta hace unos años.
Justamente ahora la pérdida es más
dolorosa y previsible. ¿La muerte? No: me refiero a la vida y sus dones que se
van perdiendo
Ahora, parece centrado, seguro,
firme. Pero justamente ahora la pérdida es más dolorosa y previsible. ¿La
muerte? No: me refiero a la vida y sus dones que se van perdiendo. No vale sólo
la experiencia. Hay pérdidas irrecuperables, pérdidas materiales, la
expectativa, el norte. Que uno salga con bien de los laberintos en los que se
mete no significa que quede satisfecho. Los observadores pueden decir que no le
ha ido tan mal al escritor Paul Auster, que ha sabido optar con inteligencia por
el camino que tocaba. Pero en cada uno de nosotros hay un yo ideal y exigente al
que decepcionamos, al que no llegamos: un tipo fiero e interno que nos juzga con
severidad. Paul Auster habla de ese ser constantemente y para aplacarlo lo
revela, lo descubre sobre el papel. Ahí está.
Creo que todos tenemos
derecho a auscultarnos, tengamos la edad que tengamos, sabiendo –eso sí-- que no
hay segunda vuelta, que quizá ahora, justamente ahora, estemos en el último
round. El primer libro de un escritor joven no debe repetir lo obvio: que
el mundo está hecho un asco, que la mocedad es dura, que el sol sale todas las
mañanas. El literato novel debe transfigurarse, reinventarse, valerse de la
palabra para decir lo que no ve o no quiere ver. O tal vez para materializar lo
que ignoraba saber. Paul Auster hizo eso. Siendo un tipo joven escribió novelas
muy ingeniosas y analíticas. Aún hoy. Adoptó el género de la ficción para
evaluarse o para olvidarse de sí mismo. Para rehabilitar de otro modo lo que era
fatal e irreparable. Pero en su existencia no había nada fatal e irreparable. Es
un
baby-boomer que no cumplió las expectativas de su generación, la de
los nacidos tras la Guerra Mundial. De hecho se dedicó a una profesión rara:
finalmente, la de escritor. Vivió el
rock’n’roll pero prefirió la novela
a la poesía. Es americano, un judío americano, pero tiene un irremediable pátina
europea: francesa, para acabarlo de agravar.
¿Y ahora, cuando sobrepasa
la sesentena, por qué escribe este relato? Lo hace, sencillamente, porque quiere
ajustar cuentas, inspeccionarse con rigor y con humor, con dureza y con
sutileza. ¿Ante quién? Por supuesto, esto es un combate pugilístico y los
contendientes se asemejan entre sí. Paul Auster tiene contrarios, gentes que le
reprochan su habilidad narrativa, su capacidad para retener al lector, para
involucrarlo en un asunto que no le concierne. Auster tiene enemigos que le
culpan de posmodernismos, de malabarismos. Tiene adversarios que critican su
capacidad para meternos en una historia que habla de historias contadas, relatos
que precisan la dificultad de narrar. Auster lleva un cuaderno y hace sus
anotaciones. Tiene máquina de escribir y pasa a limpio sus ocurrencias. Pero,
sobre todo, Auster se empeña en contarnos la vida, en detallar lo que pasa y el
significado incierto de lo que acontece teniéndose a sí mismo como interlocutor:
en primera, en segunda o en tercera persona. No sólo eso. Además, se empeña en
examinar el acto mismo de escribir. Es un escritor y lo hace explícito. O mejor
aún: es un contador de historias al modo propiamente judío: hechos que tienen
moral y moraleja.
Pero las consecuencias, en Auster, siempre las saca el
lector. Yo estoy en ello.