BILL
En 1954 William S. Burroughs alcanzaba la
costa norte de África. Llegaba a Tánger quizás huyendo de un tortuoso periplo de
calabozos mexicanos, búsqueda de raíces psicodélicas y mágicas por tierras
sudamericanas, desórdenes amorosos, desconcierto, confusión mental, y una larga
estela de infortunios nacida del agujero que había redondeado la frente de su
esposa, Joan Vollmer, en una noche aciaga de cantina mexicana y tequilas
huraños, al son de una ranchera ebria y mortal que despertó en su córtex
cerebral recuerdos de vidas ajenas, de caballeros medievales, y una imagen
desdibujada (al estilo de las estampitas religiosas que guardaban en su bolsillo
los chamanes de la ayahuasca) de Guillermo Tell en estado de embriaguez. El
bueno de William no alcanzó la manzana imaginaria y le reventó el cerebro, de un
tiro, a su amada esposa. Un disparo certero y revelador que le enfrentaría a sus
fantasmas y le obligaría a maltratarlos, incendiarlos, sodomizarlos y
exorcizarlos en sus textos. El detonante del génesis de la obra de Burroughs fue
el disparo de un revólver, estallido del que pretendió huir durante un tiempo. Y
en su huida arribó al puerto de Tánger.
Los jubilosos trámites
burocráticos de la llegada, de cualquier llegada ociosa. Alegres por la
ociosidad, que no por la burocracia. Observar de reojo a los gendarmes porque mi
vista se desplaza, magnetizada, hacia la kasbah, ese regocijo de cal y azulejos
que hace de la costa tangerina un sueño cubista de arquitecturas iluminadas por
la herrumbre del tiempo y la improvisación. Paredes encajadas al azar de la
necesidad espontánea de techo, adosadas unas a otras en una sola de noche de
insomnio festivo a la luz de la luna del ramadán. Semeja tan vieja la kasbah que
parece que la edificaron ayer mismo y resulta, al fin y al cabo, menos vetusta
que la mano del gendarme, parsimoniosa y leve, hojeando mi pasaporte, buscando
nada en la blanca nada de páginas descoloridas por el propio color en que fueron
fabricadas.
Y ya tengo el beneplácito del Protectorado Internacional, ya
la estampita en mi pasaporte, ya sujeto mi maleta y busco la salida del puerto,
acercándome a la medina que comienza a revelárseme puzzle de blancas pesadillas
de alguna noche perdida en los sueños de la morfina, agigantándose a cada paso,
ya se acerca, ya me aproximo, ya casi estoy, ya puedo tocar con las yemas de mis
dedos culpables el salitre que me horadará el cerebro y me llevará a encerrarme
en una habitación a garrapatear palabras que pretendan explicarme el caos en el
que anido, a deambular por el zoco siguiendo a ése rapaz moreno de bigote aún
neonato y sonrisa embaucadora, a trepar la árida colina sobre la que se derrama
el Hafa, a derramarme yo mismo en una silla esperando una nueva vaharada de humo
hipnótico mientras el amigo Paul me desgrana sus últimos descubrimientos.
Me siento extraviado a la salida del puerto, no sé por dónde ni cómo
empezar, y qué mejor manera que sonriendo a éste joven de chilaba sucia y dulces
dientes de beso mamario que me arrebata la maleta y me hace indicaciones de que
le siga, desgranando entre carcajadas la palabra ho-tel, ho-tel. Yo que pensaba
alojarme en el Intercontinental, tan claro lo tenía que me pierdo en una sonrisa
y me abandono al deambular de callejuelas tras los flecos de una chilaba morena
como los muslos que la portan, sin importarme el destino, el ho-tel o la cama en
que derrumbaré mis huesos de café con leche vespertino, esta noche, espero que
acompañado, sin preguntar el destino, sólo sonriendo e intentando atrapar su
espalda con amistosas palmaditas coloniales que pretenden transmitir la idea de
que me siento cómodo tras sus babuchas, subiendo las fatigosas cuestas de la
medina, dejando abajo el puerto, el chillido esquizofrénico de las gaviotas, el
ulular de las sirenas, la vida que no me sigue, la que ya no tengo, la que
recuperaré esta noche cuando el caminar marchito se desinfle en ese hotel
escondido, tal vez tras este recodo, al calor del humo de pan fragante que sale
del horno escondido, subiendo peldaños que nunca lo fueron, trepando los
recovecos de la medina, subimos a buen ritmo, el que marcan sus pasos, el que
marca su sonrisa que se da la vuelta para comprobar que sigo detrás suyo,
intentando acercarme, siempre a punto de alcanzarle, otra esquina, otra
escalera, subimos y ya queda abajo el puerto, ya acecha nuestro caminar la
entrada a la kasbah, he-re, ho-tel, good, la puerta desvencijada, la suciedad de
mi deseo tristemente abotonada tras el tergal coagulado de mis pantalones y el
marroquí sonriente que me hace reverencias y me invita a pasar, no, no, espera,
¿y él?, ¿no quiere nada?, no, no, luego, esta noche, ¿ha dicho eso?, ¿ha dicho
esta noche?
La chilaba se difumina en una acrobacia de fuga. Desaparece,
en un grito de color desteñido, tras la última esquina doblada.
Subo las
escaleras, entro en una estancia oscura, limpia y con un colchón como único
mobiliario, per-fect!
La ventana da a un patio que vomita aromas de
cordero especiado. Tengo hambre. Ya he subido. Ya he llegado, estoy arriba.
Bien, ahora lo importante, antes de abrir la maleta, es depositarla
cuidadosamente en algún lugar lo suficientemente vistoso para que, esta noche,
el chaval afiance su impostor deseo en la condición económica del acaudalado
extranjero, en el rincón mas luminoso del cuarto, el menos oscurecido por el
moho y el tizne del tiempo…déjame ver: apenas 4 metros cuadrados, si es que no
me fallan ya mis lejanamente (en el tiempo) adquiridos conocimientos de
geometría y matemáticas, un ventanuco arañado por el salitre y por un jirón de
cortina que quiso ser distinguida hace tiempo, la puerta de color indefinido y
la gran mancha de la pared frente a la cama hundida y con el fósil rectilíneo de
algún viajero del tiempo esculpido en su colchón, el pequeño lavabo oxidado en
la esquina más mugrienta, sí, ése sería el lugar oportuno si no fuera por el
goteo insomne de la tubería y el valor de lo que la maleta esconde, no puedo
dejar que se humedezca la merca, he de evitar a toda costa que se malogre el
sueño, aun no sé lo que encontraré en estas tierras, seguro que no es tan bueno,
quizás deba pensarlo después, y abrir ahora la maleta, deslizar la hebilla de
cuero gastado y desenvolver las golosinas, sí, ¿por qué no?
Ahí esta la
jeringa, las hipodérmicas, mi cuchara, diamantina en su brillo desaseado, la
bolsa con la heroína, el mechero, todo perfectamente dispuesto, como los
instrumentos de una orquesta metódicamente distribuidos antes de que refulja la
batuta al alzarse y se disponga a chisporrotear en dos gruñidos contra el atril,
toc toc, toc toc, toc toc, toc toc: la puerta, están tocando la puerta, ¿sí?, no
gracias, no necesito nada, de verdad, thanks, sukram sukram, jodida hospitalidad
oriental, ¿Marruecos se considera oriente?, supongo que sí, que todo lo que no
son los Estados Unidos y Europa ya es Oriente, con mayúsculas, supongo…ya no sé
que quería hacer además de pegarme un chute, ya no sé que hago aquí ni si debo
esperar al chaval, tirado en este colchón tras picarme, o correr en su busca por
las calles de la medina y dejar para después la gloria inmunda del abandono
interestelar y quizás si tengo suerte podré entonces anestesiar también al chico
con los vapores de la adormidera para que su verga se vuelva insensible y,
amoratada, ataque y ataque y penetre y socave y continúe hasta que la almohada
deje de ser ante mis ojos un sucio borrón de tiempo echado a perder en los
desagües azul podredumbre de una vida perdida entre vaivenes de giróvago
aletargado por el viento de pergamino rancio que levantan a su paso los barcos
que cruzan el estrecho de Gibraltar.
***
Disponer los útiles del desvarío y enfrentarme de nuevo a
mi rechazo por la náusea que siempre me ha producido el pico en vena. Quizás
deba probar un pique subcutáneo esta vez, qué más da un nuevo absceso, ya casi
desaparecieron los que me provoqué durante la travesía del Atlántico, en el
cochambroso cuarto de baño del camarote de tercera que tuve por hogar durante ya
ignoro cuántas jornadas, aunque mejor sería una dosis rectal: limpia, indolora,
agradable si se alarga, pero excesiva siempre, siempre se me va la mano cuando
me sodomiza la heroína y no ando sobrado de dilaudid, ni paracodina, no puedo
arriesgar, en vena siempre controlo mejor la dosis, siempre apuesto a la baja,
no me gusta esa sensación de alfiler que cose mis venas a un reflejo azul
cobalto en que se enredan mis pánicos físicos como el hilo de seda negro de los
caftanes de fiesta que vendían ahí abajo, en la esquina anterior a ésta en que
se encuentra mi ho-tel.
Así que elijo la hipodérmica y aminoro la dosis
para abreviar el ponzoñoso picotazo.
Qué curioso….cuchara…sólo hace
minutos que pisé Tánger…mechero…y ya metaforizo con caftanes…cerilla…caftán:
túnica de seda brevemente abotonada por el pecho…el alcohol impregna la
mecha…alargada en sinuosos pliegues hasta los tobillos…subcutánea mejor, sí,
mayor dosis…en Marruecos es ropa femenina…la cantidad justa que se hace hembra
en la cuchara…dicen que en el antiguo Imperio Otomano era atuendo masculino…las
burbujas macho de la combustión…Imperio Otomano el mundo a sus pies…succionar
con la hipodérmica el elixir evanescente…perfumes del Oriente victorioso…níveo
algodón…pálidos sultanes altivos de largos mostachos afelpados…purificar de
sudor y microbios con el algodón la cara externa del muslo izquierdo…sultanes de
fuerte complexión devorados en el desvarío del harén…coger un pellizco breve de
piel entre los dedos…cambalacheados sus músculos vigorosos en traqueteos de
locomotoras femeninas…la aguja en ángulo de 45º con la piel sostenida entre mis
dedos…derramando chorros de deseo ante los rostros abotargados de los
eunucos…empujar el émbolo despacio…anexión, cópula, coyunda en que el caftán se
volatiliza, se gasifica, se deshidrata, cae al suelo metamorfoseado en mármol
rosa…excursión del veneno, romería del plasma para acariciar a su virgen de
pecado negro, danza mayestática de los linfocitos y los glóbulos rojos
blanqueados por el elixir de opio…escabroso baile de cuerpos, cabello y sudores
en las dependencias prohibidas del Palacio de Topkapi, Estambul, Imperio
Otomano, potencia generadora…impotencia ante el leve vuelo de una mosca…hedor a
victoria y deseo…anulación del sistema motriz, abandono, campo de visión
constreñido a la suciedad incolora del dedo gordo de mi pie izquierdo…sultanes
sudorosos, derrengados, sin caftán, desnudos como mi pie izquierdo, como tú esta
noche a mi lado si tengo fuerzas para salir a buscarte después de pasar revista
a las posibilidades poéticas del extremo mayor de mi pie izquierdo, quizá tengas
que venir tú solo, ¿vendrás?
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Pablo Cerezal,
Los cuadernos del
Hafa (Carena, 2012), en
Ojos de
Papel.