Es un libro estremecedor. Y sé que lo es porque no sé hacia dónde fue una
vez que lo leí. Reconozco haberlo leído varias veces y cada vez el libro
desembocaba en un lugar diferente, pero todos míos. En el fondo sé –lo único que
sé- es que yo me volví ese libro.
Cenizas en los labios (ver
selección
poemas) es un libro que reconstruye la memoria herida del amor tras
la Guerra Civil. Amor que sobrevive y se explica a través del tiempo. De ahí la
ceniza en los labios, lugar del beso y el deseo, pero también lugar donde se
alojan los restos desvanecidos de algo perdido. Pero eso perdido no es el amor.
Y no es que haya ido más allá de la muerte en un alarde quevedesco, es que no
hay nada más lírico que saber que ese mismo amor no se fue nunca y a cada minuto
va despertando esas palabras que esperan su sentido. Aquí las palabras se
encadenan, los recuerdos se encadenan, se asimilan para ser siempre el mismo
recuerdo. Nada más doloroso que ser una memoria, que cada objeto que miramos,
cada verso que leemos, cada voz que oímos sean una sola memoria. Algo así –y
digo ese “algo así” tan impreciso porque hablar de este libro con realidades
sería devastarlo y envolverlo en niebla- ocurre en estas páginas. Reza la última
estrofa de su “Preludio” –abierto por unos versos del gran poeta catalán
Joan Margarit-:
Y a la luz de un segundo, rescatado del
tiempo y de las uñas de lo ya acontecido, las arañas que
viven en mis ojos se distraen un momento y, mientras voy
limpiando las lentejas, veo a los que me amaron. Y
es ahí cuando comienza el inventario nostálgico y hermosamente triste de todo lo
perdido. Sólo eso nos reconcilia con el tiempo, nos podrá construir. Todo en
esta elegía es bello, incluso la tristeza. No hay en estas páginas una
autocontemplación de la herida en la búsqueda de su perpetua corriente de
sangre. Aquí se busca lo esencial, como delicadamente apunta el verso de mi
estimado poeta
Miquel Martí
i Pol. Como en Martí i Pol, éste es un libro de ausencias que atrae
las presencias con la sencillez de aquello que es necesario, humildemente
necesario. De pocos libros puede decirse que con la delicadeza de lo humilde se
llegue al corazón del frío, también al otro corazón, al nuestro. Pero en este
libro sí. Aquí se dibuja una España gris, agonizante, apenas calentada por un
amor limpio, indemne, cada vez más amenazado con el hueco y el miedo, también
por la penumbra. Un amor que extraviaba la voz que late en estos poemas. Un amor
ininteligible, pero que llaga sin gritos, lentamente, como quien rompiera una
tela de seda:
Y yo como naciendo en una
dimensión ignorada de mí
misma,
todo lo más augurio, nebulosa,
girando en el espacio, extraviada
en el dulce dominio del asombro,
respirando palabras como flores
confusamente abiertas
y en los parterres de la tarde.
(Amor, no entiendo lo que dices.
Sólo sé que me duele…)
Saber tan sólo eso…como si algo se despertara
desde esa tristeza y se hiciera así el lenguaje, pero de otra forma. Hablar de
otra manera, convertirse en ciudad, al fin y al cabo:
Atravesados por el
miedo,
indefensos, perdidos
en la ciudad que se llamó posguerra
recorrimos sus calles
[…]
¿Cómo puede amarse en medio de una
guerra? ¿Cómo protegerse del constante temor a la muerte? Quizás con ese mismo
amor que envuelve y que convierte en destello las presencias. Incluso un amor
herido permanece:
Tan gastado
quedó el amor,
la
porción destinada a la muchacha
que fui, que soy allá en el fondo,
en
donde aún fulgura tu destello.
Allá en el fondo es donde
realmente somos. Y que un verso nos lo revele con esa sencillez de lo esencial
provoca cierto estremecimiento. Por eso me convertí en este libro: porque como
una
fuente silenciosa –que no terrible- va manando su agua de memoria
para filtrarse por las grietas de cada uno de nosotros. Y si no son por las
grietas, por nuestros cuerpos hechos de roca porosa: sólida, pero que el simple
viento puede atravesarla, también la fragilidad efímera del agua.
Pero
hay memorias que están atravesadas de mucho dolor. Derrida ya supo que no había
poema que no se abriera como una herida. Borges también lo supo al decir que la
poesía nacía del dolor, ya que la alegría era un fin en sí misma. Y eso también,
el dolor metálico y punzante, acontece en este libro. Pero ni tan siquiera la
aterradora imagen de un campo de trabajo borra la profundidad de una mirada
amada que es una presencia diferida de la esperanza:
Nada de lo que
estoy nombrando
-ni otras cosas
que vendrían más tarde-,
enturbiaron
tu mirada de ratón o de trasgo,
persiguiendo la cinta de mi pelo
como
mínima réplica a la luz abolida
o leve
simulación de la esperanza.
Es difícil poder soportar tanta ternura sin cierta conmoción, ver cómo
la voz poética cuida a través del tiempo esa misma ternura, que se vuelve
agradecimiento de pureza en medio de una noche que parece no tener piedad de
quien una vez floreció a la luz y que también en la soledad busca el abrazo:
Ahora, quieta aquí, en este andén tan frío,
-llámalo soledad-
mientras espero el tren que ha de llevarme,
eterna fugitiva, no sé
adónde,
te pienso riente y cálido
como la noche en la ciudad aquella
que fue mía; como el mar que me tuvo
y apenas defendida de su abrazo
me dio su floración mediterránea
para enjoyar, violenta y enigmática,
la incipiente sospecha del poema.
En estos versos apuntados se aloja
gran parte del mundo que existe en este libro. En medio de la soledad hay algo
que aparece diáfano entre la devastación del vacío, de lo que no tiene nada
alrededor. En este caso es la sonrisa acogedora del ser amado la que protege y
alienta, pero también la que, como una invocación, atrae al poema que late aún
sin alfabeto. Quizá ese sea el verdadero poema. Es
incipiente y es
sospecha. Algo intangible pero existente, como ese hablar de otra manera
que mencionaba al inicio de este texto. Ocurre en estas páginas que se ve el
amor en medio de la desolación. Por ello no pude evitar que sonaran dentro de mí
los acordes de
“La
sinfonía de las lamentaciones” de Gorecki, concretamente el tercer
movimiento. A esa sinfonía se le une el amor de este poemario y he ahí el
acontecimiento. A pesar de que este movimiento clama el dolor de una madre por
la pérdida del hijo muerto, existe el mismo desgarro, la misma exaltación
delicada y puntiaguda. En la poesía siempre hay resonancias y aquí resonaba esta
pieza sin cesar.
Este libro está lleno de ecos, de presencias que
siempre acaban de abandonar una estancia a la que siempre llegamos tarde. Lo que
ocurrió queda grabado en una fotografía –“La vie au bout du compte est une /
Mauvaise photographie (1)" escribió
Louis Aragon en su
libro
Chambres- o en una pantalla de cine:
De pronto se
ilumina aquella tarde
igual que una pantalla.
Borbotean
sus aguas y aparecen rostros, faros
apresurados, voces sin
sonido…
Fue con Manuel, contigo, con Vicente…
Las sospechadas
presencias del poeta, historiador y filósofo
Vicente
Ramos y del poeta
Manuel
Molina, junto a la de
Miguel Hernández
–los anteriormente citados, amigos y estudiosos de su obra- se alojan en un
pretérito que no se ha ido. Como plasma en el tríptico “Tres instantáneas”,
introducido por un hermoso verso del poeta alicantino
Jacinto
López Gorgé: “Mi corazón, mi casa, mi memoria…”, todo se detiene en
el tiempo. El poema que abre este tríptico, “Tu corazón”, concluye con el
reconocimiento de esa palabra que se ha vuelto ceniza y que hace difícil su
dibujo:
Recorría
calles desiertas, miedos…No encontraba
más paz que mi
vacío…
Es la hora
de la verdad y no sé cómo decirla.
No saber decir la
verdad es lo mismo que reconocer que la poesía –que es memoria aquí- somos
nosotros. ¿Cómo podernos explicarnos nosotros delante de un espejo? ¿Acaso no
necesitamos del otro para que nos nombre? En esa distancia entre yo y los otros
está el poema, nuestra historia. El poema “Tu memoria” termina con este
estremecedor verso: “Yo también estoy sola. En otra nieve”. Siempre en otra
parte. Igual, pero diferente. Igual, pero más lejos. En la disimilitud gemela es
donde arde la memoria que abrasó los labios a través del tiempo:
Tengo
miedo de entrar en la memoria
como quien entra en una casa oscura
donde
el tacto confunde los objetos
donde el eco equivoca los sonidos.
Regresar al recuerdo como quien regresa a una casa abandonada hace
tiempo, intentando reconocer en cada rincón la parte que dejamos para que vuelva
“a suceder lo sucedido”. Y ese regreso no como salvación, sino como muestra de
haber vivido, de seguir viviendo y queriendo, todavía.
Marta López
Vilar, Madrid, 30 de enero de 2012