1
EL furgón gris circulaba por la pista recta que atravesaba el
paraje desierto. Su velocidad no era excesiva pero sí constante. El paisaje a
ambos lados del camino era mínimo, apenas unas piedras sobre la llanura de
arena. Un sol implacable castigaba aquella tierra baldía, haciendo imposible la
vida en cualquiera de sus formas.
En el interior del furgón, un grupo de
hombres era conducido hacia un lugar que ignoraban. Una luz lánguida se colaba a
un lado y otro del vehículo por sendos ventanucos. Enfrentados tres a tres y sin
poder levantarse, los seis hombres padecían, amodorrados todavía por el
narcótico, el bochorno que hacía dentro del blindado. No hablaban y sus ojos
hacía días que se habían habituado a la falta casi total de luz.
Mecidos
por el bamboleo, sus cuellos parecían tronchados por el viaje interminable; sus
cabezas caían hacia un lado o hacia delante, como flores mustias. El resto de
sus cuerpos, bañado en sudor brillante, no había corrido mejor suerte:
permanecían sentados, con la espalda pegada al metal caliente; las manos,
esposadas; los pies, engrillados y unidos a una gruesa barra de hierro. De rato
en rato, hacían algún cambio en sus posturas inverosímiles tratando de que
fueran menos incómodas. Cada cambio, por leve que fuera, aliviaba el dolor de
sus músculos, pero era solo un instante. Luego todo comenzaba.
Bastián,
adormilado, no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Qué hacía él entre
criminales? Pues qué otra cosa podían ser aquellos hombres sino criminales. Los
ojos de Bastián deambulaban entre la penumbra, escrutando a sus compañeros de
viaje. En sus caras alcanzaba a ver cicatrices, recuerdos de lances violentos,
intemperies; sus cuerpos, amarrados como bestias de carga, los músculos en
tensión; las manos, enormes, maravillaban a Bastián: eran aquellas manos las que
habían perpetrado el crimen, sin ellas no hubiera sido posible. Pero lo que más
impresionaba a Bastián eran sus miradas: había algo en ellas que le producía
desasosiego y fascinación a un mismo tiempo. Cuando aquellos ojos, una mezcla
extraña de resignación, desprecio y amenaza, se clavaban en los de él, Bastián
se sentía como hipnotizado, sin poder apartar la mirada. Después, cuando
advertía que su actitud podía ser considerada como una provocación, bajaba la
cabeza y se fingía dormido.
Bajo las ropas empapadas en sudor, Bastián
podía imaginar cuerpos remendados con costurones; viejas heridas de guerra que
mostrarían, orgullosos, a la menor ocasión. Aquellos costurones eran un aviso
para navegantes: no dudarían en volver a asesinar, pues ya nada había que
perder. Bastián suspiró, agradeciendo que estuvieran encadenados, y celebrando
no ser como ellos.
Aprovechando que dormía, observó al tipo de su
izquierda. Al igual que los otros, apestaba, y se podía sentir la humedad cálida
del sudor de su cuerpo. Sus ronquidos habían terminado por acompasarse con el
ruido del motor. La nariz achatada y la cabeza redondeada remataban su enorme
parecido con un cerdo. Uno de esos cerdos que acostumbran a molestar a las
adolescentes.
El que estaba a su derecha era todo lo contrario, acaso
por compensar: delgado y de rostro afilado, su nariz aguileña apuntaba —como su
pensamiento— hacia algún lugar impreciso en el suelo de chapa. Su cabeza no se
había movido de aquella posición en todo el trayecto, abismada en la
contemplación de alguna junta o tuerca o tornillo. Aquella cabeza, pensó
Bastián, seguramente tampoco daba para mucho más. El aspecto frágil de su cuerpo
no se correspondía con toda la crueldad que había en sus ojos. Quién sabe,
quizás un asesino en serie, alguien más preocupado por si la cifra total de sus
víctimas hacía un número par o impar.
El que estaba sentado delante de
él, a la izquierda, era de complexión atlética. Su mandíbula cuadrada mascaba
alguna venganza contra el mundo. En cuanto a su cuerpo, era todo músculos; daba
la impresión de que hubiera dedicado todo el tiempo de su vida a ejercitarlos.
Aquellas manos, enormes y sarmentosas, serían capaces de hacer trizas a un
hombre sin necesidad de arma alguna. Mejor ser su amigo, se dijo Bastián. Justo
a su lado, y enfrente de Bastián, estaba sentado otro tipo, bajo el ventanuco.
Las formas suaves y redondeadas de su cara recordaban el rostro de una mujer.
Bastián había notado cómo su cuerpo era atravesado de vez en cuando por la
mirada de aquel hombre de facciones aniñadas. Se fijó en sus manos: demasiado
delicadas para cometer un crimen. A buen seguro también estaría allí, como él,
por error.
A la derecha había otro hombre: un negro descomunal
mimetizado en la oscuridad. No paraba de hacer movimientos repetitivos con el
pie, siguiendo alguna melodía secreta, ancestral. Su cuerpo era musculoso por
naturaleza, producto de años de trabajos forzados. De su rostro apenas alcanzaba
a ver los ojos: blancos, terribles y siempre alertas.
Más allá no había
nadie más, solo sacos repletos, apilados unos sobre otros y a punto de reventar.
Era evidente que él no era uno de ellos. No. Galfarro, su abogado,
pronto demostraría que él era inocente, que todo había sido un error. Era una
cuestión de tiempo. En unos días, todo se habría resuelto y él regresaría a la
ciudad, a la notaría. Paciencia, Bastián.
El furgón blindado se detuvo,
derrapando sobre la arena. Se escucharon unos chasquidos metálicos e instantes
después la puerta trasera se abrió, de par en par, entre la polvareda. La luz
del sol deslumbró los ojos de todos, haciéndoles ver chiribitas por encima de
los hombres armados. Un guardia quitó un candado y extrajo la barra central.
—¡Abajo! —gritó, volviendo a empuñar su fusil.
Uno a uno, sin
que sus manos esposadas pudieran protegerles de la luz cegadora, fueron
descendiendo. Sus piernas, encadenadas y doloridas, se resistían a caminar.
Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la claridad vieron, a unos metros de
ellos, el que sin duda era su destino: un edificio de aspecto macizo, de
hormigón gris, cuyas paredes planas y en talud se veían salpicadas de puntos
negros.
—¡Andando! —volvió a gritar el mismo guardia, señalando con su
arma la dirección que debían seguir.
Los hombres obedecieron y echaron a
andar hacia allí. Mientras caminaba, Bastián contempló el edificio con la misma
fascinación que puede sentir un animal cuando es conducido hacia un matadero e
intuye la cercanía de la muerte. No, Bastián, tú no, es solo un error. Llegaron
hasta la entrada y de nuevo se detuvieron. Bastián supuso que ahora una puerta,
metálica y pesada, se abriría ante ellos con lentitud. No encontró puerta
alguna, únicamente un umbral que permitía ver parte del interior. Visto de
cerca, el aspecto del edificio era aún más imponente: tenía dos alturas y su
planta era circular; los puntitos negros se habían convertido en tragaluces.
Uno de los guardias procedió a retirarles las esposas y los grillos, al
tiempo que los otros vigilaban con mirada atenta. Una marca roja había quedado
en sus muñecas y se frotaban con las manos como si al hacerlo pudieran borrarla.
—¡Adentro! —volvió a ordenar el del fusil, empujando con él la espalda
del que parecía una mujer.
Entraron y agradecieron el frescor de la
sombra del pasadizo. Los guardias se quedaron fuera. En ese mismo momento, en
dirección contraria a ellos, pasaba un grupo de hombres que iban cargados con
grandes sacos. No llevaban grilletes, así que Bastián supuso que abandonaban la
edificación, como si marcharan de viaje; los sacos serían sus pertenencias.
Sobre el dintel de la entrada descubrió un letrero que decía «Dios os ve», frase
que consideró tan poética como amenazadora. De uno de los sacos cayó algo al
suelo, sin que su portador lo advirtiera. Bastián se acercó a cogerlo. Era una
muñeca hecha con una tela basta, su cuerpo simple parecía estar relleno de arena
o de grano. Su cara se reducía a dos botones en lugar de ojos y una boca hecha
con puntadas de hilo negro. La falta de expresión le otorgaba un aire de
ingenuidad. Quiso devolverla, pero los hombres ya estaban lejos, junto al furgón
blindado, depositando su carga sobre el suelo. Bastián apretó el paso y alcanzó
a sus compañeros.
Ya en el interior de la construcción, el grupo de
recién llegados volvió a detenerse. Ahora se encontraban en medio de un patio de
arena fina, dorada y ardiente por el sol. En el centro se alzaba una nueva
construcción, no menos enigmática que la primera y también circular: una torre
de hormigón gris, coronada por una gigantesca campana metálica. Entre la torre y
la muralla exterior se levantaba un palo vertical de madera que proyectaba su
sombra sobre el suelo. Por todas partes había hombres de cabeza afeitada y
desteñido uniforme gris. Rostros de tasajo que se reunían en grupos para
charlar, fumar o jugar a las cartas. De vez en cuando, alguno dirigía su mirada
hacia los recién llegados, pero luego su interés se desvanecía. Otros preferían
caminar, buscando la sombra de la muralla. Esta se hallaba recorrida en su parte
baja por lo que Bastián consideró que serían talleres. En cuanto al primer piso,
la muralla era un continuo de compartimentos estrechos, pegados uno al lado de
otro.
Los portadores regresaban ahora al interior del edificio,llevando
sobre sus espaldas los sacos procedentes del furgón y desapareciendo por detrás
de la torre. Por la entrada de esta, apareció un hombre seguido de otros dos. Su
vestimenta no era diferente a la de los que deambulaban por el patio; sin
embargo, había algo en él, tal vez su manera marcial de caminar o su
corpulencia, que infundía autoridad.
—Por aquí —dijo, señalando con su
mano hacia la entrada de la torre.
2
—¿Cómo te llamas? —inquirió
el hombre de aspecto pétreo, al tiempo que caminaba dando una vuelta en torno a
él.
—Bastián.
—¿Qué más?
—Bastián.
El hombre se
detuvo:
—¿Qué pasa, que me quieres joder?
—No. Me llamo Bastián
Bastián.
—Así que Bastián Bastián —volvió a decir el tipo, como si
dudara de si se estaba burlando de él, reanudando su paso y escrutando al recién
llegado de arriba abajo, hasta descubrir la muñeca.
—Veo que te gustan
las muñecas, Bastián Bastián. Pues vas a tener todo el tiempo del mundo para
jugar con ellas.
Y estalló en una carcajada. Los demás lo secundaron y
también rieron, como si temieran alguna represalia en caso de no hacerlo.
Después, al igual que hiciera minutos antes con los demás, anotó con cuidada
caligrafía su nombre junto a una fecha, en una de las hojas del cuaderno que
tenía sobre la mesa.
—Firma ahí abajo —volvió a decir el hombre,
señalando un hueco en la hoja de papel.
A diferencia de los otros, que
se limitaron a anotar algo parecido a una «X», Bastián echó un fugaz vistazo al
contenido de la hoja, sin poder llegar a leer nada. A continuación estampó, no
sin cierta ceremonia, su firma sobre el papel.
Se hallaban en una sala
circular, dentro de la torre. Habían accedido a ella tras subir por una escalera
en espiral que conducía al centro mismo de la pieza. Por todo mobiliario había
algunas sillas, una mesa, un par de armarios, una cama y varias estanterías
donde se acumulaban decenas de cuadernos. Las ventanas rodeaban en su totalidad
el perímetro de la estancia. La luz del exterior las atravesaba tamizada por
cristales oscurecidos. «La ociosidad es un crimen» se podía leer en el espacio
comprendido entre las ventanas y el techo. En el centro de la sala, una bombilla
pendía de un cable, como ahorcada; pese a ser aún de día, estaba encendida.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó.
El tono inquisitivo de su voz
ponía de manifiesto que el tipo, en apariencia uno más, debía de tener algún
poder en el lugar. Alguien habrá delegado en él, razonó Bastián, mientras la
pregunta seguía retumbando en el interior de su cabeza, rebotando una y otra
vez, sin que acertara a encontrar una respuesta. Sentado sobre una silla y con
la muñeca entre las manos, miró hacia fuera: todo cuanto ocurría en el exterior
de la torre podía ser visto desde la sala en la que se hallaba. A una decena de
metros, más allá del patio y en el primer piso, se veía una sucesión
ininterrumpida de pequeñas habitaciones; parecían celdas, pero Bastián se
resistía a creerlo, ¿cómo iban a ser celdas si tampoco allí había puerta o reja
alguna? A pesar de que algunos cuartos se encontraban vacíos, en el interior de
otros se distinguía con toda nitidez a sus moradores: dormían, fumaban,
entraban, salían, a veces incluso miraban hacia él... Tenía la sensación de
estar colándose en sus vidas. ¿Y ellos?, ¿lo estarían viendo ellos a él?
Finalmente, mientras una máquina iba despojando de cabello su cabeza,
Bastián explicó que estaba allí por error. Al escuchar esto, todos rieron,
incluidos aquellos que habían sido sus compañeros en el interior del blindado.
Les miró con desprecio. Sus cabezas ahora estaban completamente rasuradas; la
suya lo estaría en breve. Su mirada fue de una cara a otra. La falta de pelo
hacía que todos los allí presentes, sin excepción, tuvieran un rostro similar,
eliminando cualquier posible atisbo de personalidad. La diferencia entre él y
ellos, reflexionó mientras apretaba la muñeca, era que probablemente ellos
estaban habituados a estar en lugares como aquel. Para él, en cambio, era la
primera vez; afortunadamente, se dijo para sí, tampoco iba a estar mucho tiempo.
—Dadles los uniformes.
Bastián se fijó en el tipo que daba las
órdenes. Era un hombre fornido, de brazos ejercitados y tatuados. En su muñeca
izquierda portaba un reloj al que de vez en cuando echaba un vistazo. Detrás de
él, una soga pendía a través de un agujero en el techo. La cuerda de la campana,
dedujo.
Uno de los hombres abrió la puerta de un armario y extrajo
varias prendas de color gris. Sin mediar palabra les fue dando un juego a cada
uno de los recién llegados. Estos se descalzaron y luego se desnudaron. Aparte
de Bastián, el único que parecía sentir algo de pudor al hacerlo era el de
aspecto aniñado. Cuando por fin se despojó de su ropa, mostró, como
avergonzándose, su cuerpo también aniñado. Bastián escuchó las risas de los
otros, mientras la planta de sus pies entraba en contacto con un suelo rugoso y
frío. Dejó la muñeca sobre la mesa y se puso el uniforme, agradeciendo el
frescor y la limpieza de la tela. Como no había distinción de tallas, a algunos
les sobraba y a otros, como al negro, le quedaba algo corto. A Bastián le
quedaba perfecto, y de inmediato se sintió cómodo, como si aquel uniforme
hubiera estado esperando su llegada en el interior del armario. Se fijó en su
nuevo aspecto y luego en el de los demás. Si el afeitado había hecho que sus
rostros se pareciesen, la vestimenta gris eliminaba definitivamente cualquier
diferencia.
—Una última formalidad: levantad vuestra mano derecha.
Obedecieron. El hombre corpulento enseñó un libro, viejo pero bien
conservado.
—... Repetid conmigo: Juro ante la Biblia que no intentaré
escapar y que denunciaré a todo aquel que atente contra la prisión o intente
evadirse.
Sin prestar atención al contenido de las palabras, un coro
irregular de voces repitió el juramento.
—Bienvenidos.
3
—ACOMPAÑADLES hasta sus habitaciones.
Los recién llegados
abandonaron la sala circular, escoltados por los dos esbirros. Salieron al
patio, en formación. A aquella hora de la tarde, el calor seguía siendo
sofocante y al pisar la arena Bastián tuvo la sensación de que andaba por un
camino de brasas. Le pareció que ahora había menos hombres en el patio. Bajo su
uniforme gris, se sentía igual que aquellos tipos que fumaban y buscaban sombra
junto al muro o que aquellos otros que les escoltaban. Caminaba detrás, junto al
guardia que cerraba el grupo, sintiendo cómo la piel de su cabeza recién
afeitada se irritaba bajo el sol. Hacía días que no hablaba con nadie y ahora
sentía la necesidad acuciante de hacerlo. Además, estaba la curiosidad, el deseo
de saber qué lugar era aquel.
—¿Quién es él? —se decidió por fin a
preguntar.
—¿Quién? —respondió el otro.
—Tu jefe.
Bastián escuchó cómo el tipo, a su espalda, reía.
—Fierro no es
mi jefe...
«Fierro», se dijo Bastián para sus adentros. Todo allí era
extraño, hasta aquel nombre.
—... es un preso, como los demás —continuó.
Bastián hubiera querido seguir sonsacándole, pero ya habían cruzado el
patio y se hallaban junto a la muralla circular que lo rodeaba. Sus pies se
sintieron aliviados al encontrar un poco de sombra. Tampoco había puerta allí,
solamente un vano. Entraron y subieron por una escalera. El cemento gris
mantenía fresco el interior. Llegaron al piso superior y caminaron en el sentido
de las agujas del reloj por una galería curva. A la izquierda había una fila de
compartimentos, dispuestos uno a continuación del otro, que carecían de puerta y
de paredes que los separasen del corredor. A la derecha, una fila interminable
de gruesos barrotes de hierro vertical se alzaba hasta media altura. Al otro
lado de la baranda, la mirada volvía a toparse con el omnipresente patio y,
varios metros más allá, la torre gris donde les habían despojado de cabello,
ropa y calzado. Los cristales traslúcidos de las ventanas impedían que se viera
lo que ocurría dentro, aunque era lógico pensar que Fierro siguiera allí. Tal
vez incluso lo estaba observando.
Los esbirros fueron alojando a los
recién llegados en diferentes dormitorios.
—Tu cuarto —indicó el que iba
con Bastián cuando le llegó su turno.
El habitáculo, bañado por la luz
procedente del patio, era exactamente igual a los que habían dejado atrás. A
pesar de que todavía era de día, una bombilla encendida colgaba del techo.
Entró, aunque esa idea, la de entrar, empezaba a resultarle paradójica en un
lugar donde no había puertas. Se fijó en el umbral, buscando en vano alguna
marca que probara la existencia de una puerta anterior. En el lado más exterior
había un tragaluz cuadrado por el que se colaba algo de luz. El compartimento
era pequeño como un brete, de planta casi cuadrada y redondeada por los lados de
la ventana y el que daba al patio. Una sola litera con dos camas era todo el
moblaje. La de abajo estaba ocupada por alguien que debía de estar durmiendo,
pues ni se había inmutado por su llegada.
—Las letrinas están en el
patio —dijo el hombre que lo había conducido hasta allí, señalando con un dedo.
A continuación, se marchó.
Bastián miró su mano, la muñeca seguía allí.
La colocó sobre la cama y luego se fijó en su nuevo aspecto: se encontró
ridículo. Tenía la sensación de estar en una casa de muñecas donde absolutamente
todo lo que hiciera podía ser visto desde fuera. Sentía calor y pensó en
quitarse el uniforme. Desechó la idea, no quería que nadie lo viera desnudo.
Trepó por la escalera metálica de la litera y se tumbó en la cama. A través de
la ventana echó un vistazo hacia el exterior. Sobre el alféizar descubrió
cáscaras de patata resecas por el sol. Fuera no se veía nada, apenas una bruma
blanquecina que lo envolvía todo, difuminando las distancias. El sol todavía
tardaría en declinar, así que sería mejor dormir un poco. El colchón, comparado
con el suelo de metal del furgón, le resultaba cómodo, por lo que poco a poco
Bastián Bastián fue experimentando cómo su cabeza y luego sus ojos se volvían
pesados. El calor parecía reverberar entre las paredes del habitáculo. Estaba
cansado, el viaje lo había dejado con agujetas. Demasiados acontecimientos en
tan poco tiempo. ¿Cuánto hacía que había salido de la ciudad? El sopor fue
cerrando paulatinamente sus párpados. Tenía que poner en orden sus ideas. Al día
siguiente intentaría telefonear a Galfarro, el abogado. Entre tanto, volaba
entre cientos, miles de pájaros. Aves por todas partes, rodeándolo. Desde el
cielo miraba hacia abajo: un edificio gigantesco, circular, gris...
Nota de la Redacción: agradecemos a
Editorial Eutelequia en la
persona de su directora,
Clea
Moreno Szypowska, la gentileza por permitir la publicación del
extracto del libro de
Jaiver
Serrano,
La jaula
(Eutelequia, 2011), en
Ojos de Papel.