Por fin parece haberse cumplido el sueño americano. ¿Qué es el
American
Dream? La formulación corresponde a James Truslow Adams. Fue él, a mediados
de los años treinta del siglo XX, quien estableció esa divisa tantas veces
repetida. La épica de América es la de un país que da a cada individuo una
existencia mejor, más prometedora, con mayores posibilidades y con mayores
libertades. Los Estados Unidos es la tierra de las oportunidades ilimitadas, el
lugar del mérito, de la capacidad: esa nueva nación que hace de la frontera, del
Oeste, del cambio, del desplazamiento, su horizonte. El sueño americano no es
únicamente tener automóviles vistosos, grandes. Es algo más. No se reduce
tampoco a cobrar salarios elevados. En realidad, el sueño es disponer de todas
las capacidades personales sin tener que rendir tributo al nacimiento, al
origen, a la pertenencia, al linaje.
Hay una expectativa de riqueza,
pero también hay un paisaje móvil, una extensión de tierras, de propiedades, de
tesoros, que están aún por colonizar y explotar. Los individuos buscan su
felicidad, tienen derecho a buscarla, y se protegen, se guardan y se ayudan a sí
mismos. Si lo hacen, Dios les ayudará. Profesan sus creencias y nada ni nadie
pueden restringir sus libertades personales. Es posible prosperar y es posible
ascender en la escala social. ¿Los resultados? Un disfrute material, algo de lo
que gozan los individuos y algo que puede universalizarse. Todos son
bienvenidos, reza el sueño estadounidense, y a nadie se le pregunta por sus
orígenes. Es más: una vez establecidos en Norteamérica, todos pueden moverse: ir
más allá buscando las ocasiones. América es una nación joven y lo joven es allí
el emblema de las oportunidades.
“La única cosa que debemos temer es el
miedo mismo”, dice y repite Franklin Delano Roosevelt. No hay enemigos que no
puedan ser abatidos. O según apostilló Harry S. Truman: “como hemos inventado la
bomba atómica, la hemos utilizado”. Todo puede ser allanado, arrasado,
aligerado. Todo brilla con una luminosidad insoportable, con la lozanía de lo
joven. ¿Es así?
2. Regresemos a los años cincuenta, un momento de
esplendor, en efecto. El hedonismo es satisfacción, pero también es
preocupación… En esa circunstancia, en esos años cincuenta de consumo y
opulencia, los jóvenes irrumpen, se hacen ver y se les tiene en cuenta:
preocupan su educación, su estabilidad emocional, su adaptación, su maduración;
pero preocupan también la insolencia y el desdén frecuentes con que critican o
desprecian el mundo de los mayores, ese que han construido en la nación de las
expectativas. Los
jóvenes
irrumpen, sí, en la sociedad y en el mercado. Se hacen
visibles y a ellos se destinan productos, bienes, artículos que en otro tiempo
fueron lujos de adulto. Consumen y protestan; compran y se quejan. Por un lado,
disfrutan de las mejoras de modo hedonista; por otro, se atreven a manifestar su
descontento o su repudio.
Las familias les dan cobijo y seguridad, pero
a la vez les imponen normas. Es una institución con códigos: cada uno tiene su
papel, cada uno tiene su función, cada uno está sometido a las reglas que ha
aprendido o que le han sido transmitidas de generación en generación. Desde ese
punto de vista, no hay nada que cuestionar, nada que preguntarse sobre esas
normas con que los antepasados han fijado sus comportamientos.
Ahora
bien, la prosperidad material perturba: trastorna lo fijado o lo heredado y
cambia las certidumbres. Si sientes que tienes poder, riqueza, bienestar,
seguridad, es probable que exijas más: las expectativas son mayores y mejores.
Por tanto, también es probable que aceptes peor las humillaciones que te
infligen o el conformismo de tus mayores. Y es posible que discutas las
fantasías en que se basan las relaciones familiares. La sociedad es el espacio
de la sociable insociabilidad de los humanos y es el lugar de las hipocresías,
esas simulaciones y silencios que permiten tolerarnos o soportarnos. Las
instituciones nos hacen creer en la certeza de las cosas. Aceptas que todo es
así, que todo ha de ser así y no de otro modo, cuando no hay más remedio, cuando
la fatalidad de la situación y de la posición parece inamovible.
En
cambio, en cuanto te sientes injustamente tratado pero fuerte, te rebelas: las
mudanzas socavan las certidumbres y arruinan la evidencia de las cosas. Alexis
de Tocqueville, por ejemplo, diagnosticó esto para la Francia del Setecientos.
Para la Norteamérica del siglo XX podría haber dicho algo semejante si su viaje
a los Estados Unidos se hubiera realizado en el Novecientos en lugar del
Ochocientos: si su periplo atlántico se hubiera completado hacia 1955. Han
pasado ya diez años tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y Stalin ha muerto.
Norteamérica disfruta de una expansión sin precedentes: el porvenir se abre
esplendorosamente. ¿Es así?
Alexis de Tocqueville muy bien podría haber
dicho que la prosperidad aumenta las expectativas, sí: casi siempre expectativas
inmoderadas que se incumplen, desengaños que se toleran muy mal. No es sólo que
lo anhelado no se alcance; es que lo imaginado altera el sentido de lo real, lo
existente: por un lado, percibimos los defectos de esa realidad; por otro,
esperamos rehacerla o cambiarla sin importarnos hasta qué punto es modificable.
La expectativa genera omnipotencia. De ese error, de esa supremacía desmesurada,
se siguen frustraciones, revoluciones o rebeliones.
Pongamos un ejemplo
que pueda servirnos para captar este cambio estadounidense y, sobre todo,
pensemos en un caso que pueda ilustrar dicho proceso. Me refiero a
Rebel
Whitout A Cause (1955). Es decir:
Rebelde sin causa, de Nicholas Ray.
Si se ha visto algo de cine o se han contemplado imágenes del Novecientos, esos
iconos que resumen una época o a toda una generación, entonces recordaremos a su
protagonista, a James Dean: en el film, Jim Stark. La película sintetiza buena
parte de los cambios señalados.
Está la América próspera, con lujos
pequeños que hacen más llevadera la vida cotidiana. Están las familias
acomodadas con esposos bien empleados y esposas que ejercen de amas de casa:
compran y se rodean de bienes, sabiendo que sus hijos tendrán un entorno
confortable. Están los jóvenes pudientes o que esperan ser ricos, esos muchachos
que viven sin estrecheces materiales y sin graves contratiempos: pueden gastar,
pueden estudiar y pueden soñar con un futuro mejor que el de sus padres. ¿Mejor
que el de sus padres? Quizá el presente no sea tan satisfactorio...
La
historia que Nicholas Ray nos cuenta es la de una rebeldía juvenil, la que
protagoniza Jim Stark. ¿Una rebeldía? Parece ser así, ciertamente, pues el
título es bien explícito:
Rebel Without A Cause. Stark es rebelde, se
muestra rebelde de principio a fin. ¿De principio a fin? Los primeros planos del
film, aquellos en los que vamos a leer los títulos de crédito, son rotundos. Se
trata de eso: de analizar esas imágenes iniciales, ese principio. Ahí está
esbozado el malestar de Jim Stark; y está apuntado su tormento. ¿Cuál? Ah,
echemos un vistazo: esto no es un examen fílmico. Es, simplemente, un atisbo. Lo
siguiente está por venir. Pronto tendrán noticias…
3. Secuencia de
apertura. Exterior noche, vista de gusano: un muchacho que viene caminando,
trastabilla. El suelo está lleno de inmundicias, de papeles arrugados, y en
medio de esas basuras hay un juguete en movimiento, un muñeco de cuerda que toca
los platillos. Se nota que el joven está borracho. Quizá se ha excedido con la
bebida. ¿Por qué? ¿Acaso es un irresponsable o, por el contrario, ahoga en
alcohol sus penas?
El muchacho cae. Precisamente cuando cae, el juguete
deja de funcionar. Con la cámara a ras de suelo, descubrimos al personaje
mirando con simpatía al muñeco. Es entonces, cuando el joven ya está derrumbado
y el muñeco está parado, cuando los créditos en color rojo muestran con
mayúsculas el nombre del protagonista: James Dean. La imagen se ha congelado. Al
reiniciarse el movimiento, el joven toca levemente el juguete, apenas lo roza.
Después lo toma entre sus manos, siguen los créditos que anuncian, también con
mayúsculas y entrecomillado, el título de la película (“Rebel without a cause”).
Le da cuerda y vuelve a funcionar.
Siguen los créditos en los que
aparecen los nombres de los restantes personajes principales (
Also
starring), siempre en mayúsculas pero con caracteres de tamaño decreciente:
Natalie Wood y Sal Mineo. Finalmente, el joven para el mecanismo del muñeco
tomándolo entre sus manos otra vez. Lo tumba, lo acuna y lo arropa con uno de
esos papeles arrugados que hay allí. Le pone como almohada otro desecho.
Inmediatamente después, él mismo se acuesta a su lado y a su altura, en
el suelo y en plena calle. Le arregla el embozo de la sábana de papel como
último gesto de ternura y se duerme. Ambos se duermen. En posición fetal, según
me advirtió, según me hizo ver un amigo… Al fondo divisamos la fachada de una
mansión esplendorosa, un frontis iluminado con un derroche de luz que contrasta
con la oscuridad reinante. A la izquierda de la imagen, en el jardín de ese
caserón, hay un cartel que prohíbe el paso anunciando peligro a quien se
acerque. Reparamos justo en este momento en la mansión y en el rótulo, pero
ambos han estado allí desde el principio. También desde el inicio hemos
escuchado una banda sonora: sin embargo, de pronto, cuando acaban los títulos de
crédito y el joven se dispone a dormir la mona junto al muñeco, oímos una sirena
policial. Lo adivinamos: vienen a por él. Fundido encadenado. Vemos al muchacho
de espaldas, arrastrado por dos agentes que lo llevan arrestado. Lo están
introduciendo en la Police Station. Division 6. Juvenile División.
En
estas imágenes descritas, que sirven para mostrar los créditos, están
condensados algunos de los motivos principales de la película. ¿Acaso el joven,
impolutamente vestido, es un juguete roto, un rebelde solo, aislado, como el
muñeco abandonado al que se le acaba la cuerda, o como el muchacho al que sus
padres no entienden o protegen adecuadamente? ¿El hogar bien alumbrado que sirve
de fondo es quizá la América opulenta, ostentosa, que contrasta con los desechos
que hay a pocos metros de la entrada? El muchacho cae, está por los suelos.
¿Quién lo levanta? En principio, dos agentes de policía, de la división juvenil.
La institución que vela, protege y recoge, funciona: los agentes se muestran
comprensivos, incisivos y compasivos. Pero si un joven ha llegado a ese extremo
es, quizá, porque le ha faltado la contención o la vigilancia de los padres. ¿Es
así? ¿Qué papel desempeñan?
Como indica el título de la película, no
parece haber causa para el malestar de Stark: es hijo único de un matrimonio de
clase media, unos padres americanos que pueden pagarle los estudios
universitarios en la High School (Dawson High). ¿A santo de qué esa rebeldía?
Los progenitores no son especialmente raros. La madre es tiránica y posesiva,
sí, pero no tiene malos sentimientos hacia su hijo y lleva aceptablemente la
casa. El padre vive, quizá, algo acobardado o paralizado por su esposa, aunque
tiene trabajo y cuida de su familia. Es más: trata de entender a su hijo, la
desazón que lo corroe y que el joven no sabe diagnosticar o expresar.
Jim Stark reprocha a su padre que no pueda protegerle (de la madre
posesiva, principalmente). Por ello se mudan constantemente de ciudad, como un
americano medio siempre dispuesto a comenzar: el muchacho tiene broncas y
cambian de sitio para empezar de nuevo. A esos reproches, el padre responde
diciendo: trato de hacer por ti todo lo que puedo. ¿No te compro todo lo que
deseas? Los jóvenes ya no se conforman con la comodidad material. ¿Qué es lo que
está pasando? ¿Y el sueño americano? La televisión lo difunde, el cine lo
universaliza. Fundido en negro.
Permanezcan atentos a la pantalla. En
breves momentos continuaremos con nuestra programación habitual.
SIGA en
el blog del profesor Justo Serna el debate sobre
COVERS (USA, 1951-1964) Cultura, juventud y rebeldía:
-
No
se pierdan esta exposición (desde el 28 de
enero)
- Cultura,
juventud y rebeldía (desde el 2 de febrero)
Tras una breve
introducción, créditos sobre las escenas iniciales de Rebelde sin
causa (vídeo colgado en YouTube por Lenafreed)