Es verdad que el
patetismo contemporáneo frecuenta gozosamente la erótica playera de la camisa
estampada, las bermudas, el ronroneo de chanclas. Es verdad, también, que uno de
los modos más certeros de calibrar la humanidad de un sujeto reside en enfocarle
bajo el haz ramplón de una cotidianidad oficialmente hortera. Y van dos
verdades.
Los descendientes
(The Descendants, Alex Payne, 2011), o el más reciente
eslabón en esa masculina cronología del desencanto que su director iniciara con
A propósito de Schmidt
(About Schmidt, 2002) para afianzar vía
Entre copas (Sideways,
2004), conjuga ambas certezas en lo que sabe a otra (una más) reflexión
agridulce acerca de -¡sorpresa!- la célula familiar y sus desordenes
sentimentales. Conforme, nada nuevo. Pero, vadeando traumas y constantes en la
ficción de los últimos 4000 años,
Payne sabe qué (se) hace, esto es:
domina con virtuosismo los resortes de esa universal caja de cambios que aúna lo
inequívocamente trágico y una comicidad perversa, desternillante. Entonces:
nueva muesca en la notable culata del canon 2011. Y ya llevábamos
unas cuantas.
Mahalo, Hawai Tras los
Jack Nicholson y
Paul Giamatti de las primeras paradas -y el imberbe
Mathew
Broderick en la seminal distancia que marca
Election (1999)-
Alex Payne juega la carta
Clooney,
George Clooney, para
rematar una jugada maestra. Como ellos, aturdido por la necesidad de reacción
ante las circunstancias, lastrado -otra vez, como ellos- por una ausencia
femenina, Matt King (
Clooney) es un abogado hawaiano cuya longeva saga,
dueña de un jugoso pedazo de isla, le ha encomendado venderlo y dar así
carpetazo a una herencia tan suculenta como fastidiosa. Uniformado al uso local
-ese dramático disfraz para veraneantes eternos, hawaianos-, Matt nunca dejó de
perderse las fiestas que merecían la pena, incluidas sus hijas, su esposa, que
le engañaba con un promotor inmobiliario -el mismo que podría beneficiarse de la
venta-, y que ahora, tras un accidente en motora, bracea hacia la muerte desde
un coma clínico. Detrás, mar de fondo: surferos, ukeleles y pantuflas. De cielos
desvaídos y archipiélagos fantasma,
Payne encierra su relato bajo un
exotismo de segundos tiempos, el verano que nadie -y mucho menos Matt- detalló
en septiembre. Alguien olvidó las postales.
Sí, ya lo anotaron otros
mucho antes.
Los descendientes (y, a la cola, la filmografía de su autor)
estira el pulso genial que evangelizó
Wilder, los tipos buenos de
Preston Sturges, la irrisoria frontera que distingue el llanto de
un carcajeo forjado en la irreverencia. Y al final: los agujeros rutinarios del
existir, la historia auténtica, la de los feos, o cuando
Clooney adoptó
la desafortunada estética de un
H.S.
Thompson con pinta de veranear en Florida. Mimados piadosamente,
los King -y la demografía del cine según
Alex Payne- avanzan hacia la
realización, el mero tránsito o la más absoluta disolución; de otra manera,
etapas de una humanidad cosida a partir del retal de sus defectos, que sobrevive
en bañador, vagabunda, aplastada por la parpadeante desdicha de un cadáver
enchufado. Con todo, sobrevive. Aunque Matt -al igual que le sucedía a
Stephen Dorff en
Somewhere
(Sofia Coppola, 2010)- no sepa cómo arreglárselas para manejar a
sus descendientes (hijas, primos, albaceas); y aunque nadie, por mucho que
sonría, quede a salvó de embarrarse.
Common people. Por eso.
Porque Payne debe guardar algún vínculo consanguíneo con sus criaturas.
Y -qué cosas, en la medida de lo posible- las protege desde un guion que,
sabiamente, ilumina los tramos muertos, introduce elipsis y pasadizos bajo la
anaranjada huella de una puesta de sol oficial. A fin de cuentas, algo despide
un aroma crepuscular desde el fondo abisal del cine de Payne. Sobre las piscinas
vacías, en la tierra virgen que será
resort, en parentescos sellados
mediante la firma de un notario, en la orfandad, la soledad y la humillación.
Estaciones múltiples hacia otra última verdad fundamental. Y es que nos
necesitamos. Cada vez más.
Tráiler en español en la
site oficial de la
película
Tráiler
de la película Los descendientes, de Alex
Payne