Comenzaré por decir que mis lecturas de
Maillard siempre me han
producido la sensación de encuentro, de yo ser parte de aquello que se escribe.
Pocos poetas logran ser escritura del otro con tanta lucidez como ella.
Bélgica es un cuaderno “autobiográfico” (1) -nota al margen de su libro
Husos (Pre-Textos, 2006)- pero en él se desarrolla la autobiografía de un
viaje interior. Hay muchos tipos de viajes, pero quizás los que nunca se
abandonan son aquellos que regresan a nuestro a origen, a nuestro tiempo puro.
Escribe Maillard:
Lo que aconteció fue un destello, uno de
esos destellos que a Proust le hubiesen gustado sólo que, a diferencia de los
suyos, por mucho que me empeñase con estrategias de distanciamientos y
aproximaciones comedidos, éste no lograba ensancharse. La visión me transportaba
no sé muy bien adónde, sin duda a un lugar muy remoto de la infancia, pero la
imagen no terminaba de abrirse y ningún horizonte acudía a ubicar el fragmento
en un lugar concreto del pasado (2).
Este fragmento es
esclarecedor. La autora habla de un “destello”, una fulguración que convierte el
tiempo en un lugar. Es ahí cuando comienza el regreso de la escritura. No es un
lugar físico tan sólo, de ahí la dificultad para ubicarlo, para conocer el
dónde. Es difícil porque en el momento que se produce esa fulguración
todo se vuelve diáfano, con lo que su etimología dice: “lo que aparece”
(
φαίνειν), también “lo transparente” (
διαφαίνειν). Lo que aparece
es transparente. Como muy bien expone
Lola
Nieto, estudiosa de la obra de Maillard: “Y es que Chantal
Maillard, en este cuaderno, procura dar cuenta, como Santôka, de una experiencia
de retorno al
furusato” (3). Esa última palabra es exacta: el
furusato para la cultura japonesa es el regreso al lugar puro de la
infancia, pero no sólo como lugar habitado, sino como lugar de la mente. Es el
lugar exacto que se asemeja al
επιστροφή (epistrofí) griego: la vuelta,
el regreso a lo originario. No se abandona nada de lo que haya acontecido. Así
articula Maillard toda su obra. Eso es
Bélgica, un lugar de la mente que
re-habita para saberse tras un regreso, para saber qué ocurrió en el
mí.
Y es que la obra de Maillard está en constante construcción, su obra conoce el
sentido de los ríos. Me fue inevitable recordar otro de sus libros que nacieron
a Bélgica y que ya hemos mencionado:
Husos. En este libro
escribió:
Una a una. Segrega. Se segregan. Vienen de la
memoria, unas, otras se construyen al momento (phantasía, decían los griegos:
representación; phantasmas: imágenes). Se construyen, las nuevas, con fragmentos
de las anteriores y un cierto consentimiento. Se hacen proyecto
(4).
Cada acto de escritura es una multiplicación de algo
que existió, es una escritura especular, pero no repetida, sino prolongada.
Nunca encontré una repetición en la obra de Maillard, sino una manera más de
presentarse
un algo más. Escribe en
Bélgica:
Todo remite a otra cosa. Estoy hecha de recuerdos. Soy ya más memoria que
presente. Debe ser eso, la vejez: todo es reconocido; nada se ofrece puro.
Cualquier impresión apela a otra, anterior, que se activa con tal fuerza que la
actual se convierte en simple soporte del recuerdo (5). La
escritura de Maillard en
Bélgica, en
Husos o en
Hilos es la
de la observación, la del verse a lo lejos para presenciarse –con el sentido de
hacerse presencia,
parousía de aquello que reclama lo que pierde el
mí. Continúa Maillard:
Escribir para no perderse.
Como punto de apoyo. Relatar para controlar. Para no perder. Para no perderse.
No tanto. No más. Repetir en lo escrito los gestos, decirlos, decirse. Para
preservar la constancia del mí entre todo aquello que se escapa:
recorta
hojas del papel del tamaño de su mano, las superpone, las dobla y las anuda con
una cuerda fina. Es su primer diario. Lo lleva colgado del cinturón como una
llave maestra. Sabe que nadie podrá relatarle su vida más adelante.
Los
compañeros de infancia, apenas conocidos se pierden de vista; cada año, en cada
internado, son otros distintos. Nadie hay en permanencia que acompañe y pueda
ser testigo. De modo que se entrena leyendo en voz alta lo escrito para dar así
constancia de los hechos, que en su dobles adquieren la cualidad de lo evidente
(6). En
Bélgica reconstruye una existencia escindida, la
comprende, porque
se presencia, añade desde un
ahora los
fragmentos que les faltaban a las grietas que provoca la nostalgia –ese
particular dolor por el regreso que busca com-pasión -. El camino que sigue para
esa nostalgia está hecho de la baba del caracol –ese animal que se desarrolla
con su capa protectora a la par que él -. Claramente lo expone en su interesante
texto
En la traza. Pequeña zoología poemática:
O
bien, la baba del caracol: la traza brillante, sendas luminosas dejadas por un
ser pequeño, insignificante. Trazas de luz sobre la piel. Superficie estriada.
No surcos, no hendiduras, no heridas, sino trazas, vías, accesos para el
acontecer (7).
Maillard parte siempre desde lo pequeño para
llegar hasta el acontecimiento. Y así se hila en
Bélgica. El recuerdo de
un poema que evoca el olor de la hierba, pero sobre todo el de los lugares que
presenciaron a la Chantal niña que comenzó a tejer, ya desde entonces, un
discurso poético elaborado con los restos de ese caracol. Su Bélgica natal es la
prueba de la memoria que dejó en la infancia, la prueba de “estar viva”, aunque
esa distancia que otorga la memoria haga sentir la vida como un animal herido,
aterido de frío, alimentando su propio calor, su débil calor. Escribe Chantal
Maillard en uno de los fragmentos más emocionantes del libro:
Los lugares duermen durante nuestra ausencia, se inmovilizan. Los
hallamos tal y como los dejamos y hay que atraerlos despacio hacia el ahora que
somos, que hemos venido siendo mientras tanto. Es extraño encontrarse con la
huella del gesto que hicimos entonces: en el bolígrafo que posamos en la mesa,
la carta que dejamos sin abrir o el rastro de un objeto que desplazamos. Gestos
que no tuvieron continuidad porque nos llevamos las manos a otro lugar y allí se
entregaron a otros movimientos. Es extraño ver cómo ahora estas mismas manos
recogen el bolígrafo, abren la carta y levantan los objetos con temor a que algo
de aquello pudiera quebrárseles entre los dedos (8).
La ausencia
abole el tiempo, lo paraliza. Cada objeto, cada movimiento: el gesto de la caída
de un bolígrafo sobre la mesa, la carta que espera ser abierta y desvelada o el
lugar abandonado por un objeto, se convierten en trazas, en caminos que esperan
transitarse. Abandonar nuestras huellas y no encontrarlas nunca es,
posiblemente, el peor abandono del hombre. No reconocernos en las cosas,
asimilar su movimiento, también su quietud. Al leer este fragmento que acabo de
citar, recordé una hermosa conversación con un amigo paleontólogo en un café de
Barcelona, hace unos meses. Él me decía que el simple movimiento de propulsión
de un pulpo prehistórico podía quedarse marcado en el suelo marino y
fosilizarse. Su movimiento podía quedarse ahí, esperando el paso del tiempo y
encontrarlo milenios más tarde. Encontrar el movimiento. Eso mismo ocurre en
Bélgica. Maillard nos enseña los restos de esos movimientos para que
continuemos hasta llegar al acontecimiento, al momento en el que ese pulpo
ascendió desde las profundidades marinas. Fosiliza el movimiento.
Pero
las metamorfosis del tiempo, su solidificación que se convierte en lugar,
también requiere un esfuerzo para poder ver ese no-tiempo de la memoria de una
manera nueva. Es difícil reconstruir los lugares, presenciar ese fósil sin
recordar el movimiento que lo favoreció. Y ese trabajo de escritura hace mostrar
la vida como un telar de resonancias en la que nada es nuevo, tan sólo es nuevo
el acontecimiento primero, no su
revisitación:
Así
también mi vida, en dos tiempos superpuestos, el antes y el ahora, el ahora con
su sombra y su resonancia, sus ecos. ¿Cómo dar un paso, en esta ciudad, sin que
algo resuene en la memoria? ¿Cómo leer el nombre de una calle sin oírlo
pronunciar dentro de mí con el acento de una voz que no es la mía? ¿Cómo ver sin
volver a ver? ¿Cómo caminar con mis pasos, ahora? (9) En
definitiva, ¿cómo volver a ser? ¿cómo recuperarnos? Parece que el ahora tan sólo
entiende de un regreso, que nuestro cambio no es más que una nueva huella más
para dirigirnos al origen. Leer el nombre de una calle, cuando el acento y la
voz, nuestra propia voz, han cambiado hace de la escritura de Maillard un juego
de duplicidades. “Autrui est secret parce qu’il est autre” (10), afirmaba el
filósofo Jacques Derrida en una entrevista de Antoine Spire para “Le Monde de
l’Education” en septiembre de 2000.
Autrui y
autre, eso es la voz
de Chantal Maillard en este libro. Secreta y otra.
Autrui, autre. En esa
misma entrevista, Derrida proclamaba su admiración por la expresión
une fois
pour toutes –
una vez por todas-. La admiraba porque reducía a la
mínima expresión al hecho que no acontece –
ce qui n’arrive- salvo una
sola vez, pero esa
irrepetibilidad deja paso a algo que lo sustituya
trasladando su sentido primero del lenguaje –en
Bélgica podrían ser las
fotografías que a lo largo y al final del libro aparecen.
L’inédit
surgit, qu’on le veuille ou non, dans la multiplicité des répétitions (11),
continúa Derrida. De este modo,
el otro fue otro, por eso es secreto, lo
que está al otro lado de lo que se observa. Escribe Maillard:
No obstante, el ahora está hecho del antes. Volvemos a plegar en los
mismos pliegues, y no basta recordar para alisar el tejido. A menudo, las hebras
se cansan de tanto plegar. A veces, incluso, se rompen. El tejido, entonces,
cede. Se vino abajo, decimos, en esos casos.
Cuando vuelvo al ahora, mi
escritura se endereza, como si la inclinación determinase el movimiento de la
ida, o el de la vuelta, es lo mismo, el de una fuga, siempre. Recta, en cambio,
la atención se detiene y equilibra, ¿qué es lo que equilibra? No lo sé. Tal vez
el ahora sea simplemente cuestión de equilibrio. El de la mente, atrás y
adelante, adelante y atrás, el yo queriendo afianzarse. El yo se afianza en la
doblez. Ha de poder reconocerse. Por eso vuelve atrás. Para decirse. Y se
proyecta hacia adelante por lo mismo. La identidad del yo se forja con el doble
(12).
La autora habla de un “volver”, de una vuelta que provoca
que su escritura se enderece. ¿Acaso el
επιστροφή –epistrofí-
griego, no quiere decir eso? ¿No es la vuelta a lo que ya no es
per-verso, el
furusato? Para ello, la voz poética se duplica. “El
espejo se convierte en un caleidoscopio”, escribe Lola Nieto al respecto en su
artículo más arriba mencionado. Y es así. Millones de reflejos que nos hacen
mirar a todos lados sin saber
cuál – palabra nada casual que da nombre a
una sección de su libro
Hilos (13), por cierto- de los otros es el primer
otro. En realidad, Bélgica es la infancia desposeída de tiempo, lugar,
detalles…es la memoria de los sentidos que espera, el giro y la propulsión del
pulpo bajo el agua, la pertenencia a aquello que en el ahora se observa. Es el
sentido primero en la presencia de un hermoso perro negro llamado Toby que
aparece en la portada del libro y que custodia al bebé que luego regresará a
Bélgica buscando a
otro.
Autrui,
autre.
Marta López
Vilar, Madrid, 30 de noviembre de 2011