Jorge Fernández Gonzalo: <i>Filosofía zombi</i> (Anagrama, 2011)

Jorge Fernández Gonzalo: Filosofía zombi (Anagrama, 2011)

    TÍTULO
Filosofía zombi

    AUTOR
Jorge Fernández Gonzalo

    EDITORIAL
Anagrama

    PREMIOS
Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2011

    FICHA TÉCNICA
ISBN 978-84-339-6325-3. Barcelona, 2011. 224 páginas. 17 €



Jorge Fernández Gonzalo es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid

Jorge Fernández Gonzalo es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid

David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard

David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard


Reseñas de libros/No ficción
El no muerto en la sociedad de masas: Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo (Anagrama, 2011)
Por David P. Montesinos, jueves, 1 de diciembre de 2011
Parece que los zombis se han puesto de moda. La actual zombilogía tiene dos momentos clave: el estreno del film de George Romero La noche de los muertos vivientes (1968), una entrañable (nunca mejor dicho) serie B rodada en blanco y negro, y la explosiva irrupción del video clip Thriller de Michael Jackson, en la Navidad de 1983. Si nos avenimos a buscar factores fundacionales, podríamos referirnos al célebre film de Jacques Tourneur Yo caminé con un zombi (1943). Si optamos por buscar bases científicas que, de alguna manera, apoyen toda la fabulación posterior, nos encontramos con el Pez Globo, propio de aguas caribeñas y que por lo visto produce con su mordedura un estado de muerte aparente. El precipitado de este veneno, utilizado como sustancia psicotrópica, puede, según leyendas haitianas, “zombificar” a un ser humano, o lo que es lo mismo, privar a la persona de voluntad propia para convertirlo en esclavo. El boom cultural de los dos últimos años se explica por el éxito de la serie The Walking Dead, surgida de un cómic igualmente celebre.
En las páginas finales del ensayo nos encontramos una cita de Negri y Hardt: “Vampiros y zombis parecen, más que nunca, las metáforas más apropiadas para caracterizar el dominio del capital”. En la medida en que refrenda el valor del imaginario zombi como síntoma de algunas derivas de la experiencia del sujeto contemporáneo, esta imagen podría servirnos como guía para descifrar las claves de este texto ciertamente atractivo.

¿Podemos hablar de una “filosofía zombi”? No es la primera vez que los elementos de un universo figurado exitosamente en la esfera narrativa son convertidos en categoría filosófica, es decir, en clave comprensiva del presente. Si acertamos a definir el filosófico como un ejercicio crítico, la emergencia de una filosofía zombi o -para ser más precisos, aunque menos snobs- de un discurso sobre el imaginario zombi, nos puede ayudar a cumplir la vieja misión del pensador. En ese sentido, los zombis habrán de lanzarnos a recorrer espacios intransitados hasta ahora por la reflexión y dislocar la comodidad de los esquemas ya instituidos para abrir la interpretación a sendas nuevas. Quizá -y el ensayo de Fernández Gonzalo habita con soltura esta paradoja- lo característico del zombi sea precisamente que carece de una filosofía, que su infección supone la renuncia a todo discurso, pero es que acaso sea justamente ése, como ahora explicaremos, el contagio que se extiende hoy entre las masas.

Si el vampiro era un héroe del romanticismo individualista burgués, el zombi es producto de la sociedad de masas

¿Por qué este desenlace apocalíptico para el relato de la hegemonía humana sobre el mundo? Es la ausencia de respuesta, es decir, de razones, lo primero que caracteriza al fenómeno zombi. Ahora bien, no sabemos qué exactamente desencadena tan extraña y demoledora pandemia, pero sí intuimos que hay un trasfondo en su avance implacable. Éste contiene en primer lugar claves socio-históricas, por ejemplo el carácter depredador e insaciable que ha tomado el capitalismo contemporáneo. En segundo lugar, podemos referirnos a una clave antropológica, en tanto en cuanto se están desubicando las certezas respecto a quiénes somos y qué pretendemos hacer de nuestras vidas, de manera que la especie se deshumaniza porque ya no es capaz de definir el sentido de su deambular por el planeta.

Esa desubicación deshumanizadora se percibe con facilidad en esos relatos estremecedores, muy típicos del género, en los que los zombis repiten como autómatas los actos que –como el de tirar una carta al buzón o barrer el suelo- llevaban usualmente a cabo cuando aún no estaban muertos. “... el zombi no es otra cosa que un autómata renacido, y su mitología la de una pérdida de identidad, la del desequilibrio entre la otredad y la mismidad” (página 35). En el zombi ya no hay identidad porque también ha dejado de haber historia. Como el yonqui, que queda atrapado para siempre en un presente espeluznante, el acontecimiento –para él la necesidad de agarrar a la presa y devorarla- le convierte en un rehén del que sólo la muerte –la muerte a todos los efectos- podría liberarle.

Es crucial marcar la diferencia entre este monstruo y el héroe de la literatura vampírica. Las dos son figuras de la llamada literatura de terror, pero no son figuras del mal o, al menos, no lo son de la misma forma. El vampiro es hijo del modelo de narración gótico, que nada tiene que ver con la obscenidad perseguida por el gore. Precisamente lo que el vampiro se niega a ser es obsceno. Necesita sangre, sí, pero la atmósfera que le rodea no es la putridez de las vísceras y la pornografía de las humores internos que se desbordan, sino la transgresión de las normas que nos prohíben el pecado; el de la lujuria para empezar, y también el del poder o la seducción.

Tememos a la plaga que amenaza con diluir nuestra condición de sujetos –esa por la que tanto ha luchado Occidente- en el anonimato imbécil de una colectividad postmoderna, desestructurada e indiferente

Frente a la atracción del mal que encarna el vampiro se diría que el zombi democratiza el horror precisamente porque carece de la elegancia de aquel malvado dotado de una romántica aureola. “Frente a la dignidad y juego de los vampiros, estos engendros sin alma ni rostro no eran otra cosa que peleles guiados por el ansia de devorar a los vivos, sin mayor relieve como personajes dentro del amplio bestiario cinematográfico del horror. Sin embargo, es en esa extrañeza donde el zombi romeriano gana terreno como mito de las modernas sociedades de consumo” (página 25).

El Conde Drácula quiere sangre, la necesita, pero como necesitan satisfacer su deseo los seres lujuriosos y transgresores; por lo demás apenas tiene necesidades. Por el contrario, el zombi es un desagradable autómata que sólo quiere sobrevivir. El suyo es un deseo sin alma ni proyecto, un deseo amoral porque no dispone del mapa de valores que requiere la inmoralidad vampírica, destinada a morder y convertir a su proyecto de poder a las más bellas e inocentes vírgenes, las cuales se volverán libidinosas y perversas tras sucumbir a los colmillos del Conde. El zombi no pretende ser superior a sus víctimas, no puede concebir el desprecio. Nada de esa soberbia queda en el no-muerto democratizado, el cual cosifica a sus presas precisamente porque él se siente también como una cosa. En suma, el espacio lógico dentro del cual deambula el zombi, el gore, no propone el miedo desde el juego de sombras del vampiro, sus equívocos, su engaño, sus oportunas ausencias y el porte aristocrático de su cortesía. El gore, más real que lo real, nos lo muestra todo: no sólo hace correr la sangre con una efusión que ofende al admirador de los vampiros, también las vísceras, las escoriaciones, los humores y los jugos internos. Las estancias donde el vampiro se nos anuncia huelen a muerte y a cerrado, alrededor de las multitudes de zombis sólo huele a pútrido.

Al margen de que nos atraiga más el monstruo decimonónico que el de las películas de Romero de los años sesenta o setenta, debemos saber reconocer la evidencia de ese giro cultural. Y no se trata de un simple cambio de gustos en el espectador o, en todo caso, tal cambio obedece a causas sobre las que conviene profundizar.

Este vaciamiento no puede dejar de tener consecuencias políticas. El zombi encarna en grado sumo esa indiferencia de las masas que se asocia a las democracias catódicas

Si el vampiro era un héroe del romanticismo individualista burgués, el zombi es producto de la sociedad de masas. Tememos, acaso sin ser conscientes de ello, el ansia desaforada de la horda consumista, la cual amenaza con devorarlo todo. De igual manera, este miedo puede extenderse al que tenemos a la invasión de las masas famélicas del sur del mundo. El zombi es nauseabundo, y lo es porque encarna el más contemporáneo de nuestros horrores. Tememos a la plaga que amenaza con diluir nuestra condición de sujetos –esa por la que tanto ha luchado Occidente- en el anonimato imbécil de una colectividad postmoderna, desestructurada e indiferente. Buscamos claves en nuestra biografía que nos pongan aparte de esa horda, pero presentimos por todas partes la amenaza de infección, ese mordisco que nos convierta en un igual más, que nos incorpore a ese ejército de autómatas al que siempre hemos temido pertenecer.

Ese peligro es hoy mayor que nunca debido a la globalización, la cual supone que una serie de pautas de conducta muy básicas y empobrecedoras nos emplazan a formar parte de una trama colectiva que ahora se hace mundial. Nada se comparece mejor con ese arrasar con todo de la horda zombi que el capitalismo contemporáneo, empeñado en extenderse por todos los espacios de nuestras vidas públicas y privadas para convencernos de que no hay alternativa ni escapatoria. El neoliberalismo, en tanto que se pretende universal no contempla la posibilidad de alternativas, se entiende a sí mismo como pensamiento único.

¿Pero es que acaso sólo existimos ya como deseo de consumo, es decir, como demandantes de mercancías? En todo caso ya se encarga el sistema de procurar que no seamos otra cosa, pues más que producir los objetos y los signos que satisfarán nuestros deseos, se encargará mediante la sugestión publicitaria de construir esos deseos, lo cual retroalimenta la máquina para convertirla en infalible. Pero, en una aparente paradoja que podría remitir a los textos de Jacques Lacan, es el hecho de que creamos no ser simples consumidores el arma secreta que el sistema consumista utiliza para seguir funcionando. En la medida en que fomenta el efecto ilusorio de la distinción, se reproduce a sí mismo con una recurrencia interminable de la que no hay manera de salir. Como el zombi, no sabemos que somos zombis: “... esa falta que recorre a los individuos de las sociedades posmodernas, la vaciedad que hace de cada uno de nosotros un caminante más, un vagabundo en los espacios mediáticos sin destino ni promesa alguna.” (página 55) Y más desoladora es todavía la consecuencia: “La sociedad parece, toda ella, una horda errante que, en la saturación de productos, marcas y objetos de lujo hubiera perdido la capacidad de elaborar sus propios discursos e ideologías, el territorio de su intimidad o los recursos afectivos necesarios para tomar las riendas de sus vidas y abrir los ojos ante el relato de lo que les rodea” (página.63).

Forma parte de una horda, pero ésta no configura una comunidad, más bien es lo asocial que se aglomera

Este vaciamiento no puede dejar de tener consecuencias políticas. El zombi encarna en grado sumo esa indiferencia de las masas que se asocia a las democracias catódicas. No se le puede convencer, ni reclutar, ni tan siquiera manipular… No es productivo, no sujeta su conducta a ningún tipo de proyecto institucionalizador. Forma parte de una horda, pero ésta no configura una comunidad, más bien es lo asocial que se aglomera.

Tampoco es lo que clásicamente se ha entendido por un antagonista. Su condición ansiosa no es la de un narcisista que se rebela contra aquellas estructuras que pretenden reprimirle. Sus movimientos automáticos, recurrencia maquinal mediante la que el capitalismo regulariza nuestras vidas, le permiten continuar en su apática condición de mónada. Es cierto que siempre ataca en masa, una masa abierta donde el sospechoso es aquél que se encierra tras una puerta para permanecer sólo siquiera unos instantes. Pero no es un individuo que se incorpora a la masa. Lleva la masa dentro, no se ha subsumido en ella a través de una mediación subjetiva, pues lo subjetivo no ha existido nunca en él. No hay alteridad en esa masa, solo seguimiento pasivo de una corriente general por la que se deja arrastrar.

Dos conclusiones coronan el texto de Fdez Gonzalo. En primer lugar el zombi es uno de los epítomes posibles de una sociedad caracterizada por la sumisión al capitalismo, el deterioro de las relaciones personales y la mediatización de nuestras vidas cotidianas. Alejados de nuestras funciones primarias, nos hemos vuelto extraños a nosotros mismos, de tal manera que la verdadera infección es la del hombre convertido en amenaza para sí mismo. En segundo lugar, y en directa relación con lo anterior, el zombi encarna la amenaza de ese “final de la historia” que celebró en su momento Fukuyama. El walking dead ha roto con todos sus antecedentes, ha dejado de producir huellas o, mejor, ha dejado de preocuparse por dejarlas. Como esos pastiches subculturales que fagocitan los artefactos históricos con propósitos divulgativos, comerciales o supuestamente artísticos, con lo que se intenta ocultar la falta de atrevimiento para crear nada nuevo, el zombi cree en la historia solo para devorar sus productos.