Aquella tarde fui de nuevo al encuentro con mi amante. Luis, mi marido,
unió su paso al mío y acompasamos los ritmos. Cogidos de la mano avanzamos
cuesta arriba por la carretera en dirección a la Cembota.
A cada paso que
daba acudían fantasmas de distintas épocas haciéndome revivir momentos
cotidianos: el abuelo haciendo la hoya a los frutales que había plantado en la
tierra que yo heredaría tras su muerte; mis padres, Nacho mi primer marido,
nuestra hija y yo recogiendo, años más tarde, manzanas y peras en tiempos de
bonanza; Gropius, el perro de lana gris de la familia que, cansado de correr
delante de nosotros, volvía a nuestro encuentro con su larga lengua rosada
colgando hacia un lado; el griterío de los cochinos en el cebadero de Manolo
ansiosos por comer, más para llenar el tiempo que los estómagos… Una retahíla de
recuerdos que atolondraban mis neuronas llevándome hasta la ansiedad.
El
invierno había sido muy duro. Varias revisiones médicas y operaciones habían
hecho estragos en mi sistema nervioso y en mi autoestima. El dolor por la muerte
de mi madre, unos meses atrás, se había enquistado en mi corazón a la espera de
que pasara la marabunta de amenazas que, una tras otra, se iban sucediendo en mi
vida. Las lágrimas pendientes de derramar se habían ido acumulando en un
depósito, por lo que yo percibía de fondo ilimitado, ante el miedo a que el
llanto desesperado producido por el recuerdo de sus últimos años de vida dañara
mis ojos, operados una y otra vez en el último año de agujeros maculares
dispuestos a convertirme en una ciega funcional.
Sólo el contacto con la
mano firme y grande de Luis lograba rescatarme, de vez en cuando, de pasados
lejanos y próximos, devolviéndome a un presente deseado durante meses.
Lo
avanzado de la tarde me obligó a tomar decisiones acerca del recorrido. Dejé de
lado el camino que nos conduciría al molino de arriba y continuamos por la
carretera avanzando sobre el asfalto. Conforme el aire fresco nos envolvía y el
sol dejaba de castigar mi retina, los músculos torácicos se fueron relajando
liberando a mis pulmones para inspirar hasta saciarme de oxígeno que yo
imaginaba fabricado para mí por aquellas salgueras, alisos, chopos y fresnos que
se alineaban ante nosotros.
Y allí, tras la curva de la carretera, él me
esperaba. Apoyé las manos sobre la frágil barandilla del puente para mirarlo
embelesada. ¡Cuántas veces lo había cruzado! ¡Cuántas veces mi amante me había
llamado reclamando mi presencia! Olfateé cual sabueso los aromas de madreselva
que se desprendían a su paso y su color oscuro, casi negro, absorbió mi mirada
zambullendo mi mente entre sus turbulencias. Deseosa de sentirle más cerca,
deslicé una pierna por debajo de la barandilla, después la otra, hasta quedar
sentada sobre la estrecha acera del puente, con los pies y piernas colgando
hacia el abismo. Apoyé el pecho sobre la barra delgada de aquella estructura
oxidada y abrí mis brazos para recibir su abrazo. Con los ojos cerrados sólo le
sentía a él, hablándome incesantemente desde cerca y desde lejos, susurrando y
gritando simultáneamente, echándome en cara haberle abandonado durante meses, a
la vez que me consolaba de todos mis males. Me conocía demasiado bien. Sabía
cómo podía herirme y cómo hacerme llorar de felicidad. Por eso me abandoné,
permitiendo el acoplamiento entre su fluir y el mío. Y así, en resonancia, nos
abrazó la noche.
Revitalizada por mi río Negro y dichosa de saberle
pleno, me levanté, abracé a Luis y le pedí que volviéramos a casa.
La
mañana lucía espléndida invitando a levantarnos de la cama. Disponíamos sólo de
un fin de semana del mes de junio para resolver todos los asuntos que nos habían
llevado hasta allí: ver a Pedro, el constructor; a Basilio, el
electricista-fontanero; y elegir los colores de las pinturas para los interiores
y la fachada de mi casa del pueblo. Estaba en obras desde el otoño y para el mes
de agosto todo debía quedar, de nuevo, disponible. Llevaba tiempo queriendo
tirar el tabique que separaba la cocina del pequeño comedor para conseguir un
espacio amplio y útil, pero mi madre se había negado a realizar todo tipo de
reformas en los últimos años. Le fallaban las fuerzas y la ilusión de vivir,
aunque algo más explicaba su negativa. No quería derribar aquella hermosa cocina
económica de planchas de acero negro con adornos dorados en el frente que mi
padre había mandado instalar veinticinco años atrás y a la que, ni siquiera
ella, supo sacarle partido. Recuerdo sus palabras ante mi insistencia por
transformar aquel lugar:
-Cuando yo muera haz lo que quieras, mientras
tanto déjalo todo como está.
Dicho y hecho. Tres meses después de su
muerte, y a mes y medio de sufrir una doble operación de retina y catarata, mi
cabeza comenzó a urdirla. La quietud del postoperatorio y la necesidad de huir
de la tristeza profunda que me producía su ausencia me llevaron a retomar
aquella vieja idea y a planteársela a Luis para que me ayudara a llevarla a
cabo. Su buen hacer como arquitecto técnico y su tranquilidad para abordar
cualquier cosa en la vida me había servido, durante los veinte años que
llevábamos juntos, para abordar con ilusión todo tipo de reformas, tanto en
nuestras casas como en las de mi familia.
Pero ninguna obligación me
impediría adentrarme en mi otro hogar, mi verdadero hogar: el espeso y verde
robledal surcado por el corredor de ribera que acompaña al río Negro a lo largo
de todo su recorrido. Bosque y agua que me reclaman desde niña, para los que las
reformas humanas se convierten en ataques directos a su integridad y equilibrio.
En ellos, sólo en ellos, mi mente inquieta encontraría el sosiego. Allí no había
tabiques que derribar, ni pinturas que elegir para embellecerlo. Su belleza es
una cualidad intrínseca, la materialización de la energía del universo. Formas y
colores que, sin pretensiones estéticas, son la expresión de una gestión, a
nuestros ojos, inteligente y sostenible de los recursos naturales dispuestos a
su alcance: nutrientes, radiaciones, corrientes de aire y agua…. Mundo inerte
que paradójicamente cambia aspirando sin prisa a incorporarse a la rueda de la
vida; y seres vivos que conviven en armonía, aunque para ello tengan que
devorarse los unos a los otros.
Saberme dentro de él me reconfortaría.
Incorporarme con respeto a su dinámica me permitiría viajar hacia atrás en el
tiempo e imaginarme salvaje. Recorrerlo sin prisa, saludando por su nombre a las
especies que lo pueblan, me haría sentir verdaderamente en familia.
¡No!.
No me volvería a Madrid sin mi terapia vivificadora. Sin el tratamiento
homeopático que me aportan unos minutos en el bosque. Confié como siempre en el
buen hacer de Luis y le dejé en casa con Pedro tomando decisiones sobre la obra,
mientras yo iniciaba el camino de Valdepalmas, por primera vez desde mi
operación, sin lazarillo.
***
No supe como empezó, pero la angustia se había
instalado en mí. Me faltaba el aire; aún así mis pies parecían dispuestos a no
detenerse. Caminaba deprisa, como si llegara tarde a una cita. La mayoría de los
huertos de la orilla del río permanecían holgando. Cada año eran más las
familias que dejaban su pequeño trozo de tierra fértil sin trabajar. Me paré
junto al molino de abajo, cubierto por la vegetación que reclama su espacio al
borde del agua. Me sentía extraña, aséptica ante aquel paisaje querido por mí
desde siempre. Mi pecho no se abría como era costumbre. Todo en mí se hallaba
contraído provocándome andares torpes y sensación de mareo. Abandoné el estrecho
sendero junto al río abordando una ladera empinada para incorporarme al camino
de arriba, más cómodo de transitar.
Desde allí, Valdepalmas se me ofrecía
luminoso e inmutable. Sin previo aviso, una onda expansiva ascendió por el pecho
y fue a estrellarse contra la garganta. Me abrió la boca para emitir un quejido.
Salió con urgencia, como las lágrimas que brotaban de los ojos y que resbalaban
por la cara hasta cubrirla por completo. Lloré en alto, a sabiendas de que nadie
me oía, buscando consuelo en el aire. Las gotas de mi llanto no iban dedicadas.
Brotaban de un acuífero sobresaturado de tristeza acumulada durante años, como
quien atesora documentos prohibidos que no desea que salgan a la luz por los
efectos que pudieran desencadenar. Lloré hasta agotarme. Conforme lo hacía, mis
ojos comenzaron a ofrecerme paisajes conocidos, árboles queridos, rincones
vividos, luces y sombras con ecos de ayer, de tiempos pasados.
Bajé hasta
el río y me tumbé en la pradera, boca arriba, sobre un lecho de gramíneas
tiernas y frescas que me acogían y acariciaban. Cerré los ojos lastimados por
las lágrimas, abrí las piernas y los brazos y comencé a respirar rítmicamente.
El río a mis pies se desplazaba con fuerza, sorteando y saltando por encima del
cauce de piedra. Como tantas veces le dejé recorrer mi alma para que la limpiara
y se llevara bravamente, aguas abajo, mis horas de sufrimiento. Tras la
diálisis, más serena, me incorporé para mirarlo, para verle llegar y verle irse.
Negro bajo las salgueras y azul metalizado en el medio del cauce. Ligero, como
si no arrastrara retazos de vida de los que confiamos en su silencio y en su
acción depuradora. Seduciéndote con sus brillos y reflejos para que no te vayas,
para que acudas a nuevos encuentros, a eternos encuentros.
De camino
hacia el pueblo lo entendí. Uno sólo llora ante los suyos, los que te quieren,
en quienes confías para desnudarte. Aquella mañana me sentí de nuevo en casa y
retorné a mí otro hogar, más ligera de equipaje.