Sobre eso, sobre el guiño, escribí un artículo titulado
Naturalmente,
Umberto Eco (permítaseme esta coquetería). Aludía precisamente a lo
que ahora Eco detalla en sus
Confesiones. ¿Un texto medieval que ha sido
reproducido y transcrito en época contemporánea y que su vez alude a otro texto
antiguo perdido durante siglos y siglos? Ese recipiente textual o, en otros
términos,
hipertextual --de remisión continua, de alusión constante, de
ecos inacabables— es un alarde del ensayista, del erudito. Pero es también un
juego literario que incorpora la tradición para bromear, para reflexionar, para
ilustrar. O, mejor aún, para entretener aprendiendo. Ese objetivo, que estaba en
El nombre de la rosa, está también en el resto de sus novelas. Sus logros
son variados, desiguales. Pero la inspiración es la misma. De eso, precisamente,
nos habla Eco en las
Confesiones de un joven novelista: de cómo se
documenta; de cómo se hace fichas, mapas, esquemas; de cómo visita y estudia el
lugar en que ambienta sus ficciones; de cómo prevé las consecuencias que sus
obras puedan tener; de cómo aventura el sentido que a sus historias se les pueda
atribuir. Por ser un inveterado lector de novelas, Eco sabe que el principal
logro de una ficción es un efecto: el de la verosimilitud. Lo verosímil no es lo
verdadero, sino lo que refuerza el sentido de lo que parece real. De ahí que Eco
se proponga numerosas tareas para ser creíble. Por ejemplo:
“Cuando
preparaba la redacción de
La isla del día antes, fui por supuesto a los
mares del Sur, a la localización geográfica exacta donde transcurre la acción
del libro, para ver los colores del agua y del cielo a diferentes horas del día,
y los matices de los peces y de los corales. Pero también me pasé dos o tres
años estudiando dibujos y modelos de barcos de la época, para averiguar cómo era
de grande una cabina o un cuchitril, y cómo podía una persona moverse del uno al
otro”.
Proponerse tantas y tan precisas tareas para documentarse
bien es inobjetable. Al menos, en principio. Pero en ocasiones esa erudición
vastísima desplaza a la imaginación. No es raro que, en las ficciones de Eco,
acabe por aparecer el estudioso y no el fabulador. Eco se informa bien para no
cometer anacronismos en sus
novelas
históricas. Pero a veces nos detalla con exceso de celo académico
saberes propiamente enciclopédicos: como así ocurría, por ejemplo, en
El cementerio de
Praga. Sin duda, su propósito no es el de alardear. Su objetivo es,
por el contrario, el de vencer la incredulidad de los lectores.
Para
ello, nada mejor, que construir un mundo sin deslices, sin gazapos o sin
errores. “La narrativa”, dice Eco en las
Confesiones, “es, en primer
lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza
como una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más
exacto posible, de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza”.
Las páginas que en las
Confesiones dedica a los protagonistas de las grandes novelas son,
seguramente, las reflexiones más provechosas y más previsibles: están en
numerosas obras anteriores y están aquí para ilustración de jóvenes
novelistas
Es cierto: convenimos en ello.
Pero eso también puede producir efectos disuasorios, semejantes a los que
provocaba uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos: Jules Verne.
Para que se le aceptara la historia que contaba --
Veinte mil leguas de viaje
submarino, por ejemplo--, el autor tenía que esforzarse con informaciones
extensas y rigurosas. El asunto era tan inverosímil (un navío submarino) que
debía hacer creíble la descripción de los mundos abisales y por ello dedicaba
páginas y páginas a detallar especies de la fauna y flora marinas.
Salvando las distancias, a Eco le ocurre algo semejante: para que sus
historias audaces sean creídas, el autor se empeña en curiosidades y
erudiciones, amueblando un mundo repleto de datos. ¿Fracasa? Una novela de
Umberto Eco tiene siempre personajes poderosos: con matices y con dobleces. El
novelista que es analista literario sabe y sabe con gran maestría cómo son los
personajes y qué los hace creíbles, queridos u odiosos. Por ello, las páginas
que en las
Confesiones dedica a los protagonistas de las grandes novelas
son, seguramente, las reflexiones más provechosas y más previsibles: están en
numerosas obras anteriores y están aquí para ilustración de jóvenes novelistas.
Es permanente en Umberto Eco la preocupación por el personaje literario,
por cierto tipo de personaje que se convierte en héroe y que finalmente se sale
de la obra original para internarse en otras ficciones: incluso de diferentes
autores.
Lo
llama migración. En efecto, es una migración y una emoción: cuando eso
ocurre, el personaje se ha emancipado para emprender vida propia en un mundo
posible. ¿Por qué? Porque ha conseguido el favor de distintos públicos; porque
ha logrado cautivar a diferentes destinatarios. De dicho personaje sabemos lo
que hay que saber. Tenemos datos que nos ha proporcionado el narrador, y esa
figura ficticia se hace con restos diurnos, con materiales propios, con desechos
humanos, con los pecios de un naufragio personal (por qué no): con los deseos,
temores o fantasías que el novelista condensa o desplaza para así rehacer el
mundo empírico. Por ello,
“…Dido, Medea, don Quijote, madame Bovary,
Holden Caulfield, Jay Gatsby, Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule
Poirot vinieron a vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas
que nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert, Salinger,
Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la capacidad de hacer
afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al ser independientes del texto y
del mundo posible en el que nacieron, esas figuras (por decirlo así) circulan
entre nosotros, y tenemos dificultades a la hora de pensar en ellos como algo
distinto de las personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de
nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás”.
Etcétera, etcétera. Las páginas de Eco son un ajuste de cuentas consigo
mismo y un ajuste de cuentos: las ficciones que él ha leído y que le han servido
para nutrirse. ¿El resultado? Eco tiene novelas de gran ingenio, algunas
logradas; otras menos... Pero lo que indica en las
Confesiones (ya
señalado con anterioridad) son la mejor lección de teoría literaria que podría
impartirse: una clase de psicología sobre las propiedades diagnósticas de los
personajes. Es decir, el prontuario de todo buen lector.
Imaginen…