Creación/Creación
Eugenia Gazmuri Vieira: Miniaturas
Por Eugenia Gazmuri Vieira, martes, 4 de octubre de 2011
Al aumentar el espacio entre el objeto y el espectador, las miniaturas ritualizan el proceso de la mirada; lo que aparece radicalmente reducido de tamaño es, en cierto sentido, liberado de su significado inmediato, transformándose en imagen que fulgura, en objeto de ensueño, en un recurso de la fantasía en el que los valores se condensan, intensificándose. Como miniaturas que son, estos breves cuentos parece que alumbran por unos instantes extrañas habitaciones, el secreto de un secreto, un nuevo paisaje, un diálogo casual, y revelan la transparencia de la realidad cotidiana. Apelando al misterio y a la levedad de las palabras, Eugenia Gazmuri Vieira tantea en Miniaturas, mediante estas historias, la naturaleza de una escritura que, llana, simple, directa, no exenta de poesía, busca provocar una apertura de lo pequeño hacia lo grande, iluminando el detalle, lo frágil, lo efímero, las tramas sensibles formadas por la relaciones entre las cosas. Son historias que contienen la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar a través del lenguaje.
Una voz
Estaba llegando el otoño, pero el verano no se
decidía a extinguirse, no tan fácilmente. Los días entonces, eran impredecibles.
A uno húmedo y helado, lo sucedía otro que progresivamente iba calentándose
hasta el inicio de la tarde, calentándose desde adentro, intentando avivar aún
el fuego y el sueño que habían llegado a su apogeo durante los días finales de
Enero. Hoy era otoño, pero detrás de la capa de niebla que parecía velar lo alto
de los edificios blancos y grises, se distinguía aún el azul de un cielo de
verano. Extendí mi mano como queriendo alcanzar ese azul o el dorado de las
hojas de los árboles, y el taxi se detuvo.
Subí y comencé a mirar por la
ventanilla distraídamente, dando también distraídamente las instrucciones del
recorrido al taxista, escuchando a lo lejos, a miles de años luz, el sonsonete
eléctrico de una radio, cualquier radio, de otro automóvil quizás que pasó
rozando, de un local donde vendían helados, o de ese lugar recóndito y sombrío,
entre la rodilla del taxista, la palanca de cambio, los aparatos, el espejo, el
taxímetro, su garganta.
Culpa de la distracción.
Pero es que no
veía sus ojos, no todavía.
Ahora estaba llegando el otoño, y yo podía
sentir los pasos de la tristeza, que se acercaba sigilosamente, cruzando la
niebla, atravesando los cristales. Era tristeza, no aflicción. Me rodeaba
atizándome, adormeciendo mis brazos pero intentando abrirme los ojos. Yo los
abría en la mañana súbitamente, los lavaba con agua tibia, y me decía: resiste,
resiste. Resista la mirada, que resista, me decía. Que el día no caiga sobre mí
como plomo desde el cielo hacia la tierra, que el día no muera de tristeza, que
no muera yo ni mis hijos, que no muera nadie a quien yo ame, y que los que han
muerto nos protejan a nosotros, que continuamos vivos y resistiendo. En ese
tiempo aún no había recuperado la modestia infantil de existir, y sufría,
orgullosamente.
El taxi continuaba su camino.
-Parece que no nos
estamos entendiendo- escuché de pronto la voz que me hablaba a mí, que me
increpaba. Comprendí como quien recibe un golpe; mi tristeza huyó despavorida,
el frío entró violento en mis huesos y mi cara enrojeció de vergüenza.
Antes la voz sólo decía:
- Señorita, señorita.
Y yo no la
escuchaba.
-Sí, ya entiendo -respondí, desvanecida. Yo era nada, menos
que nada, porque no había tenido la delicadeza, la disposición atenta, de
escuchar. Tan sólo eso. Había fallado en lo más simple, en lo esencial.
¿A todos les pasará lo mismo, les costará reconocer y hacer ingresar esa
voz eléctrica, mecánica, en su conciencia como voz humana, diferenciarla,
aislarla del entorno también mecánico en el que se ha refugiado?, me pregunté ya
rendida a la evidencia de mi falta. ¿Se demorarán todos como yo en escucharla?
Ese retardo, esa demora….le pedí entonces, presa de pudor, disculpas al
taxista. Perdón. Y busqué su rostro en el espejo. Comenzamos una conversación
cálida en que le pregunté acerca de su vida, y él me contó su historia. Le
gustaba trabajar en ese barrio, porque acá la gente lo respetaba… perdió la voz
de un día para otro, su voz humana, su música. Sus palabras quedaron dañadas
para siempre. Yo, secretamente, quería llegar pronto a mi casa, bajarme del
taxi, no tener que oír más aquel sonsonete artificial que me dolía, que me hacía
daño, quería recuperar mi dulce tristeza y castigarme en silencio por la
tardanza de mi piedad, de mi empatía. Pero él seguía hablando gracias a la
ciencia médica y toda su ortopédica hazaña. Hablaba ahora de la dignidad de su
trabajo, aunque en ocasiones los pasajeros, sintiéndose incómodos, torcieran el
gesto y se refugiasen en su derecho a un viaje en silencio. Yo seguí
preguntando. Noté, mientras escuchaba (ahora sí lo hacia, exageradamente), que
habían ciertos intervalos en que se asomaba su otra voz, su antigua voz, apenas
como un vestigio; era en el momento de la aspiración, cuando inhalaba el aire
que sería luego expulsado a través del pequeño dispositivo que habían incrustado
en su tráquea. Antes de ser convertido, ese aire, en palabras eléctricas
semejantes a las emitidas por una radio mal sintonizada, algo asomaba, un tono
más blando, una cadencia apenas orgánica. Su voz había enmudecido, pero tenía
aún la cabeza llena de palabras, y la voluntad del lenguaje, del habla, pujaba y
pujaba, ayudado por la inteligencia fría y mínima de un aparato, para que las
palabras salieran afuera, a los días tibios de otoño, a la infinitud de orejas
tontas y desatentas que subían a diario a su vehículo, orejas espantadas de esa
voz que dañaba de tan triste, de tan otra cosa y tan, sin embargo, humana.
Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones
Carena en la persona de su director, José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
relato del libro de Eugenia Gazmuri
Vieira, Miniaturas
(Carena, 2011), en Ojos de
Papel.