Haikus sin nombre me parece evocador, y está en la
senda de decir que son haikus, pero al no tener nombre, ni siquiera el de
haikus, pues no lo son. Una cosa al no tener nombre no existe, o al menos no
existe tal y como se la nombra, existe de otra manera que hay que saber nombrar,
o al menos intentarlo. (mensaje del 15/06/2011 a las 15:01)
Además, si bien recordamos el título del primer poemario, éste ya
suponía un desfase para con el género, descartando la tradicional clasificación
por estación: Haikus sin estación (2010). De modo que, al empezar
este trabajo me sentía doblemente legitimada para investir cada rasgo o cada
silencio de un comentario a la occidental para impostar mi voz, ocultando
así mi propia impostura (1)…
EL DESTINO DE UN
GÉNERO
Con ocasión del coloquio El Creador y la crítica
en Lyon en marzo del 2011, oí por primera vez a Juan Antonio González
Fuentes utilizar el verbo impostar para intentar explicar o justificar la
forma experimentada en Haikus sin estación, sin pretender en absoluto
haber escrito «verdaderos» haikus. Asimismo, en una correspondencia con un amigo
suyo, explicita esta idea:
Quizá el auténtico problema de
mi libro es el título, pues promete algo que finalmente no ofrece: haikus
auténticos, aunque sean sin estación. En esencia he escrito un libro de poemas
breves con disfraz de haikus en muchos casos. Imagino que para los
estrictos cultivadores de haikus solo soy un impostor descuidado. Y
tienen toda la razón. Escribo haikus desde una impostura que acaba siendo
impostación de una voz poética que no es la mía, pero que me parece muy
adecuada para "cantar" una determinada poesía, o un determinado aliento
poético que me interesa sobremanera de un tiempo a esta parte.
En
estas palabras, ya parece el poeta validar la idea de que tal vez no fueran
haikus esos 75 fragmentos esparcidos en el silencio de la página a semejanza de
«una bandada de vencejos» (2). Advirtamos empero su preocupación por encontrar
una tonalidad justa, aunque sea pasando por la voz del otro. De ahí la paradoja
que entraña la palabra impostar, que evoca las modulaciones de la voz
pero cuyo vínculo etimológico con el latín imponere, si bien implica la
idea de postura, de posición de una cosa sobre otra, se encamina —pasando por la
idea de asignación— hacia las acepciones del verbo imponer, incluyendo
pues las ideas de abuso y engaño contenidas en el semantismo del vocablo
impostura (3). Será pues imprescindible detenerse primero en la noción de
impostura para comprender mejor la de impostación, sabiendo que ambas se centran
en la voz, que sea su canto desafinado y falso o perfectamente entonado y
auténtico.
De cierta manera, en Haikus sin estación, Juan Antonio
González Fuentes ya respetaba la forma tradicional del poema de 17 sílabas y
tres versos de 5/7/5, pero contrariamente a la versificación acentual de la
poesía española, el poeta adoptaba la medida silábica. La adopción de ese ritmo
ajeno potenciaba el efecto de musicalidad, música a menudo sugerida o evocada
explícitamente en los sintagmas «un barco de música» (n°40, p. 57), « acorde en
vuelo » (n°42, p. 58) (4). En este segundo poemario de haikus, el poeta parece
querer atenerse perfectamente a la forma, conformándose con el ritmo acentual.
Si comparamos los dos poemarios vemos que se mantiene la amplitud, pasando sólo
de 75 haikus en el primero a 78 nuevos haikus en el segundo: como si el añadido
de tres haikus suplementarios fuera un guiño a la forma del tríptico. El
disfraz de haiku parece ir ajustándose a su voz y coincidir ahora
plenamente con la modulación jaikista. Sin embargo, no por ello desaparece el
disfraz, ni es más auténtico el ritmo, ya que no hace más que adaptarse a la
métrica española, siendo imposible trasladar el ritmo de la lengua japonesa.
Recordemos el haiku n° 7 de Haikus sin estación —«Un cuento chino:/ seis
es número de agua,/ la casa del pez» (p. 35)— que ya remitía con mucho humorismo
a un lenguaje y una lógica incomprensibles para el hombre occidental. Podemos
entonces preguntarnos si es más auténtico el que se atiene a la mímesis de una
po-ética de por sí inasible o el que reconoce su propia impostura, en ese
momento en que el poeta se mira al espejo de su propio lenguaje. Si como lo dije
en mi ponencia sobre Haikus sin estación, «el poeta nos invita a mirar
diferentemente, a iluminar de sol naciente nuestro mundo de sol poniente»,
también es perfectamente consciente de no ser japonés (ni quiere serlo),
asumiendo plenamente su postura de poeta occidental como nos lo confirmó en los
debates del Creador y su crítico de marzo del 2011. El título Haikus
sin nombre parece entonces querer delatar la impostura: estos
trípticos de métrica regular y alimentados por un campo semántico de la
naturaleza bastante abundante, tal vez no sean lo que pretenden...
De
hecho, Juan Antonio González Fuentes no adopta la forma del haiku para dar una
tonalidad exótica, como «novedad por contraste» y efecto de moda, sino que mira
esa tradición oriental desde la tradición poética occidental, y aun más desde su
propia po-ética (5). Por ende, el saber si son haikus auténticos pierde su
pertinencia. Si nos interesamos más detenidamente a la historia literaria del
haiku, notamos que no se trata de un género estancado. Recordemos primero que no
nace de la nada el ritmo 5/7/5 y que la alternancia entre pentámetros y
heptámetros (kayô) ya constituía la matriz de todos los poemas en japonés
(waka) en el siglo de Nara, época hasta la que se remontan las primeras
manifestaciones de la poesía japonesa (siglo VIII) (6). Tras la fijación del
tríptico 5/7/5 (en el siglo XVII según los historiadores de la literatura),
destacado del díptico 7/7 con el que formaba un tanka, no tardarían en
elevarse voces como la del poeta Shiki, el gran reformador (1867-1902), para
aclamar que se podía perfectamente contravenir a la norma del 5/7/5 y renovar el
vocabulario así como la temática del género. Incluso se cuestionaría la palabra
indicadora de una estación, considerada por el poeta Seisensui como una manera
de encadenar un cuerpo vivo. De esa forma libre, Maurice Coyaud nos ofrece, en
su antología, ejemplos de haikus de la época clásica en la que el propio Bashô
trasgredía la norma métrica (7). Así pues, si Haikus sin estación nos
deslocalizaba siguiendo la tendencia renovadora del género —mientras que la
práctica conservadora del género nos sitúa en una estación—, Haikus sin
nombre finge invalidar el género, por más que necesiten estos pequeños
poemas un nombre para existir… ¿El ajustamiento al disfraz métrico no sería una
manera de sugerir el riesgo del estancamiento? ¿No nos anuncia el haiku n°17 la
muerte del género? : «Aire de muerte / vive en su ley de musgo:/ humo
secreto», aunque de las cenizas parezca elevarse el misterio de la vida o por lo
menos una huella frágil e inasible evocada por el motivo del « humo ». Ya sólo
quedaría del haïku un «Signo intangible / que ni afirma ni niega:/ nombre sin
fuego» (n°18). Sin embargo, para conjurar el destino del género, condenado a no
ser más que fenómeno de moda, sigue «[cantando] la fuente / su anhelo de poema,
descifra el tiempo» y ese tempo ajeno (n°21). La fuente a modo de guiño
paronomástico recuerda el apellido del poeta: éste no se desalienta a pesar del
temor a escribir haïku casi de forma automática. Como me lo confió en una de
nuestras conversaciones, le parecía que últimamente los haïkus le surgían como
de repente y casi con cierta facilidad. ¿Debería de ser considerada esa
facilidad un indicio revelador de la impostura? Ese «ireprimible deseo de
escritura», que conduce a la publicación de este segundo libro, tan sólo un año
tras el primero, nos hace rememorar estas palabras del jaikista Shiki en su
ensayo La Gota de tinta donde experimenta esa frenesí incontrolable de
escritura: «Haikus fueron emergiendo en mí, formando como burbujas en la
superficie de mi conciencia. Abrí un manual; imposible leer una línea: ya se
había formado en mí un haiku» (8).
La sensación incómoda de ser un
impostor en ese género ajeno se detecta en el haiku n°66: «Sólo extranjero /
en este vuestro reino./ Es mi epitafio». En un género cuya característica
fundamental es situarnos en lo real, arraigarnos en los elementos naturales, los
versos en cursivas retumban como una voz de ultratumba, voz ajena a la propia
voz poética que expresa lo incómodo de su posición de extranjero a través del
deíctico «este» y del adjetivo posesivo « vuestro » que la desposeen y excluyen
del lugar donde se encuentra. Extrañeza, disfraz, impostura son otras tantas
nociones que sugieren la temática del doble relevada en el texto por el motivo
del espejo. Sin embargo, observamos que el espejo no constituye un elemento
artificial ya que surge de la propia naturaleza. El agua viene a ser el elemento
creador de espejo por antonomasia, no forzozamente en el agua inmóvil de un
estanque donde se mira la noche (véase el haiku n°39 «Cuando se mira,/ riega la
noche lunas / en los estanques», donde el verbo regar añade cierto
dinamismo a la visión). En el haiku n°24, el movimiento impulsado por el
sustantivo « carrera » y revelado como ascendente en el contraste entre el
dinamismo del verbo elevar y la inmovilidad de la preposición
abajo, hace que se asimilen «olas y espejos»: «A la carrera / eleva olas
y espejos / un mar abajo». No obstante, el reflejo del espejo no proyecta nada,
excepto incertidumbre (n°56 «espejo incierto»), niebla (n°72 «espejo con
niebla»), blancura (n°49 «Un blanco nuevo /…/. Mira el espejo»), de ahí la
pregunta a la luna-espejo en el haiku n°70: «Soy gota quieta / que a la luna
pregunta / por su reflejo». Citemos aquí brevemente un fragmento del segundo
poema de La luz todavía (2003) que ya relacionaba esa experiencia del
espejo con un doble ajeno y distante:
aguardo tras un solo
espejo
cuyo mérito no es la imagen (tal vez)
sino el presagio de
un mundo
que muy serio derrama tu nombre
en el orden de lo ajeno,
en la distancia que viene sola
y que sigue hacia tan
lejos. (9)
Comprendemos entonces mejor la negación inicial
de todo espejo en el haiku n°15: «Ningún espejo / el día nos devuelve,/ reparte
tiempo». El último verso nos da la medida de lo que somos, a saber seres en el
tiempo. La ausencia de reflejo en el espejo o la negación del espejo como
posibilidad de detenerse y de reflexionar sobre sí mismo no hace más que
exacerbar la dolorosa conciencia del movimiento irrevocable y aniquilador del
tiempo que pasa y que nos arrebata hacia el «invierno» de nuestras vidas, hacia
el « ya nunca aquí » del último haiku (n°78). No por nada el poeta utiliza una
forma poemática nacida del deseo de captar instantes de realidad en su
inmediatez y al natural, de retener lo que empero huye. Adopta una forma ajena
en la que su propio ser se mira, reanudando de cierta manera con el rimbaldiano
«yo es otro»; sin embargo, el mirarse en el otro no hace más que atizar la
impostura del propio ser fundado en la Nada. El otro no le proyecta una imagen
diferente de lo que es o por lo menos si otro es, se revela también bajo una
forma contaminada por la Nada: es «el otro nadie» del haiku n°77. Volveremos
sobre este aspecto ulteriormente, apoyándonos sobre el esquema de la
evanescencia presente a lo largo del poemario. Ahora bien, si leemos los tres
primeros haikus y los dos últimos, vemos que el poeta emprende el camino
gamonediano del Libro del Frío. Las «flores de inicio» en el haiku n°1 no
anuncian la primavera sino, en un último rezo, la cercanía del otoño y
luego del invierno como lo indican los haikus n°2 y 3.
1
Flores de inicio
rezan bajo la sombra,
perfilan zarzas
2
Exhausto olvido
y elegía en cerezas:
mimbre de
otoño
3
Luna y espigas
quisieran ser palabra,
luz del
invierno
A semejanza de un paralelismo estructural entre
el principio y el final del poemario, intuimos en los haikus finales n°77 y 78
—tras el fuego del haiku n°76— que se aproxima el ocaso con la evocación del
otoño cuya «hierba azul» ya anuncia la muerte del invierno final. En el último
haiku, lo que arde es el dolor y acaba con la negación de todo lugar «ya nunca
aquí» que mencionamos anteriormente.
77
Hierba
azul que abre
un otoño de asedios,
el otro nadie
78
Arde el dolor
que le es propio al invierno
ya
nunca aquí
Si el encuentro con el haiku constituye para la voz
poética una aproximación a una cultura ajena, también lo es a sí mismo.
Experiencia poética y experiencia vital coinciden en el «camino hacia la nada»
evocado por el haiku n°53. Por esa conciencia aguda e iluminadora de la Nada y
del silencio, la escritura jaikista parece ofrecer a Juan Antonio González
Fuentes otra oportunidad para experimentar una nueva estética del fragmento,
fragmento ya experimentado en poemarios anteriores (incluso franqueando la
frontera entre poesía y prosa). Cualquiera que sea la forma poética que adopte,
el yo poético de Juan Antonio González Fuentes sigue buscando una respuesta a la
pregunta del haiku n°30: «¿Con qué se escribe / el ala de la sombre / que viene
en blanco?».
BAJO EL SIGNO DEL ENCUENTRO: EXTREMO-ORIENTE
Y OCCIDENTE, DOS TRADICIONES QUE SE SEDUCEN
En
lo ajeno se da después la leve brisa del secreto…
(La luz todavía,
p. 50)
Si el destino del género en Oriente y en Occidente fue
pautado por polémicas entre escuelas desde la perspectiva de la autenticidad
(aun entre los traductores de haikus), la impostación de la voz jaikista
no necesita legitimarse. ¿No dicen los propios japoneses que casi no es
poesía como lo transcribe el poeta francés Christian Doumet en las prosas
poéticas de su Japon vu de dos? (10) La voz poética se posiciona de por
sí, tal una evidencia, «captación efímera de un instante: lista para ser
olvidada, e inolvidable para siempre» como lo sugiere el « exhausto olvido » del
haiku n°2 (11). Esa levedad del haiku, que para Bashô no era más que lo que
adviene en tal lugar y en un momento dado, se manifiesta en el tercer verso del
haiku n°9, tras la iluminación repentina de los primeros versos, iluminación que
nos recuerda el satori de la filosofía Zen como despertar que se
prolonga en el vuelo de la hoja: «Y de repente / se enciende un mundo entero:/
una hoja al viento».
Estos primeros elementos ya son indicios de que,
además de ajustarse a un ritmo ajeno, el poeta asimila un ser y estar en el
mundo propio de otra cultura. Recordemos que si el ritmo inscribe el sujeto
poético en su propio discurso, también «tiene algo que ver con las relaciones
del hombre con el mundo o del hombre con el hombre, algo que no siempre se dice
pero que se vive» (12). Cambiar de ritmo sería pues cambiar de ser y estar en el
mundo. Con todo, como ya lo percibimos en Haikus sin estación, el
encuentro con el haiku no hace surgir algo completamente novedoso en la práctica
poética de Juan Antonio González Fuentes, sino que le permite explorar desde una
«palabra adentro» (n°37) su propia «hondura», evocada en los haikus n°6 y 36.
Así como el propio Antonio Machado —quien, según Pedro Aullón de Haro, inició el
encuentro con el haiku en lengua española antes que el mejicano Tablada —miraba
la tradición del haiku desde la de la canción popular española (13), Juan
Antonio González Fuentes parece enlazarse con la tradición jaikista desde la
tradición española del corto decir, vigente a lo largo del siglo XX. En
este sentido, la obra de José Angel Valente ofrece un ejemplo clave por la
seducción que ejerce en ella el género nipón. Más recientemente, leamos el
último haiku de Sol de Hogueras: «No hay día ni hora / que no cante el
silencio./ Sombras de luna.» (14). En este poemario, publicado en 2010 como
Haikus sin estación, Ricardo Virtanen elige la tradicional clasificación
en diferentes secciones; pero los títulos en latín ya presagian de un cruce de
civilizaciones. El orden concedido sigue de cierta manera una lógica occidental
y nos habla del destino humano ya en la primera sección dedicada a la naturaleza
(«De natura»), espacio elemental del que surgió primero el animal («De
animalibus») y luego, mutatis mutantis, el hombre («De persona»). Destino
escrito en la perspectiva de la muerte, ya presente en la primera sección con la
evocación de una «tumba desconocida» (VII, p. 14) y en las páginas de la segunda
sección consagradas al «rumor cercano» de las moscas. La cuarta y última sección
(«De profundis») parece ser el remate de este destino aunque, casi de manera
circular, nos recuerda que a pesar de la ausencia del hombre, sigue su trascurso
la naturaleza primordial: «Das Leben ist zum Tode nicht erkoren» nos precisa el
epígrafe de Hölderlin (15).
Ese trascurso, que expresa Ricardo Virtanen
a través del motivo del río, volvemos a encontrarlo en Haikus sin nombre,
pero a través de un movimiento más amplio, sin clasificación ninguna, siguiendo
el libre fluir «del agua errante» que es «el ritmo en tiempo vivo» (haiku n°23)
o el camino del pez que « se pierde libre » « en la distancia » mientras «
termina el día » (haiku n°55). Como lo dije en mis palabras introductoras, me es
difícil deshacerme de hábitos interpretativos que me conducen (¡como acabo de
hacerlo una vez más!) a reorganizar esos fragmentos de libertad que son los
haikus según una lógica discursiva, traicionando de cierto modo las intenciones
del poeta y esquivando el desafío que nos lanza. Como lo explicaba Roland
Barthes, consideramos el haiku «sencillo», «cercano» y «familiar» mientras nos «
resiste » y le quita toda pertinencia a cualquier comentario (16). El hecho de
no estructurar el poemario en secciones nos obliga a dejarnos llevar por una
lectura continua de lo discontinuo, por un movimiento que funciona por oleadas
como nos lo indica el haiku n°11 —«El mar deshecho / se queda hablando solo,/
cuenta las olas»— y que coincide así con la recurrencia en el Tao-tö king
de una asimilación del Tao al agua, al mar, al oleaje (17). El poeta
encadena los haikus que, en una lectura atenta, parecen formar unidades de
sentidos. Ese modo de funcionar nos remonta a los orígenes del género:
acordémonos de la práctica colectiva de los haikai no renga (constituidos
por encadenamientos de tanka) que los letrados simplificaron destacando
sólo las estrofas iniciales (hokku), lo que dió el haikai-hokku y
luego en el siglo XVII el haiku. Obviamente, estas oleadas de sentido
nunca se desvelan enteramente y aguardan en zonas sombrías. Los enlaces lógicos
entre los haikus, a menudo muy tenues como en la tradición japonesa, radican a
veces en un motivo (evocación de uno de los cuatro elementos, de una tonalidad
como lo blanco…), en una temática (la muerte, la poesía…), en un movimiento
(hacia arriba, adentro…). Pero las rupturas también aparecen como significativas
para marcar evoluciones o repeticiones cíclicas en la cadena del sentido o del
sin-sentido como ocurre en la vida. Sentido y sin-sentido, lo que se da y se
retrae, el yin y el yang alternan en el trascurso de lo real, y éste parece ser
el camino, la Vía (el otro nombre para designar el Tao) que
emprenden o mejor dicho dibujan los haikus encadenados de Juan Antonio González
Fuentes.
La dinámica del haiku procede del vacío en que se funda,
influido por la filosofía Zen. Se nutre de lo que se retrae, de la ingravidez, y
en este sentido vemos en qué se aproxima esta poética de la tradición del
corto decir, de lo inefable que sigue vigente a lo largo del siglo XX
europeo y renovada a principios del XXI. El título del poemario ya nos indica
implícitamente el camino que seguir con la alusión a lo « sin nombre » de los
haikus presentados. Otorga a este oleaje poético una total libertad, a semejanza
de la definición del Tao establecida en el libro de Lao-Tseu: «El Tao
no tiene nombre /…/ el mundo entero no se atreve a someterlo» (XXXII)
(18). «Inalterable», «independiente», el Tao circula sin fin aunque
permanezca «mudo y vacío» (XXV) (19). Cómo no relacionarlo entonces con
«el siempre / que en silencio se extrema / palabra adentro» en el
que desea «vivir» la voz poética del haiku n° 37, coincidiendo una vez más con
los preceptos del Tao-tö king acerca del universo vacío: «cuanto más se
habla de él, menos se puede capta,/ mejor insertarse en él» (V) (20). La
voz poética no puede ajustarse al curso del Tao, sino adquiriendo
flexibilidad, aceptando desprenderse. Por cierto, el desasimiento no se
realiza plenamente en el poemario como lo atestigua la presencia de las
instancias personales; y a veces nos da la impresión de cumplirse con cierta
violencia. Algunos vocablos sugieren la idea de ruptura, que sea explícita y a
su vez antitética en el haiku n° 20 («flor que nos rompe»), o sea
más sútil con la palabra «herida» (n° 19 y 44). El precio de ese desprendimiento
para una voz occidental parece ser la soledad, patente en el haiku n°11 y que
releva en el haiku siguiente la figura de la «última rosa» «a la deriva». Ahora
bien, podemos apuntar que sobre los 78 haikus, sólo 14 contienen las primeras o
segundas personas del discurso, contra 64 haikus donde predominan las terceras
personas en singular o plural (21). El poeta se vale aun de la personificación
de entidades de la naturaleza para reforzar la sensación de que «la voz
que [nos] dice» es «sol de otro reino» (n° 10) e intenta borrarse de las
realidades manifestadas, como si éstas se dijeran de por sí. Recordemos las
palabras del Tao-tö king: «Una vez realizada la obra, retráete» (IX)
(22). Como lo mencionamos en nuestro primer apartado, a lo largo del poemario se
difunde el esquema de la evanescencia que participa también de ese progresivo
desprenderse. Lo impulsa primero la preposición privativa «sin» del
título, diseminada en varios haikus: «nido sin tiempo» n° 4, «nombre sin fuego»
n° 18, «como sin nadie» n° 42, «sin mover» n° 44, «rosas sin suerte» n° 60.
Luego agreguemos todo un campo semántico que contribuye a divulgar ese proceso:
esto es, los verbos deshacerse (n°5, n° 11), desvanecerse (n° 42), deshojarse
(n° 56), abrir (n° 45, n° 53, n° 54, n° 56). Parece entonces esfumarse el
sentido, conformándose al ideal japonés del yûgen, del misterio inefable
que sólo se ofrece en la sugestión, en la expresión oblicua así como « se
inclina el sauce /…/ sombra en la espera » (n° 27). «Incierto» (n° 56), «suave»
(n° 44), «tibio» (n° 33) son otros tantos calificativos que sugieren un situarse
«entre dos aguas» (n° 72), « a medias » (n° 59 y 72), en la « niebla » (n° 5 y
72), en el «ser gris» de la «tarde» (n° 26). Por ende, la única expresión
posible del «gran misterio» (n° 62), del yûgen, es una «lenta sintaxis»
(n°26), porque «como el fuego,/ la palabra es enigma,/ decir y espera»
(n° 22). Estas dos palabras nos parecen fundamentales, no sólo respecto al
funcionamiento del haiku sino de toda poesía, más allá de las variantes
culturales. Herederos de la lógica artistotélica, nos hemos acostumbrado a
cierta rentabilidad del decir, para codificar el mundo y apropiárnoslo, pero a
un tiempo alejándonos de él en un modo de posesión abstracta. Así pues, según el
filósofo François Jullien, en Occidente, la primera vocación de la palabra —que
no era discriminadora en un principio— se ha refugiado en la poesía (23). En
ella, el significar, que en el logos occidental ha perdido su valor de acto, de
señal, de ademán hacia el mundo recupera su gestualidad primera. Si nos
remontamos a la raíz indoeuropea de la palabra «decir» (-deik°, -dik°), nos
damos cuenta de que conlleva la idea de mostrar, de enseñar, reanudando pues con
esa gestualidad. La palabra poética no impone su significación al mundo, sino
que va a su encuentro y, en sentido propio, se posiciona a su vera…y «espera».
Esa espera es un momento y un sitio vacante, libre, fuera de nuestro tiempo o
tempo cotidiano ocupado en rellenar con rentabilidad cada rincón de vida. Esa
espera es la que aprovecha el poeta para mirar en el espejo de la tradición
jaikista, espejo que contrariamente a los espejos occidentales narcísicos,
permanece vacío como lo observamos anteriormente (24). Lo que sí adviene en ese
espejo es «un blanco nuevo / en la piel que atardece./ Mira el espejo»
(n° 49). Tonalidad de la espera, la blancura se extiende en los haikus n° 49,
50, 51, 52, 58, y nos remite a las palabras de Roland Barthes acerca del
satori: «suspensión pánica del lenguaje, el blanco que borra en
nosotros el reino de los Códigos» (25). En esos momentos en blanco, en vilo, el
poeta se sitúa lo más cerca posible del mundo, atento al menor detalle, al
«sollozo del grillo» (n° 53), a la «plegaria de una gota de lluvia» (n° 64), a
una «rosa sola tan puntillosa» (n° 57), a « un pie de araña » (n° 67), pero
también a lo que ya no está cuando «crujen las huellas / sobre la nieve
seca:/ Leve sorpresa» (n° 71).
Con este segundo poemario dedicado al
género jaikista, Juan Antonio González Fuentes prosigue su búsqueda poética para
coincidir con una voz propia, adoptando el disfraz de voces ajenas pero a
la vez desde la tradición poética occidental y desde su propia po-ética. Este
deje occidental puede explicar que algunos haikus estén levemente teñidos de
reflexión abstracta, esa abstracción que el jaikista oriental evita ateniéndose
a la observación minuciosa de lo real, enmarcado en una estación que localiza.
Hemos de reconocer en efecto que algunos haikus parecen como desconectarse de lo
real o por lo menos de un decir concreto, no resistiendo a la tentación del
pensamiento abstracto como el n° 63: «Distinta a todo / la distancia es
eclipse,/ memoria en marcha». Sin embargo, éste es el precio de la autenticidad,
revelada en unos instantes a la vez desamparados y sonrientes en que el yo
poético desea huir de una realidad en llamas: «Y anhelo nubes / como una
casa en llamas / fuera de tiempo» (n° 41). El último verso admitiría una doble
interpretación: la primera confirmaría el deseo de salir del tiempo en que vive,
la segunda remitiría a una huida imposible porque ya demasiado tarde. Si el
destino del hombre puede ser tan leve —y tan frágil aun— que el de una hoja,
como lo señala el haiku n° 32 («Igual linaje / el del hombre y las hojas:/ mil
veces leve»), la realidad se manifiesta a nosotros en su crudeza «aquí y ahora,/
hacia la fuente clara,/ el perro hambriento» (n° 25), realidad que el
poeta capta con un matiz de ironía en el haiku n° 57 «la rosa sola / que muere
de su muerte,/ tan puntillosa» o con una sonrisa melancólica llena de
amistad en el haiku n° 40 «Es el silencio / que inclina nuestra edad:/
molto agitato». Obviamente, si a menudo asoman detrás del disfraz
oriental los hábitos del poeta occidental tomando el riesgo de la impostura,
recordemos estas palabras del poeta francés Christian Doumet para quien en
poesía «el ser vive amenazado en permanencia por el riesgo de la postura», del
sistematismo, como lo vivió y dijo también Paul Valéry. Según él, en ello radica
la gran paradoja de las obras del lenguaje que tienden a elaborar monumentos,
que simultáneamente se inscriben en proyectos arquitecturales, los de la forma,
y propenden a salir del encierro inherente a todo proyecto arquitectónico. La
poesía de Juan Antonio González Fuentes expresa ese vivir en la inquietud de la
forma y de su renovación, y más allá en la inquietud del lenguaje (inquietando
el lenguaje asimismo como lo preconizaba el poeta francés Yves Bonnefoy). No se
conforma con quedarse agazapado en formas familiares y tranquilizadoras, que le
permitirían emitir la voz desde una posición estable. Intenta impostar la
voz en las cuerdas vocales de un instrumento desconocido, asumiendo el riesgo
del temblor, asumiendo su propia fragilidad, su propio desfallecer; pero es
desvelando sus propios fallos como la voz poética consigue seducirnos (26). A
semejanza de un equilibrista andando sobre un hilo, el poeta imposta la voz que
retumba en el vacío, sin nunca caer. En ello radica la fuerza de su poesía,
nunca suena el canto en voz cascada, voz que se pone voluntariamente en una
posición peligrosa, siempre al límite de, al borde del «acantilado», en pos de
una «sombra pequeña» que «por la hondura se aleja» (n° 6). Así pues, tras estos
impostores comentarios ya demasiado extensos, dejemos, atento lector, sonar las
voces del silencio…
NOTAS
(1) Recordemos brevemente
que si la impostación consiste en «fijar la voz en las cuerdas vocales para
emitir el sonido en su plenitud sin vacilación ni temblor» (art. impostar
DRAE), la impostura nos lleva hacia el mundo de las falsas apariencias y del
fingimiento. A pesar de estas dos direcciones opuestas (la de una voz bien
entonada y la de una voz falsa), veremos que las dos palabras tienen un origen
etimológico común.
(2) Luis García Jambrina, « El Cultural », en ABC,
31/07/2010, p. 14.
(3) Remitimos aquí a las tres acepciones del latín
impono, ere que nos hacen pasar de la idea de posición a la de abuso.
(4) Véase el comentario que propone Philippe Merlo en el Prólogo de
Haikus sin estación, Barcelona, Ediciones Carena, 2010, p. 19-22.
(5)
Pedro Aullón de Haro, El jaiku en España, Madrid, Hiperión, 2002, p. 28.
(6) Véase Jean Guillamaud, Histoire de la littérature japonaise,
Paris, Ed. Ellipses, 2002, p. 5-13.
(7) Maurice Coyaud, Fourmis sans
ombre-Le livre du Haïku, Paris, Editions Phébus, 1978, p. 50-55.
(8)
Ibid., p. 16: traduzco al español la transcripción francesa del autor.
(9) Juan Antonio González Fuentes, La luz todavía, Barcelona, DVD
Ediciones, p. 16. Subrayo las palabras más importantes.
(10) Christian
Doumet, « De la poétique », Japon vu de dos, Fata Morgana, 2007, p. 27.
(11) Maurice Coyaud, ibid., p. 15.
(12) Pierre Sauvanet, « A
quelles conditions un discours philosophique sur le rythme est-il possible ?
Réponse à H. Meschonnic » en Rythmes et philosophie, dirigido por Pierre
Sauvanet y Jean-Jacques Wunenburger, Paris, éd. Kimé, 1996, p. 25. Propongo aquí
una traducción del texto francés.
(13) Pedro Aullón de Haro, op. cit.,
p. 51 y 67.
(14) Ricardo Virtanen, «De profundis LXX», Sol de
hogueras, Renacimiento, 2010, p. 53.
(15) Ibid., p. 46: La vida
no está destinada a la muerte.
(16) Roland Barthes, L’empire des
signes, Paris, Seuil, 2007, p. 112.
(17) Lao-Tseu, Tao-tö king,
Paris, Gallimard, 1967, p. 19 y 53.
(18) Ibid., p. 51. Propongo
traducciones de la edición francesa.
(19) Ibid., p. 39.
(20)
Ibid., p. 16.
(21) El yo aparece en los haikus n°28, 34, 41,
61, 66, 69, 70, y el nosotros en los n°15, 20, 40; el tú en los
n°29, 33, 46, y el vosotros en el n°10.
(22) Lao-Tseu, op. cit.,
p. 20.
(23) François Jullien, Si parler va sans dire – Du logos et
d’autres ressources, Paris, Seuil, 2006, p. 31.
(24) Véase Roland
Barthes, « L’incident », L’empire des signes, op. cit., p. 108.
(25) Ibid., p. 100.
(26) Véase las palabras de Jean Baudrillard,
De la séduction, Paris, Éditions Galilée, 1979, p.
114-115.