La empresa la lleva a cabo en un volumen extenso cercano a las quinientas
páginas. Sus rivales bien pueden haberlo dicho: es un ladrillo, si por tal se
entiende una obra inmoderadamente larga. O pesada o tediosa. La verdad es que el
autor podría haberla abreviado pero, si la reducía, la imagen de Onfray no se
habría beneficiado. Por ejemplo, cuando escribió sobre Friedrich Nietzsche, el
textito resultante no merece atención alguna, de tan anémico y previsible que
era. Ahora, las cosas debían ser de otro modo. Era preciso volcar toda su
erudición contra un sabio erudito. Era preciso demostrar que se había estudiado
la obra entera de Freud, así como los epistolarios, para exhibir las pruebas. Lo
curioso es que Freud ha sido para Onfray una lectura temprana y a la vez un
hecho tardío. Dice haber empezado con él a los quince años: concretamente con
los
Tres ensayos de teoría sexual. Y dice haber analizado las obras
completas a lo largo de 2009. ¿Cuál es el resultado? Una suerte de ensayo
biográfico en el que el autor se retrata.
Toda biografía es en mayor o
menor sentido una autobiografía. El biógrafo no es protagonista de las acciones
relatadas, no es el personaje narrado. Justamente por ser un relato en el que
sujeto de la enunciación y el sujeto de lo enunciado no coinciden. Ahora bien,
cuando el biógrafo elige y cuando el biógrafo escribe dando sentido a lo que
escribe vuelca una parte de su yo, una parte de su identidad, de sus deseos, de
sus fantasías, de sus vidas potenciales, de lo que habría querido ser o de lo
que habría querido evitar. De manera expresa no toma al biografiado como un
espejo real o deformante, como un reflejo deseado o repudiado. No hay cesura
radical entre el observador y el observado: precisamente, el acto de observación
modifica la cosa observada porque quien mira pone valor a lo que distingue, lo
que le confirma y lo rebate. El psicoanalista francés Jean-Bertrand Pontalis
hizo explícita esta relación del biógrafo y del biografiado en la colección que
creó para Gallimard.
L’un et
l’autre es el título que le dio: con ese epígrafe quiso hacer
manifiesto el vínculo propiamente psicoanalítico que hay entre el yo que habla y
el yo del que se habla, incluso del yo que al que se vapulea.
Onfray, que se retrata en este libro
narcisista y pomposo, confunde sus avances personales con los avances generales
de la humanidad
Al margen de que aceptemos o
no su tesis y al margen de que convengamos o no con su análisis, la obra de
Onfray resulta reiterativa y especular, que no espectacular. Periódicamente, ha
de recordarnos como obvia y ya admitida la conclusión a la que él mismo ha
llegado con argumentos muy endebles. ¿Y cuál es esa conclusión? Que Freud
convirtió en teoría universal lo que era un dolor personal. Que pasó como
esquema general lo que era la sublimación de una circunstancia individual. Que
engañó, que violentó, que ocultó, que hizo fraude, que hizo filosofía en vez de
ciencia, que culpó a la humanidad para sobrellevar sus desazones y neurosis. El
análisis freudiano no sirve para diagnosticar y para aliviar a los demás. Sólo
sirve para retratarlo a él mismo. Eso vendría a decirnos una y otra vez el
nietzscheano Onfray. Y sirve para examinar las relaciones morbosas que el
propio Onfray habría tenido con el psicoanálisis: parece ser alguien adherido de
manera temprana a una causa liberadora o que creía liberadora y parece ser
alguien desencantado y decepcionado muy tardíamente. De hecho, lo que puede
leerse como su gesta personal –voy a desvelaros el fraude freudiano— tiene un
retraso inexplicable. Otros críticos más finos han dicho lo esencial muchas
décadas atrás. Me refiero a Ludwig Wittgenstein o Karl Popper. ¿Por qué esperar
hasta el año dos mil y pico para presentarnos dicha epifanía? Onfray, que se
retrata en este libro narcisista y pomposo, confunde sus avances personales con
los avances generales de la humanidad. En 2006 se habrían hecho públicas partes
importantísimas del epistolario freudiano, hasta entonces censuradas o
desconocidas. Eso justificaría el retraso. Pero eso es inexacto. ¿Por qué razón?
Porque dos de las cartas que le sirven para desmontar a Freud ya se conocían y
eran de uso público.
La primera está fechada el 28 de abril de 1885 y
dice así:
“He destruido todas las notas correspondientes a
los últimos catorce años, así como la correspondencia, los resúmenes científicos
y los manuscritos de los artículos (…). De las cartas, sólo he conservado las de
mi familia. Las tuyas, mi vida, nunca corrieron peligro. Al obrar así, todas las
antiguas amistades y mis parientes comparecieron ante mí efímeramente para
recibir silenciosos el tiro de gracia (mi imaginación se aferra aún a la
historia rusa); todos mis pensamientos y sentimientos sobre el mundo en general
y sobre mí mismo en particular no merecen la pena pervivir. Tendré que pensarlo
todo de nuevo, había muchísimos papeles que romper. Era preciso que los
destruyera. Se iba acumulando a mi alrededor como dunas en derredor de la
Esfinge, y, dentro de poco, sólo mis narices hubieran emergido por encima de los
papeles. No podría haber entrado en la madurez ni podría haber muerto sin
preocuparme pensando en qué manos caerían. Además, todo lo que no está
relacionado directamente con el punto culminante de la existencia que he vivido
hasta ahora, con nuestro amor y mi elección de carrera, murió hace tiempo y no
debía verse privado de un funeral decente. En cuanto a los biógrafos, allá
ellos. No tenemos por qué darles todo hecho. Todos acertarán al expresar su
opinión sobre la vida del gran hombre, y ya me hace reír el pensar en sus
errores”. ¿Qué expresan estas palabras? ¿Modestia o presunción?
¿Reconocimiento de la contingencia o deseo de eternidad? El remitente tiene 28
años: acaba de terminar su formación académica –medicina– y no cuenta con
ninguna obra verdaderamente importante, aunque se sabe llamado a grandes gestas.
¿Cuáles? Ha realizado un primer gran expurgo de su obra, de sus escritos. Si
hemos de creer lo que confiesa a su prometida, los sabe perecederos,
insuficientes, provisionales. Tomemos el segundo documento, es más breve: se
trata de otra carta de Freud, en este caso remitida a Arnold Zweig, el 31 de
mayo de 1936. Dice así:
"Quien se convierte en biógrafo se
compromete a mentir, a enmascarar, a ser un hipócrita, a verlo todo color de
rosa e incluso a disimular la propia ignorancia, ya que la verdad biográfica es
totalmente inalcanzable, y si se pudiese alcanzar, no serviría de nada".
Del mismo mal que acusa a Freud,
muere Onfray en este libro. Su infección es todavía mayor. Lo que en Freud aún
es distinción analítica, capacidad relatora, sabia puesta en escena, errores
distinguidos, en Onfray resulta algo rudo, burdo, de una zafiedad que él juzga
crítica antiacadémica
Retengamos lo escrito
en ambas misivas. Lo dicho por Freud es chocante y por supuesto discutible. Es
una paradoja que sea él, precisamente él, quien afirme lo anterior, que es lo
peor que se puede decir de la biografía y de los biógrafos. Es un género
tradicional, reconocido y discutido. Tiene sus normas, y los lectores reconocen
su concepción y su elaboración, su presentación y sus resultados. También se le
pueden hacer reproches. Como tal género suscita todo tipo de dudas: por el
sentido y por el orden de lo dicho. O por ser la verdad biográfica algo
totalmente inalcanzable. Eso dice Sigmund Freud cuando se entera de que alguien
pretende escribir su biografía, la del creador del psicoanálisis. Se trata de
una gran paradoja: aquel que se adentró en el fondo oscuro del alma, aquel que
conjeturó sobre el psiquismo humano, repudia la biografía que podría aclarar o
iluminar su propia vida. ¿Aclarar o iluminar? ¿Es eso lo que hacen los
biógrafos? La operación biográfica entraña unos supuestos y unos procedimientos
sobre los que convendría reflexionar y que las cartas de Freud revelan.
En una empresa de estas características se necesitan varias cosas. En
primer lugar, un biógrafo templado. Ni un entusiasta ni un enemigo que se deje
arrebatar por sentimientos negativos. Compromiso y distanciamiento, cercanía y
desapego con el objeto. Se necesitan también los documentos que permitan
fundamentar las afirmaciones. Un documento no tiene sólo una lectura recta,
literal. Los textos y todo vestigio humano poseen interpretaciones diversas. Eso
significa que hay que obrar prudentemente: testando la prueba y testando el
sentido que le damos. Sigmund Freud tuvo que enfrentarse a numerosos casos,
historias clínicas, situaciones humanas muy variadas. Interpretó a partir de los
pocos datos que sus pacientes le suministraban. No siempre fue prudente. En
ocasiones se dejó llevar por temeridades interpretativas, luego fracasadas: así
algunas de sus páginas son ejemplo de lecturas audaces y erróneas de síntomas
mal rastreados o mal acopiados. O más aún: ciertas obras suyas están lastradas
por el exceso hermenéutico, una
sobreinterpretación que se distanciaba de
la fuente, del dato, del documento, del testimonio. Una vez hemos conjeturado
con osadía y con esa temeridad que antes indicaba, alcanzamos un estado de
ebriedad interpretativa (si es que podemos decirlo así). Lo ideal es contenerse
y atenerse a lo demostrable, a lo que puede sostenerse empíricamente.
En
Freud no todo puede ser enunciado con pruebas en la mano. Tratando de nuestro
interior, difícilmente puede abrir en canal la psique humana para mostrarnos las
partes sanas y las partes dañadas. El psicoanalista opera a partir de síntomas:
epidérmicamente, si lo podemos decir así. Los síntomas son expresiones
deformadas y desplazadas que emergen a la superficie. ¿De qué cosa? Permítaseme
decirlo con lenguaje freudiano. Son emanaciones del inconsciente, del
ello, de lo más primitivo y pulsional, de todo aquello que choca, que
escandaliza a nuestra conciencia: a ese
superyó vigilante y moral que nos
reprime. Como el material analizable (sueños, lapsus, etcétera) ha de ser objeto
de interpretación, el terapeuta debe actuar con mesura, practicando una
hermenéutica prudente. Ya digo que Freud no siempre lo hizo y en ocasiones sus
conjeturas o hipótesis son sobreinterpretaciones temerarias. O sencillamente
errores con consecuencias. Así como sus teorías, que a juicio de Wittgenstein o
Popper, no resistirían la prueba de lo que puede ser dicho o enunciado o
falsado.
Cree aplicarle la misma medicina,
pero no: en Freud hay elegancia, aunque sólo sea burguesa y literaria. En Onfray
hay tosquedad: la de quien aún se cree enfant
terrible
Del mismo mal que acusa a Freud,
muere Onfray en este libro. Su infección es todavía mayor. Lo que en Freud aún
es distinción analítica, capacidad relatora, sabia puesta en escena, errores
distinguidos, en Onfray resulta algo rudo, burdo, de una zafiedad que él juzga
crítica antiacadémica. Si reitera constantemente sus conclusiones es porque ha
de remachar lo que no está claro, lo que no está demostrado, lo que en todo caso
ya fue dicho muchas décadas atrás y ahora se repite sin originalidad alguna y
con furia de converso, de neófito: de antifreudiano. Cree aplicarle la misma
medicina, pero no: en Freud hay elegancia, aunque sólo sea burguesa y literaria.
En Onfray hay tosquedad: la de quien aún se cree
enfant terrible. El
francés no interpreta: sobreinterpreta constantemente lo que son atisbos
documentales y levanta un edificio sobre una bases puramente conjeturales.
¿Edificios? ¿He dicho tal cosa?
En la cubierta francesa vemos a un Freud
ya anciano, de perfil, pensativo, quizá ensimismado. Está iluminado y está
rodeado por ruinas y sombras amenazantes, imágenes de delirio, de gran
tenebrismo: restos monumentales y monstruos propiamente oníricos. Vayamos ahora
a la edición española de Taurus. En dicha cubierta vemos una de las fotografías
oficiales del austríaco, muy conocida: aquella instantánea en la que desafiaba a
la cámara mirando directamente el objetivo. Pero la imagen editada tiene una
particularidad. Está cuarteada, dividida en el anverso de unas cartas que forman
un castillo.
Efectivamente, el grafismo es rotundo, de gran énfasis
simbólico: el freudismo es algo frágil, tanto como ese castillo de naipes que en
cualquier momento puede derrumbarse. ¿Qué es lo propio de este juego infantil y
adulto? Un paciente constructor eleva un edificio de cartón. Sin prisas: con
tranquilidad y con pulso, alguien erige una pirámide. Si se precipita, todo se
derrumba. Una simple corriente de aire también puede tumbarlo. U otra persona
que levemente roce una de las cartas: se desestabiliza y cae toda la
construcción. Onfray sería quien derriba ese castillo. Eso cree. Peca de un
narcisismo extremo.
Lo que hay de reseñable en Freud ya lo trataron
Ernest Jones o Peter Gay; lo que hay de criticable ya lo abordaron Ludwig
Wittgenstein o Karl Popper. Numerosas obras han mostrado las partes falibles,
pero lo han hecho sin estrépito. Con la contundencia que un grande merece. Con
Freud pasa lo que con Marx: a Michel Onfray habría que recordarle que “
los
muertos que vos matáis gozan de buena salud”.