Primero de todo aclarar que el volumen se compone de una primera parte
conteniendo ocho relatos breves agrupados bajo el epígrafe de “
Manual de
rupturas”. No son relatos rompedores, tampoco rupturistas. Ni pretenden
serlo. El propio autor aclaraba en el acto de presentación del libro, que se
había propuesto conseguir narraciones sencillas, depuradas en el lenguaje hasta
el extremo de que quien lo lea no se vea obligado a buscar palabras en el
diccionario. ¿Vagancia
escritoria? Yo diría que no. Más bien hablaremos
de “capilaridad”: si en un fluido (que no tiene por qué ser una bebida)
sumergimos a modo de pajita el extremo de un tubo lo suficientemente fino,
conseguiremos que el fluido ascienda por el tubito/pajita sin ejercer ninguna
fuerza de succión o vacío, desafiando así a la puñetera gravedad. Pues estos
relatos son así.
Por su aspecto descuidado usted diría que tienen alguna
deficiencia, pero no imagina que es solo un truco, ni tampoco que por el tubo va
a ascender el fluido. Pero desengáñese, porque sirviéndose de su
envoltura confirman la ley de las apariencias (“Nada es lo que parece”), y
producen un efecto en el lector: traspasarle la sensación de derrota llevadera,
de inercia leve, de queja de barra de bar repetida, de sentimiento molesto, pero
que el protagonista sigue rumiando para realimentarlo y seguir odiándolo (los
ingleses lo llaman “pet hate”). Así en “En pantalla”, el camarero arrastra una
conversación perfectamente deslabazada en tiras de lenguaje natural, que se
trufan de interrupciones propias de tal establecimiento (dar alguna orden,
contestar a preguntas, perder el hilo…) Y uno ya sabe que ese camarero es un
cormorán con las alas alquitranadas por el vertido de algún petrolero.
El peligro de ocho relatos breves, y que los cuatro primeros sufran un
machadiano “torpe aliño indumentario”, es el de que un lector que no conozca la
producción anterior de Cáliz, empiece a desanimarse, a pensar equivocadamente
que el libro no merece la pena. Por eso le digo que debe esperar a “El placer de
viajar”, o “Ceremonias” para ver cómo despliega sus dotes “normales” de narrador
de oficio. Estos dos citados son ejemplos del preciosismo sereno que impregna
mucha de su narrativa breve, sus letras dichas sin megafonías.
Si el título Rupturas y
ambiciones le recuerda a uno de esos libros elaborados con arreglo a cánones
tallerísticos de decir mucho y contar poco, no se deje llevar por la primera
impresión
Decía que hay poco de ruptura, y es
que pese a lo que ellos digan, a los protagonistas de estas historias (salvo
quizá “Ceremonias”) los conjugamos en un futuro perfecto simple de permanencia
en la misma casilla. Así Richard, el Richard de “Richard: Road Manager”, va a
seguir toda su vida “like a rolling stone”, en lo que suponemos una España de
ferias de pueblo, con su lenguaje pretendidamente bukowskiano (repite bastantes
veces “jodido”, ese término que a mí me parece tan de
TV movie, aunque el
libro huye del cómodo canon del realismo sucio norteamericano). Pero él parece
sentirse cómodo en ese espejismo que parece provocar: un manager no puede ser
otra cosa que alguien importante y con mucho dinero. Lo mismo que las palabras
“actor/actriz”, lo primero que nos provocan es una inmediata salivación
glamourosa que nos cierra el paladar a las hieles de ese oficio en el que a
famosos-famosos solo llegan unos pocos.
Y es que hay también en
Rupturas y ambiciones algo del viejo “No es oro todo lo que reluce”. El
mundo de las televisiones no escapa al fin empresarial, en el corral del cine
hay que tragar mucho, la vida puede a veces proporcionar episodios tan raros que
ni un escritor llegará a captarlos (me refiero a “Bestiario”)…
“
Manual de ambiciones”, es la segunda parte del libro. Una novela
corta y negra que mantiene el interés y la tensión en todo momento, y que cuenta
una historia sustanciosa estructurada en cuatro “ambiciones” relacionadas unas
con otras del mismo modo que el relato “Bestiario” concatena a sus
protagonistas.
A lo mejor a usted también se le ocurre buscar un hilo
entre el periodista de la cuarta y última parte de la novela (“La ambición de
Elena”) y Joaquín, que aparece citado en el relato “En pantalla”. Yo la sospecho
pero no puedo probarla, y en ese juego tendrá que ser ya el lector quien decida.
Lo mismo que tendrá que decidir qué pasó con Fabio (el de “La ambición
de Fabio”
tercera parte-capítulo de la novela) a partir de los datos
obtenidos en el último y cuarto capítulo.
Si el título
Rupturas y
ambiciones le recuerda a uno de esos libros elaborados con arreglo a cánones
tallerísticos de decir mucho y contar poco, de darle a uno poliestireno por pan
(queda más aparentón que lo de “gato por liebre”), no se deje llevar por la
primera impresión. ¡Cuate, aquí hay tomate! Narraciones que cuentan y pueden ser
contadas.