Riba creía en la poesía y es por ello que veía posible encontrarse en ella
a través de los clásicos. Sí, pero sobre todo a través de algo que marcó el
resto de su vida: el exilio hacia el que partió junto a su esposa, la también
poeta,
Clementina
Arderiu en 1939. Es por ello por lo que estas
Elegías de
Bierville están consideradas su obra cumbre, dentro de un extenso trabajo de
alta calidad. Una obra de la que emana, con delicadeza, un dolor tan personal
que se hace de todos. De hecho, el epigrama introductorio que se inicia diciendo
Tristes banderes /del crepuscle… fue entregado, en una ofrenda de
compañía, a otro de sus compañeros en el éxodo: Antonio Machado. Fue escrito en
mayo de 1938 casi como una oscura premonición y, en enero de 1939, Riba escribió
al poeta sevillano en un delicado trozo de papel la siguiente dedicatoria:
Con admiración y afecto, en la esperanza común que aún nos alienta. A Don
Antonio Machado, su fiel amigo Carles Riba. Esas tristes banderas del
crepúsculo fueron entregadas a Machado con la misma esperanza que late en el
fondo de este libro.
Cuando Carles Riba comenzó a escribir estas
Elegías de Bierville supo que regresaba. ¿Dónde? Esa respuesta sólo
incumbe a la poesía: ese lugar transparente que está y no se explica, igual que
nosotros no podemos explicarnos ante un espejo. Todo poema es una forma de
regreso a uno mismo, y eso quedó marcado en la voz poética de Riba. Aquella
frase de Novalis en la que el acto de escritura no era más que un regreso al
alma como a una patria antigua sirvió de precepto a ese poeta exiliado de
España. Porque, para Riba, el exilio no es un accidente, tampoco una
circunstancia: es una manera de ver el mundo, de verse ausente en los días y
comprender que sólo a través de ese hueco se puede regresar a sí mismo para
salvarse de la intemperie y el frío de la pérdida. Riba reconstruye el concepto
de la utopía del siglo XX. Atrás queda la necesidad de crear un mundo idílico
donde poder refugiarse o desde donde poder renunciar y denunciar. Riba no ve en
la poesía un lugar para protegerse del dolor, sino un lugar donde convivir con
él para comprenderlo y comprender(se). No es comparable al gran Cernuda de
Ocnos,
donde el poeta sevillano siente la mirada de Albanio como una construcción
mítica en su presente. Aquí la utopía, ese no-lugar en sí mismo, es el medio
para demostrarse que la voz poética se encuentra en su Absoluto, germinando las
palabras necesarias. Para
ser hay que dejar de
estar. Eso Carles
Riba lo sabe. El poeta descubrirá que se encontrará en ese lugar borrado y
frágil, tan sólo en ese lugar.
Estamos ante un libro que no sólo delata
(no relata, porque un poema nunca contará nada) el horror del éxodo, sino que va
metamorfoseándose para mostrarse ante nosotros como la huella imborrable de un
encuentro y la enfermedad de la muerte en todas las cosas presentes.
Cuenta Riba en su prefacio a la segunda edición, que estas elegías
fueron tomando cuerpo una a una, sin ningún hilo que las uniese, como si cada
una tuviera su existencia, casi como a través de una aparición fantasmal. Y así
se presentó la Verdad a Riba: un relámpago mudo que le dio la condición de
desposeído de sí mismo para empezar de cero. Y digo “mudo”, como digo pobreza,
carencia. En este instante, el poeta inicia un camino a través de cosas mudas
que no le hablan y a las que no puede hablar porque aún no existen –habitan en
su pasado, también en su futuro-.
En este instante inicia el proceso de
reconstrucción desde su secreto, que duerme velado:
Era secreto el camino,
fabuloso de tristezas divinas. Parte de esa tristeza que, de tan pura, roza
la divinidad. Ahí se acerca Riba a un discurso místico que prolonga a lo largo
de todo el libro y donde comienza a debatirse y plantearse qué es la palabra,
hacia dónde lo lleva y cómo debe aceptar que es su única compañera de viaje. El
poeta tiene los recuerdos, tiene su propia experiencia vivida de manera
individual –como la muerte- pero siente, en cada verso, la insuficiencia del
único medio que tiene un poeta para existir: la palabra.
De esa pobreza
y esa sinceridad nace la grandiosidad de Riba. Pocos poetas ha habido que
acepten con tanta belleza la pobreza de la palabra. Se nos presenta como un
animal recién nacido: débil en su vigor, fuerte o feroz en su futuro. Ahora sólo
le queda asumir al poeta que, tal vez, la palabra no es más que una conclusión
de algo que ya no está, que se marchó hace tiempo, o que habita en el porvenir,
posiblemente, antes de verse en la presencia. La palabra es un recuerdo o una
premonición: como lo único que le queda, lejos de Catalunya. Su existencia, como
para Heidegger, se funda por la palabra. Vislumbra en aquellos árboles de
Francia, perdida también su preciada lengua catalana, que para fundirse y
fundarse necesita regresar a una raíz perdida, como sólo lo hace la muerte. Su
origen es una forma de futuro, una regeneración que unge con delicadeza la
diseminación de su propio ser para volver a existir.
Se conoce que el
punto de partida es la muerte, la desposesión terrible de un exiliado que lleva
su éxodo a un estado emocional, pero ¿qué hace diferente esta obra de otras
obras de autores que pasaron por el mismo trance? Posiblemente el haber hecho de
ello un canto de amor. Sí, estas elegías son un canto al amor que duerme velado
al final de ese regreso. Riba busca ese deslumbramiento para nombrar el amor, la
exaltación de su Gracia para sentirse completo y salvado en ese estado de
evocación de sí mismo. En la creación poética hay poemas que evolucionan en un
afuera y se impregnan de exterioridad, pero hay otros, como los de Carles
Riba, que se engendran en un
adentro y es en esa profundidad, acuática o
geológica, donde tienen el sentido de lo innombrable, donde son verdaderos.
Nunca la oscuridad fue tan bella y tan terrible, pero sobre todo tan bella.
Escribe en la tercera elegía:
Era tan triste el amor en la sombría orilla
enlodada / de los recuerdos dormidos, tan solitario en la noche / de los
ruiseñores. Riba habla de un amor solitario, abandonado, latiendo en la
noche como un animal herido que lame su sangre y se aferra a la vida y se
protege en la noche. El amor es triste porque no puede nombrarse, su condición
es estar siempre al otro lado y así debe asumirlo el poeta. Por eso, lo que nos
interesa de la obra de Riba es su camino –como muy bien defendiera Cavafis en su
poema “Ítaca”-, ver cómo teje los caminos hacia ese amor inefable. Es por ello
por lo que no puedo dejar de nombrar la importancia extrema que ha tenido su
formación clásica, además de la impronta que ha tenido en él una de las más
grandes obras de la literatura universal:
La Odisea. Como Ulises,
él emprendió un viaje de regreso hacia su simbólica patria, hacia su mítica
patria, que siempre lo espera –lo espera como indica la etimología de esta
palabra: con esperanza-. ¿Acaso los ojos de Ulises no se impregnaron de
negaciones y aplazamientos alguna vez, no supieron que solo dormidos, como si
entraran en la muerte, podrían llegar a Ítaca y diluir el canto de las sirenas?
Riba, como Ulises, emprende un viaje iniciático, como el viaje de los órficos,
como el viaje de las sibilas délficas. Y ninguno puede hablar del viaje ni puede
hablar de todo lo que ha visto, porque tan sólo se traduce –con todo el riesgo y
pérdida que eso supone- o se apunta en la constancia de que su existencia
siempre será subterránea, nebulosa, como la laguna del Aqueronte (1). Igual de
nebulosa será, entonces, su memoria, también su sueño. Así recuerda Riba Grecia,
por ejemplo, y busca su salvación en ella: entre la niebla de lo que siempre
aparecerá velado. De este modo, lo que veremos en estas elegías es la
transformación de un Ser moldeado por una experiencia de Absoluto, aunque nunca
sabremos cómo es su rostro. De ahí que se trate de un libro eminentemente
místico. Para ello, Riba recupera todas las tradiciones mistéricas que den forma
a un anhelo, a esa aspiración incontrolable y última. Eso sí, él siempre
defenderá una lectura cristiana. Consigue des-nombrar, saberse máscara de lo
Absoluto y es eso lo que se nos cuenta. Se oye, se siente esa divinidad, aunque
no sepamos qué rostro tiene porque la voz poética participa de ella. Desnuda
tanto su pertenencia a lo divino que todo
es de manera plena, a pesar del
dolor. En ese punto, donde nada puede contarse, es donde la voz poética se halla
a sí misma, donde Riba consigue lo deseado: el precepto délfico del “Conócete a
ti mismo”. Es allí donde germina la belleza, que es el mayor acto de amor. Para
Riba esa belleza es el acto y la experiencia –sí, ambas cosas a la vez- de un
amor anónimo, despojado, en eterna búsqueda del vértigo de la belleza y su
palabra para poder aparecerse. El amor atraviesa, como en Rilke. Ilumina, como
en Benjamin. Pero sobre todo existe para saber que su nombre es tan puro que
cegará a aquel que se atreva a estar frente a él. Sólo en el amor la voz poética
podrá reconocerse, presenciarse en su caída hacia el silencio, pero también
ser en el gozo, dejar de sentirse ausente, perdido. Del duelo primigenio
se partirá hacia una extraña exaltación hölderliniana. Y todo eso, porque
siempre será de noche,
noche más allá de la noche, lugar donde el sol
brillará en otra parte para crear la palabra transparente.
Marta
López Vilar
Barcelona-Madrid, invierno de
2010
***
Breve selección poética de las Elegías de
Bierville (2)
Carmina invenient iter.
SÉNECA
Tristes banderes
del crepuscle! Contra elles
sóc porpra viva.
Seré un cor dins la fosca;
porpra de nou amb
l’alba.
C. R.
Carmina invenient
iter.
SÉNECA
¡Tristes banderas
de crepúsculo! Soy púrpura
viva
contra ellas.
Seré un corazón en la oscuridad;
púrpura de nuevo
con el alba.
C.R
II
Súnion! T’evocaré de lluny amb un crit
d’alegria,
tu i el teu sol lleial, rei de
la mar i del vent:
pel teu record, que em dreça, feliç de sal exaltada,
amb el teu marbre absolut, noble i antic jo com
ell.
Temple mutilat, desdenyós de les altres columnes
que en el fons del teu salt, sota l’onada rient,
dormen l’eternitat! Tu vetlles, blanc a l’altura,
pel mariner, que per tu veu ben girat el seu rumb;
per l’embriac del teu nom, que a través de la nua garriga
ve a cercar-te, extrem com la certesa dels déus;
per l’exiliat que entre arbredes fosques t’albira
súbitament, oh precís, oh fantasmal! i coneix
per ta força la força que el salva als cops de fortuna,
ric del que ha donat, i en sa ruïna tan pur.
II
¡Sounio! Te evocaré de lejos con un
grito de alegría,
a ti y a tu sol leal, rey del mar
y el viento:
por tu recuerdo que me eleva, feliz de sal exaltada,
con tu mármol absoluto, antiguo y noble yo como él.
¡Templo mutilado, desdeñoso de las otras columnas
que al fondo de tu salto, bajo la ola sonriente,
duermen la eternidad! Tú velas, blanco en la altura,
por el marinero que por ti dirige su rumbo;
por
el ebrio de tu nombre, que a través del desnudo carrascal
viene a buscarte, extremo como la certeza de los
dioses;
por el exiliado que entre oscuras arboledas
súbitamente te divisa, ¡oh preciso, oh fantasmal! y
conoce
por tu fuerza la fuerza que lo salva a golpes de fortuna,
rico por todo lo que ha dado y en su ruina tan
puro.
III
Per a Joan i Elizabeth
Era tan trist l’amor a l’ombrosa vora enllacada
dels records adormits, tan solitari en la nit
dels rossinyols -ah dolcíssima cosa certa, certa,
cant absolut, per damunt l’alba que et trenca- era
tan
pàl·lid dins la profunda rodona dels tells –cristal·lina
de primavera, però sols en l’altura- que el mar
ens ha obsedit, perquè fos l’estrella més pura, si hi era.
i ens acuités el Temps, i el pensament, exaltat
sobre l’escuma errabunda, engendrés ocells sense nombre
que el seguissin, oh blancs, gais cavallers del seu
vent!
Fins que ens ha pres una illa més verda enllà de les illes,
verda com si tot el que dins terra és impuls
dolç i obstinat de pujar per ser llum amb la llum contra l’ombra
tríomfés allí ona per ona, en l’espai
indecís
-i en els ulls i en l’ànima: oh més intensa
suavitat abans d’un occident més secret;
oh cant líric que es dreça a
l’extrem abrupte del somni,
veu i món acabant junts
sobre el buit inhumà!
Torna a tenir-me el vell parc; al llarg dels meus
versos les aigües
llisquen monòtonament com un
destí presoner.
Ja nc el recordo de vist, sinó de com el preveia,
canvi més ric i més pur de l’alegria del mar,
l’últim flotó maragdí del rumb nocturn. Però encara
més innocentment tantes imatges i tant
ai!
d’impensable sentit se m’han canviat i es contenen
en el fervor dels dos enamorats juvenils
que al bell cor de la immensa
ciutat fumosa ens obriren
llur paradís ple de llum,
de voluptat i de risc.
I m’és dolç de comprendre que, dels feliços, agraden
únicament als déus els que han volgut, com els
déus,
sota el llit amorós l’onada inestable i, bevent-los
les rialles, els vents que han mesurat el gran
freu.
III
Para Joan y Elizabeth
Era tan triste el amor en la sombría orilla
enlodada
de los recuerdos dormidos, tan solitario en
la noche
de los ruiseñores – ah dulcísima cosa cierta, cierta,
canto absoluto, sobre el alba que te rompe- era
tan
pálido dentro del círculo profundo de los tilos
–cristalino
de primavera y solo en la altura- que el
mar
nos ha obsesionado, para que fuera la estrella más pura, si
existía,
y el Tiempo nos persiguiera, y el
pensamiento, exaltado
sobre la espuma errante, engendrara innumerables
pájaros
que lo siguiesen, ¡oh blancos, alegres
caballeros de su viento!
Hasta que nos ha tomado un isla verde más allá de
las islas,
verde como si todo dentro de su tierra
fuera impulso
dulce y obstinado en subir para ser luz con luz contra la
sombra
y allí triunfara ola tras ola, en el
espacio
indeciso –y en los ojos y en el alma: ¡oh más
intensa
suavidad previa a un occidente más
secreto;
oh canto lírico que se alza hacia el extremo abrupto del
sueño,
voz y mundo unidos sobre el inhumano
vacío!
Vuelve a poseerme el viejo parque; a lo largo de mis versos las
aguas
monótonamente se deslizan como un destino
encerrado.
Ya no lo recuerdo de vista, sino de cómo lo
preveía,
cambio más rico y puro de la alegría del
mar,
último ramo esmeralda del rumbo nocturno. Pero
aún
más inocentes las imágenes y tanto
¡ay! de
impensable sentido se han transformado y habitan
en
el fervor de dos enamorados juveniles
que en el bello corazón de la inmensa
ciudad de humo nos abrieron
su paraíso de luz,
voluptuosidad y riesgo.
Me es dulce comprender que, de los
dichosos,
únicamente complacen a los dioses los que
han querido, como ellos,
la inestable ola bajo el lecho amoroso y,
bebiéndoles
las risas, los vientos que han medido el
gran estrecho.
X
He somiat amb Orfeu a la porta oberta de
l’Ombra.
Una absència d’espill ha devorat els meus
ulls
ebris encar de mirar-se en el maig turbulent de les coses,
plens d’abocar sobre el cel tantes aurores del cor.
Fou això: de sobte morir al present de puixança
i redreçar-me enllà (oh immensament! ) dels adéus,
pur anhel tot jo i,
secreta dins l’ànima, orella
que la desperta i per
on tota reviu en l’obscur.
Tal com en mi jo havia trobat l’ambigua sendera,
sola en el risc lunar de l’impensable profund,
fins a vosaltres, déus inferiors, i a la vostra
única certitud, dura acabant el meu pas,
ara, nàufrag del meu vertical
instant de caiguda
-pedra i ocell sense vent- per
l’absolut no-esperar,
era girat a mi que escoltava créixer l’anunci
de no sé quina mar interior, madurant
lluny
dins meu en illes d’encara impotent melodia;
canvi
o naixença -era igual: era una mar i el seu vent.
Coses fosforescents,
d’indistint murmuri, es badaven,
càndides flors de
la nit, entre l’onada i el buit,
lentament s’omplien del que elles eren,
prenien
brusques, nombre i espai i original
horitzó.
Tota una pueril Natura en elles semblava
retrobà’ el seu respir, l’ordre flotant del seu
joc,
matinejà’ en els colors més nus de la seva esperança,
coronar-se amb l’orgull innumerable del temps.
Com et vaig reconèixer, memòria, perdut arxipèlag,
cales, sagrats carreus, fonts i amansits animals!
Tot quant havia per mi après l’oïda i, amb ella,
com un començament, l’acte callat del seu fi,
i
ah inexplicable! tot quant, velada Eurídice, és únic
dins el teu nom amb tu entre la mort i el meu cant,
feia un reialme immens que tornava a la veu del seu príncep,
una pàtria expectant, dolça del poble divers
junt amb el qual havia cercat llargament la victòria;
m’he exaltat essent, palmes! el pit del seu cant.
No m’ha aturat amb el dubte de l’aigua negra l’immòbil
blanc xiprer de l’oblit, meravellós a l’impur:
em prenia la crida eternal de pura tendresa
-la
que l’exiliat sent de vegades, molt lluny,
quan li sembla, i el puny, que la
infància el plora, i el vespre
l’acompanya amb el
plany d’una campana innocent.
Em prenia, però que absoluta! Com el que ens
salva,
súbit, des del cor més entranyat del perill;
com l’amant que vol lliberar l’amada dispersa
pel necessari mot i se l’enduu al desert;
violentament obrint-me per dins en
fontana
viva de mi mateix -ull en la creu dels
sentits,
aigua fluida en l’instant que no fuig i que no la canvia,
ésse’ i mirar-se donant, des de l’origen mirar
fins a la fi del seu do, ¿és això la perenne promesa,
pur Orfeu, i el corrent era abundant en el glop?
¿I el que infinitament tu lloares, mestre perfecte,
era el preludi tan sols per a cad’ú -per a mi?
¿I l’incomptable que em fou, sabut a penes, creixença
-noça inefable, enyor, rara visita en la nit-
i
el que m’afaiçonà, però sense mai acabar-me,
com si
llanguís amb les mans del qui somia voler,
ara seria tot dins la suma
límpida, cada
cosa salvant-s’hi d’haver ai! estat
sola i mortal?
Déus fraterns! Així abeurat i inundat del meu propi
pur retorn, he passat, ànima endins, cap on sou,
més enllà de la infància, vosaltres amb mi, en el somriure
de la certesa, un sol fi: jo el gloriós instrument
i vosaltres l’amor; i he entrat a conèixer-me, oh vida
recomençada! en tu, com en l’impuls i el treball
i l’aparent desacord, oh Presents! vosaltres em vèieu,
no en el meu fer, sinó ja en el meu signe perfet.
I ara, en la dolçor que del somni em dura, ja estimo
la memòria en la sang, presto l’orella i em veig
arbre arrelat en el crit de la meravella passada,
miro i em sento cant que obre la tofa en l’espai;
i no és pap distret de l’estranya delícia, que penso
en el xinès subtil, d’ànima ardent, que té els ulls
fits en la xifra complexa del seu poema i l’abraça
tot a cada instant mentre en deslliga els sons
purs.
X
He soñado con Orfeo en la puerta
abierta de la Sombra.
Una ausencia de espejo ha
devorado mis ojos
ebrios de mirarse en el turbulento mayo de las cosas,
llenos de verter sobre el cielo tantas auroras del
corazón.
Fue esto: morir de repente en el presente de pujanza
y levantarme (¡oh inmensamente) más allá de los
adioses,
todo yo puro anhelo y, secreta en el alma, oído
que la despierta y por donde toda ella revive en lo
oscuro.
Igual que yo había encontrado en mí el misterioso sendero,
solo, en el riesgo lunar de lo profundo impensable,
hacia vosotros, dioses inferiores, y vuestra
única certeza, dura desgastando mi paso,
ahora, soy náufrago de mi vertical
instante de caída
- piedra y pájaro sin viento- por
la absoluta desesperanza,
se giraba hacia mí escuchando crecer el anuncio
de no sé qué mar interior, madurando
lejos
dentro de mí en islas de una aún débil melodía;
cambio o nacimiento –era igual: era un mar y su viento.
Cosas
fosforescentes, de idéntico murmullo, se abrían.
Cándidas flores de la noche, entre el vacío y la ola,
lentamente se llenaban
de lo que ellas eran, tomaban
mareas, número y
espacio y original horizonte.
Toda una infantil Naturaleza en ellas parecía
reencontrar su aliento, el orden flotante de su
juego,
madrugar en los colores más desnudos de su esperanza,
coronarse con el orgullo infinito del tiempo.
¡Cómo te reconocí, memoria, perdido archipiélago,
calas, sagrados sillares, fuentes y mansos
animales!
Todo cuanto había aprendido por mí el oído y, con él,
como un comienzo, el acto callado de su fin,
y
¡ah inexplicable! velada Eurídice, todo cuanto es único
en ti dentro de tu nombre entre mi canto y la
muerte,
construía un reino inmenso que regresaba a la voz de su príncipe,
una patria esperada, dulce del diferente pueblo
junto al que había buscado largamente la victoria;
¡palmas! me he elevado siendo el pecho de su canto.
No me ha detenido con la duda del agua negra el inmóvil
ciprés blanco del olvido, maravilloso en lo impuro:
me tomaba la eterna llamada de pura ternura
-
la que el exiliado a veces oye, muy lejos,
cuando siente que la infancia le
llora, y el atardecer
lo acompaña con el lamento de
una inocente campana.
Me tomaba, ¡absoluta! Como lo que nos salva,
súbito, desde el corazón más profundo del peligro;
como el amante que quiere liberar a la amada lejana
con la palabra necesaria y se la lleva al desierto;
violentamente floreciendo por dentro en fuente
viva de mí mismo –ojo en la cruz de los sentidos,
agua que fluye en el
instante que no huye y no la cambia,
existir y
mirarse entregando, desde el origen mirar
hasta el fin de su don, ¿es eso la
perenne promesa,
puro Orfeo, era abundante la
corriente en el sorbo?
¿Y lo que infinitamente tú alababas, perfecto
maestro,
tan solo era el preludio para cada uno
–para mí?
¿Y lo que me fue incontable, apenas conocido, crecimiento,
- boda inefable, nostalgia, extraña visita en la
noche-
y lo que me creará, pero sin nunca acabarme,
como si languideciera con las manos del que sueña
desear,
ahora estaría
todo en la límpida suma, cada
cosa salvándose ay de haber sido mortal y
solitaria?
¡Dioses fraternos! Así abrevado e inundado de mi propio
puro retorno, he pasado, alma dentro, hacia donde
estoy,
más allá de la infancia, vosotros conmigo, en la sonrisa
de la certeza, un solo fin: yo el glorioso
instrumento
y vosotros el amor; y he entrado a conocerme, ¡oh vida
recomenzada! en ti, como en impulso y trabajo
y
aparente desacuerdo, ¡oh Presentes! vosotros me veíais,
no en mi hacer, sino
ya en mi perfecto
signo.
Y ahora, en la dulzura del sueño que me queda, amo
en la sangre la memoria, escucho y me veo
árbol
arraigado en el grito de la pasada maravilla,
miro
y me siento canto que abre la espesura en el espacio;
y no es olvidado de la
extraña delicia, que pienso
en el chino sutil, de
alma ardiente, que tiene los ojos
fijos en la compleja cifra de su poema y
lo abraza
todo a cada instante mientras deshila los
sonidos más puros.