DESENAMORARSE Sheena Baby, de la que estaba
enamorado, y yo íbamos caminando. Era de noche, muy tarde. Las nubes habían
tomado la forma de grandes hongos y esponjas, y la noche era hermosa como
ninguna, con la excepción de que se nos habían pinchado dos ruedas del coche
unos cuantos kilómetros atrás y no teníamos ni idea de dónde estábamos ni a
quién pedirle ayuda. Aparte de esta emergencia puntual, era evidente que algo no
marchaba bien. Habíamos llegado al extremo de querer matarnos el uno al otro, un
tema del que ya he hablado en otra ocasión.
Sheena Baby era todo
amor, una verdadera gatita. La había querido durante años, desde que me
deshice de Miss Sheila, y me sentía como si se me hubiera arrebatado parte de mí
mismo. Sheena Baby no estaba tan colada por mí como yo lo estaba por ella. Eso
era innegable. Había pensado pegarle un tiro a ella y después pegarme otro a mí,
lo cual no nos habría reportado beneficio alguno a ninguno de los dos. Todo se
resumiría en una breve noticia de periódico que unos extraños leerían y
lamentarían para después pasar a la sección de los deportes. El amor se tuerce.
Pasa a diario. No tienes que matarte por amor si es algo que puedes evitar,
aunque a veces resulta difícil no hacerlo.
Si no hubiéramos pinchado
podríamos habernos metido por el bosque, poner algo de Thin Lizzy, le habría
dicho que aún estábamos a tiempo de arreglar las cosas. Que no era sólo que ella
fuese mi amor, sino que era el amor
de mi vida. Después, en la oscuridad,
podríamos habernos dado un buen achuchón. Pero no me quería, al fin me había
dado cuenta, así que decidí ser un verdadero cabrón con ella.
–Lo que te
pasa es que no sabes escuchar a nadie –le dije.
–No, lo que pasa es que
estoy hasta el coño de oírte –dijo ella.
–Que te den –dije.
–Bésame el culo –dijo.
–Pues bájate los pantalones –dije, a ver
si colaba, pero no fue así y nos pusimos a caminar en direcciones opuestas.
No me explicaba cómo era posible que algo que había empezado tan bien
tuviese que acabar así de mal. La palabra amor es mucha palabra y cubre un
territorio inmenso. Te puedes pasar la vida entera persiguiéndolo y acabar sin
nada, siendo un viejo desdentado de nariz grande y con pelos en las orejas, todo
el día amargado en el bar al acecho de alguien de tu edad, pero con
probabilidades de éxito cada vez menores. Llegada cierta edad ya se han
acumulado demasiados goles en tu contra.
No sabía qué hacer, ni adónde
ir. Nos hallábamos a cientos de kilómetros de cualquier ciudad, de alguien que
pudiera echarnos una mano con el equipo adecuado para arreglar un pinchazo o que
llamase a una grúa para remolcarnos. Ya me veía caminando días enteros,
durmiendo en la cuneta. Sin duda el primer tío que pasara la recogería a ella,
pero no tenía tan claro que la primera mujer que pasara me recogiera a mí. Me
volví para verla. Con cada paso que daba, Sheena Baby se iba haciendo más
pequeña en la distancia, aunque aún podía distinguir aquel magnífico culo suyo
bamboleándose. Seguro que lo bambolearía más en cuanto oyese que alguien pasaba
por allí. Ni siquiera tendría que hacer dedo, con otras partes del cuerpo le
bastaba para llamar la atención, pero me costaba hacerme a la idea de no volver
a verla. Había encontrado al fin a la mujer de mi vida, y ahora ella ya no
quería saber nada de mí. Me lo había buscado yo solo, por haberme quedado
levantado hasta las tantas escuchando
Grandes éxitos musicales y friendo
patatas a las dos de la mañana, por haber amontonado las bolsas de basura en el
armario escobero, por haber dejado que me crecieran las uñas de los pies y
rasparle las piernas por la noche en la cama. Da la impresión de que al
principio de una relación todo marcha a las mil maravillas, pero enseguida
acabas conociendo al otro. Entonces descubres que, a pesar de su aparente
belleza externa, tiene una verruga asquerosa en el culo, o que ha nacido con
seis dedos en los pies y le han cortado uno, lo cual te hace pensar en
cuestiones de herencia y descendencia. Te despiertas por la mañana antes que
ella, te acercas y le hueles el aliento y entonces sueltas un «Me cago en la
puta, ¿se puede saber qué carajo comiste anoche?». Cosas así rompen el encanto,
y la opinión que te has hecho de alguien cambia cuando la conoces en profundidad
después de haber vivido juntos, cuando la ves por la mañana y te fijas en que en
la parte de atrás de los muslos tiene pequeñas vetas de grasa.
Aun así,
quería salir corriendo en su busca, porque la quería tal cual era y porque nadie
es perfecto, especialmente yo; pero en el instante en que una persona es
consciente de que alguien está perdidamente enamorado de ella, ésta
automáticamente pierde el interés y se distancia, ya que el ansia que uno siente
por el otro es rara vez compartida en igual medida por los dos. Aquello me
entristecía y me descolocaba, pero tenía que encontrar una solución, pues ella
estaba desandando el camino por el que habíamos llegado, si fuera preciso
incluso de vuelta a Oxford, o eso parecía, y lo que yo necesitaba era que me
montaran deprisa dos ruedas sin cámara, o al menos que les pusieran un parche a
las pinchadas, y necesitaba un gato y una llave inglesa de cuatro brazos, pero
no tenía nada de nada. Habíamos salido sin ninguna herramienta, ya que el plan
era sólo acercarse hasta la licorería. Después compramos unas Budweiser y desde
ese momento las cosas empezaron a ir de mal en peor. Nos fuimos a dar una
vuelta. Pensé: «A tomar vientos», decidí que cortar el césped podía esperar
hasta más tarde. Los planes
minúsculos e insignificantes de los ratones y
los hombres.
Nos peleamos, por algo que ya se venía cociendo desde
tiempo atrás, por una chavala con la que había estado hablando en un bar hacía
unas noches, alguien que se había interesado por mi trabajo. Ya se lo había
advertido, que se trataba de algo inevitable, y de hecho hubo un tiempo que
parecía haberlo entendido. Incluso estuvo soportando las llamadas durante un
tiempo, las de aquellas mujeres que llamaban por teléfono a cualquier hora del
día o de la noche.
Pero llegó un momento en que empezó a decir: «
Otra
llamada para ti». Me pasaba el teléfono mientras sonreía con los labios
apretados y acercaba una silla para observarme. Yo me encorvaba sobre el
teléfono y en voz baja preguntaba quién era con la boca pegada al micrófono.
Ella se quedaba a mi lado para escuchar toda la conversación. Luego llegó el día
en que me pidió que nos cambiasen el número de teléfono. Yo me negué. Ella
quería que lo quitaran del listín. Yo protesté. La gente tenía que ponerse en
contacto conmigo para consultarme los detalles, para pedir presupuestos, le
dije. También tienen que ponerse en contacto contigo para otros asuntos, o eso
parece, dijo ella. La cosa fue a peor. Empezaron las peleas. Si queríamos hacer
el amor, antes teníamos que hacer las paces, y eso es matador. Acabó con lo que
sentíamos uno por el otro, y una vez que te empieza a corroer por dentro te
conviertes en el candidato perfecto para terminar persiguiendo a alguien por la
carretera, igual que me estaba sucediendo a mí aquella noche.
Ella no
paraba de caminar y yo decidí dar la vuelta y seguirla. Intentaba acercarme lo
suficiente como para que me oyera llamarla. Seguro que iba a parecerle un
completo idiota, cuanto más lo pensaba más claro lo veía, además de que era muy
posible que me ignorase, que siguiera caminando, como si nada.
Me
recordaba a aquella vez en que había visitado el Zoo de Memphis, hacía años,
antes de que me llegase la pubertad. Iba caminando y llevaba un globo atado a un
palito en una mano y un algodón dulce en la otra. Mientras deambulaba por ahí me
acerqué al foso de los osos, donde se había congregado mucha gente que los
miraba. Eran unos osos enormes, no sé si pardos o qué. Allí estaba sucediendo
algo, eso estaba claro. Los osos estaban abajo, en un gran foso lleno de rocas,
con una charca artificial y una cueva artificial, viviendo una vida artificial.
La gente apuntaba al foso y todos sonreían. Yo me abrí camino entre la multitud
para ver qué pasaba. Algunos padres tenían a sus hijos encaramados al cuello y
los sujetaban por las piernas. Había dos osos allá abajo en el foso, dos bolas
peludas y enormes. Uno de ellos estaba de pie y el otro estaba tumbado sobre la
espalda con las garras en el aire, moviendo la cabeza y mirando a la gente.
Parecía como si estuviera un poco borracho. Miré a los osos, miré a la gente y
después volví a mirar a los osos. El que estaba de pie metió la nariz entre las
piernas del que estaba tumbado sobre la espalda y aspiró con fuerza. El oso
tumbado sobre la espalda levantó la cabeza, puso los labios en forma de O
haciendo un túnel con la boca y gruñó «¡ROOOOOOOOOOOOOO! » a todo volumen. El
oso que estaba de pie giró el cuello, cargó su peso alternativamente en cada
pie, volvió a meter la nariz entre las piernas del otro oso y, mientras el oso
que estaba tumbado agitaba las garras delanteras y gruñía «¡OOOOROOOOOOO!
¡MOOROOOOOOO! ¡GROOOOOOOO!», aspiró con fuerza.
La gente sonreía y
apuntaba, mientras el oso que estaba de pie meneaba la nariz, volvía a meterla
entre las piernas del otro oso y de nuevo aspiraba con fuerza. El oso tumbado
cerró los ojos, agitó la cabeza y gruñó «¡BROOOOOOOOOOOOOOOO!». Después se
levantó y lamió un poco al otro oso, ambos lo hicieron, y entonces lentamente se
giraron juntos, se metieron en la cueva y desaparecieron. La multitud seguía
mirando. Yo también. Pero los osos no salían. Sentía, aun ya entonces, hace
tantos años, que algo extraño y misterioso estaba sucediendo, algo que no se nos
iba a permitir observar. Después de un rato la multitud se empezó a dispersar de
uno en uno y de dos en dos, después de tres en tres y de cuatro en cuatro, hasta
que fui yo el único que quedaba allí. Seguía con la vista fija en la oscura
entrada de la cueva, pero ya no había nada más que ver excepto el aire negro en
su interior y unas formas imprecisas que se movían allí adentro. Después de un
rato yo también me fui y los dejé a sus anchas.
De repente, mientras
perseguía a Sheena Baby, lo había recordado todo, como un pensamiento sobre el
deseo. Temía que algún extraño recogiese a Sheena Baby, no quería ni imaginar lo
que le haría o intentaría hacerle. En estos tiempos que corren no es una buena
idea ponerse a hacer dedo para que te coja un desconocido. Puede pasarte de
todo. Prefería no ser testigo de que algún suceso peor que yo mismo. Ya tenía
suficiente conmigo, desde luego, aunque quería mejorar para ella, quería
rectificar mis errores si ella me lo permitía. Pero parecía como si caminase
cada vez más deprisa, y no lograba acercarme a ella en absoluto. Me dolían las
piernas, hacía calor, aunque había cerveza en el coche. Ella ya había pasado a
su lado pero a mí aún me quedaba un buen trecho. Por fin llegué a la altura del
coche y paré para tomarme un respiro. Reparé en la neverita que estaba en el
suelo y pensé: Coño, ya de estar aquí, habrá que aprovechar.
Los
pinchazos nos habían sobrevenido oportunamente a la sombra de un árbol, y no se
estaba nada mal bajo aquellas ramas tan frondosas. Casi hacía fresco, y la
cerveza estaba fría, de modo que cogí una y me senté a la orilla de la carretera
con la espalda apoyada en el coche. Tenía tiempo de sobra para reflexionar. Se
puede resolver prácticamente cualquier asunto si se dispone del tiempo oportuno
para reflexionar. Es como un alto en el camino para obtener una perspectiva
general. Abrí la cerveza y eché un buen trago, bien frío, después encendí un
pitillo, y entonces el mundo ya no me parecía ni la mitad de malo. La hilera de
árboles continuaba por la orilla de la carretera. Éstos proyectaban una sombra
de lo más agradable, incluso había una pequeña acequia con ranas sentadas en los
bordes. Todo rezumaba cierto sosiego. Pensé: Bueno, ¿y qué si ella acaba
dejándome? ¿Va a ser el fin del mundo? No, no iba a ser el fin del mundo. El
mundo no se iba a salir de su eje sólo porque a alguien le hubieran roto el
corazón. El sol no iba a dejar de salir. Me pregunté a mí mismo si sería
doloroso. Sí, sería doloroso. Dolería durante un número indeterminado de días o
de semanas. Con un poco de suerte no me dolería durante toda la vida, aunque no
había manera de anticipar cuánto tiempo pasaría antes de que encontrase a otra
tan buena como ella. Cuando la hicieron rompieron el molde. Miré en dirección
hacia ella. Ya no se le veía.
Seguí bebiendo cerveza y fumando
cigarrillos durante un rato. No era un mal modo de dejar que pasara el tiempo.
No estaba seguro de qué hacer con el coche (era de ella). No quería dejarlo allí
sin más. Podía haber vándalos por los alrededores, tíos al margen de la ley que
podrían quitarle las ruedas y afanar el equipo de música, o largarse con la
batería. Tampoco quería quedarme allí plantado vigilándolo toda la noche. Así
que me volví para ver en qué estado se encontraba. Los dos pinchazos habían sido
en el lado del conductor. De pronto me asaltó una idea: ¿Por qué no conducirlo
tal cual estaba, pero
muy despacio? Era una idea tan buena que no me
explicaba cómo no se me había ocurrido antes. En alguna parte había leído que se
puede conducir con una rueda pinchada durante veinticinco kilómetros si se hace
muy despacio. Aunque tuviera dos pinchadas, podría conducir más deprisa que la
velocidad a la que Sheena Baby caminaba, y entonces lograría por fin alcanzarla.
De modo que me monté en el coche y coloqué la cerveza entre las piernas. Giré la
llave del contacto y arrancó a la primera. Se notaba un poco desequilibrado de
mi lado, eso era todo. Seguro que estaba de lo más ridículo, y recé para que
nadie se aproximase por detrás y se pusiera a tocarme la bocina.
Torcí
despacio al entrar en la carretera, para comprobar el tacto del coche. Botaba un
poco. De repente temí que las ruedas pudieran estropearse, así que me abrí otra
cerveza para ahuyentar aquellos pensamientos.
Quise ver lo deprisa que
podía ir una vez que había conseguido enderezar la dirección y poner rumbo al
encuentro con Sheena Baby, pero aún seguía en primera y el velocímetro no hacía
más que dar saltos entre 0 y 10 km/h. Supuse que Sheena Baby estaría caminando a
unos 4 ó 5 km/h. Me pregunté: ¿Podré cambiar a segunda? Lo hice. Las ruedas
empezaron a golpear el asfalto un poco más deprisa. La aguja subió hasta casi 15
km/h. Sonreí. Era sólo cuestión de un momento antes de que la alcanzase
Encendí la radio y busqué algo de música en el dial. Me puse las gafas
de sol. Sentía como si de verdad estuviera progresando
La última vez que
me había montado en el coche de Sheena Baby había visto dos o tres porros en una
cajetilla vacía de Marlboro dentro de la guantera. La abrí y la cajetilla de
Marlboro todavía seguía allí. Cogí el volante con los codos, miré dentro de la
cajetilla y, claro, aún estaban allí los dos porros. Saqué uno y el otro lo dejé
en su sitio. Las cosas me estaban saliendo a pedir de boca. Era domingo por la
tarde y Army Archard repasaba la lista de los 100 grandes éxitos de 1967.
Encendí el porro, el coche iba dando botes mientras yo mantenía el humo dentro
tanto como podía y bebía la cerveza sin quitarle ojo a la carretera. Después de
un rato ya estaba alucinando por lo bien que me estaba saliendo todo. Sonaban
Jimi Hendrix y Janis Joplin y Elvis Presley y The Doors y Cream y Grand Funk
Railroad y Creedence Clearwater Revival y Percy Sledge, uauá uauá ua. Me puse a
cantar en alto y a mover los hombros al compás, y cuando el porro se iba
terminando le di caladas más cortas para sacarle tanto como diera de sí. Army
metía baza de vez en cuando, hacía comentarios sobre lo buena que era aquella
música y lo afortunados que habíamos sido de vivir en esa época. Yo estaba de
acuerdo al cien por cien. Ojalá me hubiera largado a San Francisco y hubiera
llevado flores en el pelo. Ojalá hubiera sido hippy en vez de haber estado
recogiendo algodón. De repente ya no me parecía tan mal que Sheena Baby me fuese
a dejar, e intuí que había sido algo inevitable. Éramos dos personas muy
distintas. Veníamos de ambientes distintos y nuestros intereses no eran ni
parecidos. Lo raro era que hubiéramos aguantado tanto tiempo juntos. El amor
adquiría multitud de formas y a veces lo que se asemejaba al amor en realidad no
era en absoluto amor, tan sólo un capricho pasajero disfrazado. Te dolía cuando
sucedía así, y te dejaba para el arrastre durante una temporada, pero tarde o
temprano te reponías y encarabas el mundo y veías que era peliagudo encontrar el
amor y que a veces se hacía preciso indagar. El amor no iba a plantarse justo
delante de ti y a soltarte una bofetada. No se te iba a echar a las rodillas de
camino por la calle. El amor no iba a saltar desde un segundo piso para caerte
encima.
Seguí conduciendo, dando pequeños botes, mientras la aguja
temblaba entre 10 y 15 km/h. Las ruedas hacían bop, bop, bop y la goma se
retorcía bajo las llantas, haciendo que el coche se meneara suavemente. Iba a
conseguirlo, eso de seguro. Todo aquello no era sino un contratiempo pasajero.
Army Archard seguía poniendo los grandes éxitos de 1967. Yo seguía
bebiendo las cervezas. Había bastantes más en la neverita. Tenía cigarrillos de
sobra. Divisé una figura que iba caminando por la cuneta, que aumentaba de
tamaño según me iba acercando. Yo llevaba el ritmo de la música dando golpecitos
con una mano sobre el volante y con las deportivas sobre la alfombrilla. Seguro
que a Sheena Baby le extrañaría verme llegar botando en su coche. Entonces me
percaté de que aquella noche iba a dormir solo, de que no me rodearía con los
brazos ni me abrazaría durante la noche, de que jamás volvería a abrazarme.
Jamás.
Volvería.
A abrazarme.
Pegué un
frenazo justo a su lado. Ella dejó de andar y se volvió para mirarme. Estuvimos
mirándonos uno al otro durante casi un minuto. Pude haberle dicho un montón de
cosas, pude haberle prometido el oro y el moro aunque después no lo hubiera
cumplido, lo que fuera con tal de que subiera de nuevo al coche. Pero todo lo
que le dije fue:
–¿Quieres que te lleve?
Se montó sin decir ni
una palabra. Cerró la puerta y se puso de rodillas sobre el asiento mirándome de
frente, recogiendo aquellas maravillosas piernas suyas de un moreno intenso y
con una musculatura del copón, la culturista ganadora de catorce trofeos. Yo era
flacucho, tosía por las mañanas, tenía gases la mayoría de los días. Me miró
fijamente con aquel azul intenso y
bellísimo, tenía los ojos pegados a
los míos. Entonces se me abalanzó. Se me abalanzó y me rodeó con los brazos y me
estrechó con fuerza (era capaz de levantar noventa kilos). Pegó sus labios
contra los míos, apretó firmemente su boca contra la mía y me empujó contra la
puerta del coche, podía oírla resoplando por la nariz. Me estaba succionando el
aire mientras me besaba con todas sus fuerzas. Mi lado del coche estaba más bajo
que el suyo y la tenía encima de mí, me escaló por el regazo, tan pronto me
manoseaba como me abrazaba mientras me retenía contra la puerta. De repente ésta
se abrió y yo caí de espaldas sobre la carretera, a excepción de los pies, que
aún seguían dentro del coche, y Sheena Baby gateó y se me echó encima, me besó,
me apretó el cogote contra el asfalto y me estrujó las orejas entre las manos,
jadeaba, me estaba perdonando, me estaba cubriendo con su amor, tanto amor que
tapaba el sol, allí tumbados junto a una rueda pinchada y los bajos herrumbrosos
del coche en plena carretera, donde cualquiera que pasara por allí al volante
podría presenciar un verdadero testimonio de amor, sin disimulos, expuesto ante
la mirada del mundo entero.
Entonces fue cuando pararon los polis, dos,
con cara de pocos amigos y gafas de sol, y supe mientras se me revolvían las
tripas que nuestro final feliz estaba a punto de dar un giro fatal.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Bartleby
Editores en la persona de su director,
Pepo
Paz, la gentileza por permitir la publicación de este
relato del libro de
Larry
Brown,
Amor
malo y feroz (Bartleby, 2011), en
Ojos de
Papel.