El 20 de agosto de 1619 un barco holandés atracó en Jamestown, primera
población inglesa en lo que hoy es Estados Unidos, con un cargamento de 20
esclavos negros que fueron rematados entre los piadosos colonos fundadores. En
los siguientes decenios, once millones 200 mil seres humanos originarios del
continente que Conrad llamó
negro llegaron al Nuevo Mundo en el brutal
tráfico de esclavos operado por católicos portugueses y españoles y cristianos
británicos y holandeses. Pero de esta cantidad, sólo aproximadamente 450 mil
fueron a parar a los mercados de nuestro vecino del norte.
Los demás,
nos recuerda el
profesor
Henry Louis Gates, Jr., en una apasionante y estremecedora
serie a punto de estrenarse en la televisión pública estadounidense, se
diseminaron en lo que hoy es América Latina. Casi cinco millones fueron
comercializados en Brasil -hoy el segundo país más negro del mundo después de
Nigeria-; a Cuba llegaron 800 mil, el doble que al territorio de su enemigo
histórico. No hay una nación en nuestro continente en donde no haya un
importante grupo de población negra… México en primer lugar, en donde a todos
nuestros problemas y desencantos debemos añadir que la política oficial de la
revolución, la priista, la panista, la perredista, la aliancista y todas las
demás
istas, ha sido ignorar –quizá sea más apropiado decir
negar-
la herencia africana de muchos compatriotas.
Una de las
investigadoras que colaboraron para la serie titulada
Negros en América
Latina fue mi querida amiga de la Universidad Veracruzana
Sagrario
Cruz (a quien por cierto, después de verla al lado del
profesor Gates, le veo más oriundez del Serengueti que de Cholula). Cuando ella
era estudiante en la UDLA condujo un experimento del que resultó que más del 80%
de los muy hispanos y altivos poblanos tenía -subrayado mío-
sangre negra.
Este electrizante dato fue tratado entre las clases dominantes de la tierra
de los camotes a la manera de aquella aristócrata inglesa quien al escuchar de
labios de Darwin que los hombres eran descendientes del mono, sin perder el
ritmo de su abanico susurró a su vecino: “¡Dios mío… ojalá que el pueblo no se
entere!”