La tetralogía de Durrell -
Justine (1957),
Balthazar (1958),
Mountolive (1958) y
Clea (1960)- es una fiesta de fuegos
artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, el manejo de los personajes y
las atmósferas; y al mismo tiempo una obra de excelente y propositiva factura
formal. “Como la literatura no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la
ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se
basa en el principio de la relatividad”, escribió crípticamente Durrell acerca
de su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra. Confieso que
después de leer en dos ocasiones el
Cuarteto nada se agregó a mi
conocimiento de la teoría de la relatividad -que es muy escaso, por no decir
nulo- pero en cambio mi entusiasmo por la literatura de Durrell creció
exponencialmente.
Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de
otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos
acontecimientos. Sólo en
Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un
periodo más largo que las otras novelas. La pluma creativa de Durrell hace, sin
embargo, que cada novela resulte diferente, como si fuese una historia distinta
la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una
espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos
literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a
una historia nueva con los mismos actores.
Las relecturas de este libro
maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón asiste a
los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros:
cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que,
en conjunto, son una obra
aparte
En
diversos análisis de esta cuarteta de novelas se ha señalado la viveza que logra
Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla
la trama- hasta convertirla en una protagonista más de la obra: un sitio
escurridizo y misterioso que no se deja atrapar. La relación entre el
narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista,
parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de
la cultura árabe: “Lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría
llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante. Y al igual
que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos
extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas
como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de
Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa. Esta naturaleza huidiza
proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por
Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni
egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.
Las relecturas de este libro
maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón asiste a
los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros:
cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que,
en conjunto, son una obra aparte. La primera lectura me impactó con el trabajo
formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias
y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro
libros diferentes a partir del mismo argumento. En la novela autobiográfica
El libro negro, publicada en 1938, el escritor describe nítidamente el
secreto de su oficio: “Un ataque, con los puños desnudos, a la
literatura”.
En una segunda lectura, después de haber dejado reposar los
libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada
libro se agregan pinceladas que no modifican el retrato original sino sólo lo
hacen más complejo. Personajes como Melissa, la prostituta griega enamorada de
Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine.
Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente.
Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el
barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria
tienen un encanto irresistible.
En esto de las relecturas soy epígono
de Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, quien predicaba a los cuatro
vientos que cada lectura es historia del lector y no del escritor, quien ya hizo
su parte y no espera ser
juzgado
Balthazar
es mi novela preferida de las cuatro, por la enorme riqueza del lenguaje con
que Durrel dotó a su personaje. Ésta es quizá una afirmación osada, pero siempre
me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más
que médico -tal es su oficio en la historia- se asemeja a los druidas galos,
poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los
actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una
serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los personajes con
los que convive y que forman parte irremplazable de su propia vida. Emociones
que él explica puntualmente: “La etiología del amor y la locura son idénticas,
sólo es cuestión de grado”. A fin de cuentas parece flotar siempre sobre los
personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el
amor.
Espero poder robarle tiempo al tiempo para concluir una pausada
tercera lectura del Cuarteto, en tributo humilde al ya cercano centenario del
nacimiento de este excepcional escritor. En esto de las relecturas soy epígono
de Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, quien predicaba a los cuatro
vientos que cada lectura es historia del lector y no del escritor, quien ya hizo
su parte y no espera ser juzgado. Miller lo dice así: “Es
tu historia,
querido lector (...) y si careces del sentido necesario para percibirla, tanto
peor para ti. Pues todos nosotros hemos nacido de la misma madre, hemos bebido
la misma leche áspera, y hemos de volver al mismo seno celestial, más prudentes
quizá pero no más tristes, y ciertamente, no peores por la experiencia.
Cualquier pasaporte que hayamos utilizado aquí abajo será sin la menor duda
marcado con la palabra
inválido”.