Los poemas de Veyrat son, por ello, como la clarividencia
fugaz de quien despierta para observar con consternación lo inevitable: eso es
la supervivencia, la prueba de que es un error
ser ahí. Es un error pero
también puede ser un acto de suprema libertad que nos lleva a la muerte. Si te
sabes condenado, si no hay justificación trascendental que te alivie, entonces
tu labor tiene una dimensión
hacedora. Despertar es hacer, sí, un supremo
esfuerzo: no hay discurso previo que te aplaque o te aplace. Cada vez que
ingreses en la existencia ordinaria, lo remoto y lo nuevo se conjurarán. En cada
acto, el nombre y el hombre pueden ser una y la misma cosa. Dar nombre, en
efecto, es tarea heroica, una voz remota que resuena en los poemas de Veyrat:
una voz masculina que no le impide ser alondra o paloma, tórtola, mirlo o
cigarra.
En su poesía, la vida no es eso que puede aclararse de
inmediato, sino una ofuscación. Podríamos decir que es como la lámpara o la luz
en las que se estrella el insecto cegado. A eso podríamos llamarlo literalmente
ofuscación: algo tenebroso que nos deslumbra, que nos obsesiona y que nos
aturde, ya digo. A esas tinieblas –que son lo real y lo concreto-- se precipita
el pájaro con su vista sesgada o el insecto con su extravío irresponsable. ¿Por
qué razón? Porque el ave es también el animal alado que por necesidad se acerca
para proveerse de alimentos, de los alimentos terrestres. Porque la cigarra
canta sin preocuparse de la despensa. Pero el pájaro y el insecto son seres
corpóreos, vivos, que como el exaltado hombre también se aventuran. Se adentran,
cruzan el umbral, esa puerta mágica que sirve de título a Veyrat. ¿Qué hay al
otro lado? Al arrimarse y al rebasar el quicio, la vida del pájaro peligra y es
entonces, rodeado por lo material, cuando descubre los restos del Paraíso, la
heredad que ahora hay. Al ave lo arrastra el viento, cuyas alas se enredan.
Como en el pasaje de Walter Benjamin, el aire sopla tan fuerte que no
puede cerrarlas: lo empuja hacia el porvenir. Pero el ave logra contenerse y así
observa cada detalle de esta tierra yerma. ¿Puede razonar? La pregunta parece
ciertamente absurda, pues en este expediente Veyrat se acoge a lo dicho por Luis
Cernuda, quien en
Ocnos hablaba del mirlo como el pájaro alegre que silba
en medio de la inconsciencia, el ave que ignora la muerte, “libre de toda razón
humana”. No es mera inopia animal,
ya
que el mirlo, tan endeble, es como el hombre: capaz de crear, de cantar
en medio de una naturaleza que, por principio, le hostiga hasta cegarlo y
matarlo. ¿Y no era ciego el poeta? Sobrevivió a sí mismo y se impuso como tarea
esta desdicha. Pero digo esto y, justamente en este momento, recuerdo la nota
del autor que precede a los poemas: leída como inscripción o pórtico, los poemas
cobran otro sentido, tal vez circular. Empecemos de nuevo. No hay promesa ni
felicidad.