Retrovisores desde la grupa. Placeres de género
Género nodriza, el western, conjetura Rick Altman, es tal vez un
hijo adoptivo del cine. Es cierto. Incluso antes de que la linterna del
cinematógrafo invadiese las ciudades, siempre hubo un lugar para la epopeya
fronteriza en el imaginario de la vieja América, levantada sobre el icónico
paisaje del Oeste, la cultura del revólver, el eterno refugio del ‘saloon’. Así,
trenzar una geografía del western conlleva necesariamente rescatar las páginas
de Fenimore Cooper, los seriales ‘pulp’ de Zane Grey o la reivindicable épica
juvenil de Karl May, aquel rollizo teutón que, sin jamás haber pisado la pradera
india, imaginó a Winnetou, al inolvidable Old Shatterhand. Partiendo de ellos,
de otros tantos, de la plomada memoria del pionero, el celuloide evangelizó el
Far West como género de géneros, dotándolo de una narrativa propia que balbucea
en
Asalto y
robo de un tren (
The Great Train Robbery,
Edwin S. Porter, 1903), se consolida en las imágenes de Ford, Hawks o Mann para,
bajo el signo reflexivo que impuso el ocaso del género, (auto)cuestionarse con
el cine de Peckinpah.
Sea como fuere, más allá del límite que marca el
tiempo, del Picketwire, el cine norteamericano ha vuelto periódicamente su
mirada hacia la nostalgia del western. Sucedió con Eastwood y su entronizada
Sin Perdón (
Unforgiven, 1992) o, rehuyendo el listado puntilloso,
la brillante
El asesinato de
Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew
Dominick, 2007). Y son ahora los Coen quienes, en un ejercicio de rescate
postmoderno, mediante
Valor de Ley (
True Grit, 2010) –o la
relectura del tardío clásico de Hathaway (1969)- revisan la mítica del Old West.
El western según los Coen. ‘Huye el impío sin que nadie lo
persiga’ Antes que Hathaway, que los Coen, fue Portis.
Charles Portis, autor de culto, inusual, aprendió a juntar palabras al cálido
abrigo de impronunciables ‘magazines pulp’. Dedicado por lo común a personajes
al margen de toda convención, excesivos, en 1968 convirtió aquella extraña
novela,
Valor de
ley, en un desmedido éxito de ventas. En el
diálogo textual, vence el papel. Concisos, sin apenas vacilar, absolutamente
fascinados por la narración impresa, los Coen reconocen haber ignorado la
película de Hathaway. En parte resulta comprensible. La melancolía que despliega
Portis en su prosa, sumada al llamativo empeño del autor por introducir ciertas
dosis de extravagancia, le sitúan muy próximo a la acidez ‘coeniana’, o el pulso
bizarro, casi folclórico, que hostiga invariablemente a sus criaturas
(
Valor de
ley, por ejemplo
, brinda al curioso
trampero salvaje, el indio que recoge al ahorcado o el bandido bufonesco). Será
el caso de Rooster Cogburn, de Mattie Ross.
Al igual que sucedía en
El hombre
que mató a Liberty Valance (
The Man Who Shot
Liberty Valance, John Ford, 1962) una locomotora abre el relato, lo
clausura. Hay también alguien que, pasados los años, reemprende el regreso al
encuentro de un cadáver. Alguien que cuenta una historia, y tal vez ahí, en la
necesidad narrativa, resida la universalidad del western. Como en el film de
Ford, el dispositivo se encapsula bajo la voz del que recuerda. Ella (que no él)
fue, es Mattie Ross, la niña que, tras la muerte de su padre a manos de Tom
Chaney, maleante de segunda, resuelve contratar a un ajado cazarrecompensas,
Rooster Cogburn, y así obtener venganza. A ellos, en su cacería, se unirá el
lacónico y obstinado ‘ranger’ LaBoeuf, contrapunto de la verborrea
lebowskiana del veterano ‘sheriff’.
Valor de ley
narra la marcha de Cogburn y Mattie, inmersión catártica en lo sombrío, al norte
del simbólico Picketwire, último reducto de la civilización. Inyectada la
iconografía del western –en esa reafirmación visual que en detrimento de la
novedad constituye un género-, asombra el paisaje malsano que transitan las
cabalgaduras, sepultado por el manto pálido de una nieve que prologa a la
muerte, mortaja de un cadáver doblado frente a la batiente entrada del ‘saloon’,
o la cámara que mediante un pausado
travellling, en la apertura del
relato
, se cierne sobre el cuerpo del padre. La poética de la frontera,
de la ausencia de códigos morales, fue siempre el hogar del pendenciero Cogburn,
ser anacrónico que, como los tipos que liquida, se sabe ajeno al presente.
Escenificado por el férrico trazado de la locomotora, ese mismo presente –y no
otro-, ilumina a una joven Mattie que asiste a los estertores sanguinolentos de
un ayer convulso, arcaico, agitado por la ética del plomo. Hechizante,
deliberadamente contenida, la fotografía de Roger Deakins aporta a ese cuento de
madurez que es
Valor de ley una atmósfera invernal que flirtea con cierto
impresionismo mágico, plenamente verificable en la postrera secuencia del
socorro de Mattie, en la evocadora banda sonora de Carter Burwell.
Tejida con una pericia artesanal, la puesta en escena de los Coen ensaya
una mirada clásica sobre el género, deudora de una riada referencial quizá
(demasiado) ineludible, y en parte matriz de imágenes -las de la fábula
fronteriza, la de
Valor de ley- que aquí nunca adoptan (ni pretenden
hacerlo) la enfática perspectiva del gran relato. Aún con todo, hay algo
extremadamente hermoso en la secuencia que a modo de epílogo cierra el film; o
el del acartonado reflejo que luce patético el último superviviente del ayer,
enfangado en la memoria, tal y como le sucedía al recordado Bill Cody, enterrado
en los rodeos, acaso el show ambulante que vio morir al anciano Cogburn, a cuyo
encuentro –han pasado los años- acude hoy una madura, agria Mattie, para hallar
así un sobrio ataúd, y la conciencia, tan pavorosa como cierta, de que el tiempo
-el del relato, el suyo, el nuestro- se escapa, no pasa en balde.
Tráiler subtitulado en español de
la película Valor de ley, de los hermanos Coen (vídeo
colgado en YouTube por themanwhonevercried)