LAS HORAS Las horas otoñales,
los días que
se fueron mansamente
como una procesión
de sombras.
El tiempo que se
aleja por el vértice
de la nostalgia.
La tristeza sonora y la gris
melancolía.
¿Hacia dónde me llevan estos vientos
con sus palabras
oxidadas
a la intemperie de las noches
inmensas?
¿Adónde he de
volver o adónde irme
para ocultar mi pánico
a las fauces del lobo?
¿Qué terror o qué angustia
persiguen mi dolor aceitunado
por los
agudos fríos
de los altos luceros?
Las horas otoñales.
Las hojas que
se caen en un cortejo
de sonoros silencios.
Y las ramas desnudas,
y
los visillos tibios.
Y el vaho de los cristales. ¡Soledad!
Y el vaho de
los cristales.
MIEDO Este miedo ancestral
que siempre me persigue con sus fauces
de silencio, que siempre
merodea los aledaños
de mi cuerpo, que siempre
se asoma a las
riveras de mis ojos
con su faz de misterio.
Miedo a todo lo humano
y
a todo lo divino.
A lo que es y a lo que fue,
a lo que ha sido:
al
vacío de las noches,
al sol de la mañana,
a la rotunda hoguera de la
tarde;
y al crepúsculo efímero
que brota entre dos fuegos
anunciando
la muerte,
presagiando la vida. Este miedo
que agrede mi cintura,
que me roba mi sueño,
que no me deja ir
y no me deja estar, que no
me deja
gozar de los placeres por temor
a perderlos, por temor
a
temer a no volver
a encontrarlos. Este miedo
que asola mis ojeras como
un río
de viento.
Miedo a perder lo que amas y miedo
a no poder asir
tus anhelos.
Miedo a nada,
miedo a todo.
Miedo a los vivos
y
a los muertos.
¡Miedo! ¡Miedo!
ÁLAMOS OTOÑALES
Álamos otoñales. Sinfonías
amarillas en el arpa
de las débiles
ramas.
Mansamente las hojas
caen
al ritmo de la brisa plural y
arrebolera.
El sol pronuncia
un discurso de labios
enigmáticos. Se
oyen
lejanas campanadas que se pierden
entre valses de ecos. ¡Cuántos
días
quedáronse a la zaga
de los años indóciles! Ahora
vendrá la
sombra a visitarme,
como un amigo incómodo. ¡De tantas
ilusiones he
vuelto, que quisiera
dormir bajo el cobijo
de unos ojos perdidos!
¡De unos ojos perdidos...!
Álamos otoñales, confidentes
de mi
tristeza, asidme
a vuestro frágil talle de doncella;
amparadme en el
silbo
de vuestras hojas dóciles; ungidme
con vuestras aguas claras
hasta lo más profundo de mis tuétanos,
álamos otoñales.
¡Álamos
otoñales!
TENDRÉ QUE ACOSTUMBRARME Tendré
que recluirme en el crespón
de mis horas lunares.
Siento vértigo y frío
y siento pena
de palpar mi semblanza, limitado
por los años que huyen,
por los años
que alejáronse sin
pedirme explicaciones, sin mostrarme
su pasaporte. Llevo
aterida mi piel, mis ojos brunos
de mirar las
umbrías y un silencio
que fluye por el cuerpo cual la savia
de un árbol
desmembrado.
Tendré que recluirme en mi semblante
adusto y aterido
por los gélidos fríos cordilleranos,
por las palabras de los hombres,
por
esta limitación de haber nacido
en los estrechos límites del tiempo.
Tendré que acostumbrarme a esta agonía,
a la estéril disputa de mis
huesos,
a mi gélida sombra, a la severa contención del grito,
y a la
orfandad del lirio
marchito entre mis labios.
Tendré que
acostumbrarme
a todas estas poses del destino.
Este es mi estado y estas
son mis manos
vacías por el tiempo. ¡Tendré que acostumbrarme!
¡Tendré
que acostumbrarme!
LA LLUVIA Me seduce la
lluvia
como el mar me fascina, como el llanto
que brota atardecido
de tus labios de ocaso, bruscas olas
que sucédense con solemne pasión.
y surgen conmovidas
de un vuelco de campanas
azules. Me seduce
el vuelo de las aves que a la brisa
dicen adiós, oscuras
con sus
cantos que aléjanse
sobre las altas torres silenciosas.
La lluvia que al
otoño
mansamente despoja
de su atuendo marrón.
Un vaho de cristales
casi oculta
tus ojos que contemplan
lontananzas. La lluvia
que
acaricia mi piel, ahoga mi sombra,
y mis versos sumerge, cruel Narciso,
ahogándose en el río.
La lluvia silenciosa
de tus palabras últimas
que emanan
incendiado vapor y rojos pétalos
de armonía, pesar de las
espinas
y cálices desnudos,
amor, amor, la lluvia
que sabe a bronce
y duele
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de
estos poemas del libro de
Enrique Morón,
Vértigo de las
horas (Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.