Existió,
advertía con frecuencia Jean Baudrillard, un (ya)
remoto imperio de lo
analógico, o aquel que -en un depurado ejercicio kamikaze- incubó la eruptiva
pubertad del cosmos 2.0 contemporáneo. De veras, cabría confirmar, de veras que
existió. Y sin embargo, exceptuando el pulso mercader que hoy ilumina la cultura
vintage, la desatada cronología impuesta por la sociedad postindustrial
instala en el terreno de lo inverosímil, gadget a gadget, toda conjetura
relativa a un ayer huérfano de protocolos TCP, sistemas Web y redes
interactivas, laboratorio del presente suprimido en el efímero combate de la
memoria
hardware. Al pasado próximo, anuncian, tan solo le resta el
descrédito.
“Where Everybody Knows Your
Name”. Donde todos conocen tu nombre. Las series y el rescate de lo
social Agonía de aquel imperio, la década de los noventa,
apunta el pensador galo, o la (pop)prehistoria que teloneó a Google, a Emule,
nos surte de una manifestación última de cierta sociología del consumo cuya
práctica transcendió el enclaustramiento del capitalismo individualista para
afianzarse en lo colectivo, un placer gregario. El rito en cuestión, la serie
televisiva, la
sitcom, afianzaba en cada emisión los lazos de una
progresivamente fidelizada comunidad, reforzada mediante la religiosa
fascinación común por una narrativa, sus personajes y tramas, la rigurosa
eucaristía del encuentro que supone la periodicidad.
Frasier Crane
pertenece a una camada de productos pensados para la
otra pantalla que,
salvando las reposiciones, jamás compartió rancho con el actual, creciente (y
controvertido) modelo, es decir, el del espectador que frente al portátil y en
soledad (auto)administra su dosis de capítulos. Frasier Crane fue héroe de un
tiempo cuyos pobladores, cautivos de los arbitrarios designios de un
programador, disponían sus quehaceres de modo que, en el horario señalado, a
menudo al final de la jornada, nada interrumpiese la inyección diaria de la
serie. Como quizás también sucede con el fútbol, la fiebre entrañable del
capítulo se consumía en grupo, o la conversión del televisor y su ficción en
foco de identidad social, familiar, ceremonia periodizada, dotada de una calidez
que el solipsismo del internauta destierra sintomáticamente. Tal vez con el
recuerdo, quién sabe, recojamos una tarea pendiente: dotar de cierto
sentimentalismo al filtro tecnológico. Qué no se agote el relato en la máquina.
“Soy el doctor Frasier Crane, le escucho” Llovía,
siempre llovía, en las aceras de Pike con la 3ª, enclave del café Nervosa,
Seattle. Fue, efectivamente, la capital más lluviosa de América -o el asfalto
que una vez arropó el llanto
grunge de Cobain, Vedder o los Pixies- la
siguiente parada del recién divorciado psiquiatra Frasier Crane (Kelsey
Grammer).
Terriblemente esnob, sibarita excesivo, amante de la verborrea
académica, el doctor Crane es para el que firma estas líneas una de las
criaturas más irresistibles que pueblan la historia de la ficción televisiva.
Carácter de segunda fila en la antológica barra de
Cheers (NBC,
1982), David Angell, Peter Casey y David Lee –o la alineación que
nos regaló el
spin-off (desarrollo serial de un carácter extraído)
Frasier–
apostaron por adjudicar al bueno del doctor una
sitcom (comedia de
situación) a su medida. Era 1993 cuando la NBC lanzó el episodio piloto
–veintidós minutos experimentales en cuanto a
share- de aquella inédita
ficción en torno al desternillante cosmos de un psiquiatra radiofónico que,
superviviente de un naufragio matrimonial en Boston, aterrizaba en Seattle
dispuesto a rehacer la jugada; aquella era toda una apuesta por un elevado
sentido del humor que se mantuvo -en un dato que induce a reconsiderar a la
maltratada audiencia norteamericana- durante once temporadas en la parrilla de
la poderosa
network.
Se conformaba así la que seguramente sea la
sitcom más brillante de todos los tiempos -ácida, superdotada,
delirante-, por supuesto deudora de los rígidos códigos del formato, esto es,
relato compacto, nula pretensión crítica, culto a la eficacia del diálogo/gag,
metahistorias encapsuladas bajo la digerible química del episodio -sin rehuir la
novedosa voluntad narrativa de sugerir algo similar al arco histórico- y una
puesta en escena conducida por una ya memorizada trinidad espacial: del modélico
apartamento de Frasier, las dependencias de la emisora, la KCL, al refugio
eterno del café Nervosa.
Y estaba Frasier, estirado, pelmazo
insoportable, ser de humanidad desbordante. Estaba Niles Crane, o el hermano
menor, igualmente refinado, esnob, frágil y enamoradizo, atado a una endiablada
e invisible esposa, Maris. Y la risueña Daphne Moon, la ingenua asistenta
británica de Martin, el señor Crane, oficial de policía retirado, rezongón
entregado a su
terrier Eddie, amante de las pasiones sencillas, un viudo
cuyos achaques le obligan a compartir morada con ese tipo antagónico que es su
primogénito. O Roz Doyle, la productora de Frasier, soltera cuarentona a la caza
de un marido; y Bulldog, Gail y tantos otros, los miembros del estrafalario e
inolvidable equipo de la emisora, el dial local KCL.
“
Sweet Neo
Con”, afinaban los Stones. Sí, Frasier lo era y nos daba
lo mismo. Complexión gruesa, frente despejada, vestuario eurófilo, vértice de la
serie, el doctor Crane, pese a discursos
freudianos y pretensiones
varias, se revela en cada trama como un enfangado párvulo que merodea a
trompicones ciénagas sentimentales por explorar, terrenos sobradamente conocidos
por la experimentada, cínica Roz; paisaje hostil según el hipocondríaco Niles,
devoto no declarado de Daphne. Seducido por el querible patetismo que destilan
todos ellos, desarrolla el espectador de
Frasier -acaso de modo
inconsciente- una suerte de impulso maternal, cierta servidumbre amorosa hacia
los rocambolescos enredos de la familia Crane, castigada por ese carácter
espectral, la esposa de Niles, Maris, o una silueta
beckettiana de
cuya corporeidad no tendremos noticia, última virguería de genialidad en el
guión.
‘Frasier’, o la vindicación del espectador inteligente,
desplegaba una ternura vocacional por sus criaturas, sumergidas en angustiosas
torpezas, enfrascadas en diálogos que transitan la desnuda(da) cotidianidad de
Seinfeld
(NBC, 1989) para rozar el socarrón ingenio
high-class de Wodehouse, articulándose, temporada a temporada, un
refinado alegato por la arquitectura maestra del guion. Tragedia generacional,
el desenlace terminal de
Frasier se produjo al son de 2004, cuando
despegaba el tráfico de contenidos
online. Los fieles torcieron el gesto
y disolvieron la comitiva. “Frasier has left the building”, bromeaba un tema
crooning al cierre de cada capítulo. Hay quien, recuerdan algunos, a modo
de zapping, rondaba invariablemente las cuatro horas en abierto que entonces
ofrecía Canal+. Luego llegó la confirmación. Era cierto, Frasier había
abandonado el edificio.
Frasier
(vídeo colgado en YouTube por eximeta)