No hay escapatoria posible al dolor
humano. Ni siquiera en esa extensión desprovista de acontecimientos y de la
contingencia que tienen siempre las relaciones humanas, podemos escapar del
sufrimiento, del estrépito que acompaña a lo
inesperado
En una galería de arte un
desconocido mira la película, no sabemos quién es, está solo en la oscuridad. La
narración se inicia en primera persona, este hombre nos va detallando escenas de
la película mezcladas con reflexiones acerca de su invisibilidad que se
manifiesta por su presencia constante en el mismo lugar, al igual que el guarda
de la sala que está ahí “para no ser visto”. De pronto el escenario cambia,
aparecen las voces de dos hombres y una mujer joven. El lector se traslada de
una sala del MoMa al desierto de California, encontrándose con Elster, que ha
ido “en busca de tiempo y espacio”. Richard Elster, el viejo profesor que huye
de “las ciudades que han sido construidas para medir el tiempo” y se refugia en
la nada donde el tiempo es enorme como lo son su discurso y sus pensamientos.
Richard Elster lleva una existencia desesperanzada, separado en dos ocasiones y
con malos augurios sobre el porvenir le abruma la violencia humana, a él que
paradójicamente se ha visto involucrado y cómplice en una guerra. Hasta allí le
sigue Jim Finley, un joven obsesionado con el cine. En un atrevido y arriesgado
intento de realizar un documental sobre este hombre, quiere filmar un plano
largo de su cara mientras Elster habla de la guerra de Irak. Es un proyecto
atrevido, sin garantías, que no deja de ser una continuación de lo que nos
ofrece DeLillo: “Ver lo que hay, saber que está uno mirando, sentir el paso del
tiempo”. Nos invita a mirar de otra manera, a observar todos los detalles de un
movimiento, en una búsqueda eterna. No obstante, este proyecto se irá diluyendo
con el paso de los días hasta quedar prácticamente olvidado, extinguido,
engullido por el sosiego y el silencio. Mientras tanto, una mujer joven,
misteriosa y desdibujada como en una ensoñación aparece creando un entramado de
relaciones sutiles, frágiles hilos que con los días empiezan a adquirir una
mayor consistencia. Jessie es observada por estos hombres desde una perspectiva
diferente: Jim Finley la observa cuando no puede ser visto por ella, cuando ella
no puede ni siquiera vislumbrar el deseo y las fantasías que le provoca. ¿O sí?
No comparten nada, sus vidas tienen trazados caminos diferentes, pero es alguien
con quien hablar. Richard Elster la observa desde otro ángulo, ve de ella una
imagen diferente, una imagen casi de sí mismo. Es la imagen de su posesión. Una
mujer, que en su nombre y en su “voluntaria insipidez” encierra un presagio:
“Estaba hecha para esfumarse”, dice Jim Finley, como si el aire fuera su
elemento constitutivo.
Estas tres voces con un lenguaje poético y
misterioso se insertan en un paisaje desolado, como las montañas que se suceden
alternativamente o como el cielo que se abre al anochecer. Expresiones que se
entremezclan con los gritos animales, diálogos intermitentes, pensamientos,
susurros y reflexiones hechas en voz alta sobre el destino y la extinción del
hombre. Un destino unido al de la naturaleza: “somos una manada, un enjambre (…)
la consciencia está agotada. Toca ahora regresar a la materia inorgánica. Eso es
lo que queremos. Queremos ser piedras del campo”. Un destino unido al de las
cosas perdidas, a lo que se piensa y que al momento desaparece: “cada momento
perdido es la vida”, dice el narrador. No son conversaciones, son temas captados
al vuelo sobre los que se profundiza igual que hace la cámara cuando enfoca un
objeto al azar y se va acercando.
A lo largo de estas ciento cincuenta
y cuatro páginas lo que el lector imagina y ha de conjeturar tiene casi tanta
importancia como lo que se nos cuenta
En esta
novela lo contextual adquiere una relevancia inusitada aunque no se describe con
precisión. Lo inconmensurable del desierto que en principio nos aturde e
inquieta, va imponiéndose poco a poco hasta que la enormidad de esa extensión
vacía acaba pareciéndonos normal. El lector se ve sumergido en esa calima y en
esa soledad de manera gustosa. Pero tanto el lector como Richard Elster se
equivocan. No hay escapatoria posible al dolor humano. Ni siquiera en esa
extensión desprovista de acontecimientos y de la contingencia que tienen siempre
las relaciones humanas, podemos escapar del sufrimiento, del estrépito que
acompaña a lo inesperado. Richard Elster no está a salvo en ese rincón en el que
parece haberse resguardado de lo que le vida tiene siempre de escandalosa. Un
suceso dramático viene a trastocar esa quietud y a partir de entonces toda esa
enormidad se convierte en espera.
A lo largo de estas ciento cincuenta y
cuatro páginas lo que el lector imagina y ha de conjeturar tiene casi tanta
importancia como lo que se nos cuenta. Así, la resolución de ese enigma, de ese
suceso terrible que degradará la vida de Elster y lo conducirá al paroxismo del
dolor, habrá de ser desplegado en la imaginación del lector porque no está dicho
con palabras.
En
Punto omega los protagonistas no se nos muestran
de manera clara, se manifiestan ilocalizables y velados, se le escurren al
lector dejándole una sensación de incomodidad. ¿Habremos de volver a estas
páginas y mirar con mayor detenimiento? Transitamos a ciegas por una historia
que no parece tener ni principio ni final, sólo un fragmento de unas vidas
inabarcables. Una historia que es más una sugerencia del autor que una narración
explícita.
En definitiva, una propuesta de lectura compleja y original
en la que con lenguaje y silencio, un lenguaje muy condensado y un silencio
reflexivo, DeLillo nos muestra una historia extraña, compuesta de imágenes
cinematográficas -casi oníricas-, imágenes opacas en las que el lector no logra
ver con claridad lo que ocurre y ha de ir imaginando. Se necesita de la máxima
concentración para seguirle, porque son pensamientos sueltos y reflexiones que
difícilmente encuentran un hilo conductor de forma clara. Parecen estar ligados
entre sí por un código secreto. Estamos ante lenguaje y palabras que a ratos son
poesía y a ratos “parloteo alcohólico”, todo ello envuelto en una bruma espesa y
viscosa donde el tiempo se alarga y “se vuelve ciego”. Al llegar a la última
página DeLillo consigue su propósito: el lector ha mirado con la máxima atención
y concentración. El autor logra en esta novela una atmósfera claustrofóbica, una
quietud envolvente, una nada que atrapa en un relato intenso, bello y desolador.