Miguel Veyrat: <i>Conocimiento de la Llama</i> (La Lucerna, 2010)

Miguel Veyrat: Conocimiento de la Llama (La Lucerna, 2010)

    TÍTULO
Conocimiento de la Llama

    AUTOR
Miguel Veyrat

    EDITORIAL
La Lucerna

    OTROS DATOS
Palma de Mallorca, 2010. 102 páginas. 10 €




Reseñas de libros/Ficción
Miguel Veyrat: Conocimiento de la Llama (La Lucerna, 2010)
Por Alejandro Lillo, sábado, 8 de enero de 2011

Yo leo como la llama lee la madera
Alfred Döblin


Los versos de Conocimiento de la Llama, elevados y ambiciosos como pocos, son un auténtico desafío para el lector, una experiencia exigente que no da tregua. Miguel Veyrat no entiende de fronteras, tampoco de armisticios, ni de concesiones: “Bajo el agua, / con los ojos abiertos / lucha mi cuerpo…”. Quien se adentre en estas páginas, quien se atreva a descender con el poeta, debe saberlo. No encontrará aquí espacio para el sosiego, no hallará cobijo ni clemencia. Tan sólo el estremecimiento y el fulgor del rayo: “El que rápido / ilumina / para después / fulminarte”.

El autor propone un viaje a través de “sombras y evidencias” hacia el corazón de la llama, hacia el único lugar inalcanzable donde hallar reposo. Al avanzar en la lectura de los poemas que conforman los inasibles límites de esta obra, el viaje se convierte en una investigación y, por tanto, en una búsqueda.

La búsqueda que plantea el poeta, como todas las empresas dignas de ese nombre, resulta extraña y perturbadora, pues es la búsqueda de aquello que no se puede nombrar pero que debe ser nombrado. Es una indagación que se dirige hacia la profundidad de la tierra, hacia la raíz de lo humano. Veyrat, como el Virgilio que en la Divina Comedia conduce a Dante por los Infiernos, nos acompaña y nos inicia mostrándonos un camino. Se presentaría entonces como conocedor y mero transmisor de esa fuerza innombrable e informe que no se deja atrapar, que no se deja ver: “Ebrio de fuego y de viento, / ofreció su sangre / para ser el mensajero: / Precio que pagó el poeta / a quien ya era solitario / y silencioso / por pronunciar / la palabra / que su forma le diera.” Sin embargo, el poeta es mucho más que un simple guía que conoce el camino: es Hacedor y Nómada.

Hacedor porque Conocimiento de la Llama es ante todo un canto a la palabra como fuerza creadora. La palabra, al nombrar las cosas, las delimita, les confiere unos contornos. Actúa así sobre el caos que nos rodea como llama en las tinieblas: ahuyenta las sombras y da forma a lo que hace un instante era negror o vacío, a lo que antes era una nada indistinguible. La palabra descubre realidades y confiere un orden, da, en definitiva, el “ser” a las cosas: “Para estar / presente / escribo. / Fundo / el Ser / con la palabra”. Pero este proceso creador necesita de un segundo movimiento para estabilizarse: al nombrar, la voz del poeta se apropia de lo nombrado, obligando a la realidad a manifestarse, a hacerse visible: “Hembra misteriosa (…) / Porque te nombro / eres mía (…) / A la luz te traigo”. No hay, por tanto, nombre sin conocimiento, como tampoco conocimiento sin nombre. “Conocer y fundarte / Arrebatar / tu nombre / a lo oscuro / anónimo / y secreto. / Nombrarte, / para que fueras / Ser y No Ser / a un tiempo…”.

Porque en realidad Miguel Veyrat no hace más que interrogarse por quiénes somos. Es esa su pesquisa incansable, una indagación que incomoda e inquieta, pues no hace sino poner en duda las verdades aceptadas, aquello que creemos ser

El poeta, pues, como Hacedor, y la poesía entendida como elemento liberador, como algo capaz de escapar a la dinámica de la Rueda, esa vida humana que tanto recuerda al castigo de Sísifo: “Rueda rueda / interminable terror / del tiempo. / Vuelve el dolor, / el hambre vuelve / y triste rueda / el vivir del hombre”. La poesía, dotada de las cualidades de la llama, la que quema y germina, aparece como lo único capaz de elevarse hacia las alturas y, dejando atrás dolor y tiempo, trascender esa deriva: “Vestido de la luz / me hacía grande. / Grande hasta llegar al salto, / a la medida / sin medida más allá / de todo límite. / Atrás el tiempo / el abismo atrás, / todo dolor en fuga / despedido de la Rueda / que retorna sin cesar, / Y brota como fulgor: / Ascensión furiosa / del poema”.

Iniciados ya en la potencia de la “Voz Arcana”, la palabra creadora, aquella que conjura / El pavoroso vacío”, seguimos buscando “el centro de la llama, (…) [el] corazón del glaciar”. Porque en realidad Miguel Veyrat no hace más que interrogarse por quiénes somos. Es esa su pesquisa incansable, una indagación que incomoda e inquieta, pues no hace sino poner en duda las verdades aceptadas, aquello que creemos ser. Su poesía, al desestabilizarnos, nos impulsa a pensar, a cuestionar nuestras creencias, nos obliga a descender a lo más profundo de nuestra alma, donde habitan las sombras. Conocedores del poder del arma de Orfeo –el poético canto de la lira-, emulamos al hijo de Apolo y bajamos a los infiernos en busca del Otro, ese ente sin contornos ni forma que es “Ser y No Ser / a un tiempo”. Si queremos beber de la Fuente, debemos buscar el origen: así como la palabra nace del silencio, la luz sólo surge de la oscuridad.

¿Pero qué es la sombra en la poética de Veyrat? ¿Qué el infierno? En la obra de Miguel Veyrat los conceptos e imágenes que evoca son de una riqueza abrumadora. Así, el infierno del que habla en Conocimiento de la Llama es múltiple y plural, representa a Dionisos pero también a Tánatos, lo inconsciente y la voluntad humana. No sería tanto el infierno de Dante -ese lugar de suplicio eterno relacionado con el pecado original y la culpa cristiana- como el de Orfeo, el inframundo griego vinculado con los muertos. O al menos se situaría en un punto medio. Es aquel al que el poeta desciende en busca de Eurídice, que no es más que aquello que le completa. “Llegamos / de la sombra, / del oscuro deseo, / de la Ausencia. / Llaga / sedienta”. Nuestro origen, pues, está en la sombra, entendida como falta o carencia. Una ausencia que se manifiesta como una herida abierta que no va a cerrarse nunca, como algo insaciable que jamás se va colmar, que nos va a acompañar en nuestro peregrinar por el mundo de los vivos recordándonos que nuestro destino es nuestro origen. La sombra que nos va a perseguir y que no se va a detener hasta alcanzarnos: “Sus ojos / más que el Sol / madrugan / y ávida devora / la densa tierra / de los muertos: / También sobre ti / se inclina a beber / de la garganta / herida, y verte por fin Desnudo / Y muerto”.

El de la muerte es un destino que, aunque terrible, debe entenderse como la vuelta al origen, como aquello que cierra el círculo y nos completa: “Hay quien te llama / Ausencia, muerte / porque sólo falta / al hombre / tu presencia / para estar completo”. No es una tragedia, sino un regreso, un reencuentro: “Muerte / como abismo, / te desprecio”. En esa repulsa de la muerte como abismo brota una invitación a gozar la vida creando un espacio en el que pasado y futuro conviven y se entremezclan para dar como resultado un presente perpetuo, marcado por lo dionisíaco: “Cierto será mañana / que estar muerto / fue penoso / Hagamos pues la fiesta (…) / ¡Oh! haced / de la muerte / un acto. / Jamás un sacrificio”.

Tras bajar a los infiernos y habitar en las sombras, el poeta (y nosotros con él), ya no vuelve a ser el mismo: allí, en la oscuridad, una parte suya va a reclamar su cuerpo con avidez e insistencia. Entonces comprendemos que así como la luz surge de las tinieblas, la llama, al iluminar, genera sombras

Tras bajar a los infiernos y habitar en las sombras, el poeta (y nosotros con él), ya no vuelve a ser el mismo: allí, en la oscuridad, una parte suya va a reclamar su cuerpo con avidez e insistencia. Entonces comprendemos que así como la luz surge de las tinieblas, la llama, al iluminar, genera sombras. El poeta se transforma en Nómada, un ser que habita en los márgenes, que transita por el filo, entre dos mundos. Es un ser enfebrecido por el reflejo de la Llama. Un reflejo que le abrasa y que en él germina, que le otorga la capacidad de romper la niebla y sus jirones con la palabra: “De sus ojos la luz arde, / geometría / penetra la ínsula / y nace: / Frutal tensión / en carne transmutada. / Temprana para ser, / rompió la niebla y sus jirones / en la forma pura: /el color, la transparencia / que adivina sólo / aquél que vivió una estación entera / sobre la raya del alba”.

El poeta es adivino y arúspice, solo que las entrañas que examina son las nuestras. Situado “sobre la raya del alba”, entre la luz y las sombras, entre la vida y la muerte, es un ser ubicado en el límite y, por tanto, destinado en cierto modo a no ser escuchado. Y sin embargo, las palabras que pronuncia nacen con la imperiosa necesidad de ser atendidas, de ser comprendidas. Aunque su lengua es la nuestra, es tal la verdad que enuncia, que al lector le parece oscura cuando en realidad es pura, transparente. No emplea palabras distintas a las nuestras, pero despojadas de todo ornamento, su mensaje se resiste a ser clarificado, escapa una y otra vez a cualquier explicación esquemática. “¿Dónde la palabra / (..) en el latido del viento”.

Con su canto el poeta refleja el fulgor de la llama, aunque el precio que tiene que pagar por ese conocimiento, por esa iluminación profunda y última, es alto. La carga que acarrea es pesada: “En esa medianoche / cuando el hielo / me enseña a desear, / estoy solo / y la muerte llevo a cuestas”. Su destino es el de no ser escuchado, o ser escuchado por unos pocos, pues presenta una visión del mundo y de la vida que muchos no desean conocer. Pero su presencia es esencial: “Gran cosa es una llama / para el pensamiento frío, / que en la discordia y la guerra / prenden su origen los seres”.

Incomprendido, solitario y silenciado por una sociedad a la que incomoda, el poeta canta a la vida, consciente de su fugacidad: “Así es la vida: / Explosiones seguidas / juegos de luces / vomitar candente, / pasión / que se alumbra / y que ilumina”, pero no puede dejar de expresar la desazón de su destino, que también es el nuestro: “Ambigua playa / madre de la luz, cabalgo / sobre tu dudosa espalda / y busco / la señal seguro donde anclar / las claves de mi lengua. / ¿Cómo hacerlo Aurora, / si cuando miro / tras tu espejo, / sólo el vacío se abre / a mi deseo? / ¿Si al decir sombra late lo más hondo / y feliz de mis sentidos? / ¿Si la luz desdobla el ansia fiera / de fijar la realidad / para mejor mirarla / y saber acaso dónde, cómo / cuándo terminará el viaje / que desde lo claro vive mi ser / hasta la oscuridad de tus orillas? (…)”.

Pero el viaje no termina nunca. No hay alivio ni respuesta. Sólo la inmensidad del vacío que ilumina la Llama.