Aquella primera novela estaba ambientada en la Edad Media, en un medio
religioso: en una abadía de la Italia septentrional; esta última se desarrolla a
lo largo del siglo XIX: en Turín, Palermo, París. Son dos mundos geográfica y
culturalmente alejados. En
El nombre de la rosa, los personajes discutían
sobre cuestiones teológicas a la vez que investigaban una serie de crímenes; en
El cementerio de Praga, el protagonista urde complots e imagina
conspiraciones políticas al tiempo que transita por la Europa capitalista y
liberal. La primera novela fue un éxito mundial. No sólo por sus ventas
millonarias, sino también por la aclamación del público y por la aprobación de
la crítica. Había un consenso en torno a
El nombre de la rosa: era una
historia imaginativa, equilibrada, erudita y entretenida, con muchos
destinatarios potenciales. Ahora, treinta años después, aprovechando el
aniversario, los editores de
El cementerio de Praga venden la nueva
novela como si fuera el regreso de Umberto Eco a aquel modelo: una historia
trepidante, folletinesca, de persecuciones y ambiciones, de policías y ladrones,
de falsificadores y servicios secretos. ¿Es así?
Alentados por el propio
autor, los periodistas y los lectores más impresionables han reaccionado
inmediatamente: que si el personaje principal es un tipo odioso que hace del
rencor su combustible, que si detesta a los judíos, que si desprecia a los
alemanes, que si se burla de los franceses, que si abomina de los italianos, que
si aborrece a los masones, que si condena a las mujeres… Todo eso es cierto,
pero se condensa en sesenta y tantas páginas. Luego, el arranque decae y
sospecho que muchos periodistas no siguen. El odio, interesante argumento
literario y moral, rezuma a lo largo de las quinientas y pico páginas, pero la
acumulación y la enumeración de datos dañan la ficción.
“¿Cómo decía el
filósofo?”, se pregunta el protagonista de
El cementerio de Praga.
“
Odi ergo sum”, se responde equívocamente. Pero no hay equívocos en
realidad: no se puede ser más antipático y execrable. Aunque sólo fuera por eso,
el lector ya debería estar de su parte y continuar. Quiero decir: de la parte
del autor. Si ha imaginado a un ser tan tarado, entonces lo que nos cuente será
inevitablemente cómico, burlesco, entretenido. Será como una caricatura o una
suma de los odios europeos.
En el Ochocientos, los límites
internos del territorio continental se modifican al calor de la primavera de los
pueblos, de las nacionalidades. En ese momento nacen también nuevos Estados que
han de justificarse: por identidad común o por
rivalidad
En el Continente, los pueblos se
han dirigido todo tipo de invectivas. La ferocidad con que los vecinos se tratan
y se describen no tiene límite: el estereotipo más grotesco, más esperpéntico,
es común. En Europa, las diferentes comunidades étnicas llevan siglos
aborreciéndose. Lo común es estigmatizar a los demás, a esos que lindan con
nosotros. Si están cerca es porque nos amenazan y de ellos no puede esperarse
nada bueno. El poder se concibe como un juego de suma cero: lo que ganáis es una
pérdida nuestra; lo que obtenemos es una merma para vosotros. En el Ochocientos,
los límites internos del territorio continental se modifican al calor de la
primavera de los pueblos, de las nacionalidades. En ese momento nacen también
nuevos Estados que han de justificarse: por identidad común o por rivalidad. No
hay como tener ojeriza al vecino: nos confirma con sólo existir. Su mera
presencia es un dolor o una provocación. En una centuria de cambios políticos,
de revoluciones, de anexiones, de independencias, los servicios secretos buscan
traidores y buscan aliados, la trama que todo lo explique, la conspiración que
podría derribarnos.
Desde Joseph de Maistre, el pensamiento reaccionario
se afirma en la teoría del complot: la revolución sangrienta que estalla en
Francia en 1789 no es un movimiento espontáneo, sino una conmoción urdida por
filósofos ateos, por masones, por los enemigos de Dios. Un cenáculo de
anticristos habría ideado y organizado el peor atentado contra la Providencia,
que es a la vez el peor ataque contra la Monarquía. Esta fórmula es una solución
muy útil para explicar los malestares del mundo, sus desarreglos, los tumultos y
las revueltas. Es útil por su simpleza: convierte la revolución en pecado, un
crimen contra Dios, y además encuentra al responsable. ¿Cuál es el crimen? La
descristianización, el ateísmo: creerse como dioses, capaces de cambiar el orden
de las cosas, de bastarse por sí mismos. Por mucho que se embosque, el enemigo
es único. Adopta, eso sí, distintas caretas: se nos presenta con corrección, con
inocencia, cuando de hecho es una suerte de diablo de mil caras. Hay que estar
atentos para descubrir a ese demonio que se nos ha infiltrado y que destruye los
fundamentos de la religiosidad y del orden apelando a los derechos y al
librepensamiento. Punto y aparte.
Umberto Eco ha concebido una narración
que tiene como origen esa potente escuela de pensamiento. Las ideas
reaccionarias que describen un mundo sometido al complot de los judíos es la
base de su ficción, una ficción que convierte en novela lo que por otra parte
fue una mentira corriente del antisemitismo real del Ochocientos. Me refiero a
la supuesta conspiración de los hebreos europeos, dispuestos a dominar el mundo,
según consta en la falsificación que se editó y tradujo a numerosos idiomas bajo
el título de
Los protocolos de los sabios de Sión.
Me divierto con la ironía de Umberto
Eco, con esa suma de sabidurías de la que es capaz. Me congratulo de su inmensa
capacidad. El 5 de enero de 2011, el autor cumple setenta y nueve años. Casi
nadie a esa edad dispone de un cerebro tan potente. ¿Pero tiene que demostrarlo
cada vez que narra?
¿Qué expediente narrativo
emplea Eco? El autor italiano se vale del diario. Así como en
El nombre de la
rosa el manuscrito era,
naturalmente,
la fórmula de la tradición literaria de la que servirse, ahora es un dietario
del protagonista el recurso utilizado. Es una manera eficaz de registrar
acontecimientos conforme pasan y de acuerdo con el punto de vista del personaje
principal. Normalmente, un diario se escribe poco tiempo después de que sucedan
los hechos. Los actos humanos no son movimientos sin más: son acciones con
sentido. Hacemos algo y le atribuimos un significado. Si escribimos unas
memorias cuando ya somos viejos, lo corriente es que observemos lo pasado con la
perspectiva del anciano. Tenemos con qué comparar, sabemos cómo continuaron las
cosas, seleccionamos voluntaria o involuntariamente los hechos memorables y, al
final, los interpretamos. Esa interpretación puede coincidir o no con la que le
dimos a los acontecimientos justo cuando los protagonizábamos. Lo cierto es que
escribir sobre lo ocurrido es seleccionar, expurgar, ordenar, glosar, ahora o
muchos años después.
Bien mirado, el recurso narrativo que emplea Eco es
algo extraño: quien anota en su dietario lo hace décadas más tarde, en
1897-1898, cuando ya supera los sesenta y siete años. Ha pasado mucho tiempo. A
finales de siglo XIX, esa edad es propiamente la senectud. Por tanto, quien
escribe puede estar en las peores condiciones. O no, porque, como dice hacia el
final el héroe o antihéroe de
El cementerio de Praga, “todavía no estoy
hecho un cascajo”. Quien así habla es el capitán Simón Simonini, el piamontés
que protagoniza esta novela y el diarista de quien nos servimos para recorrer el
siglo XIX. Eso significa que el personaje y narrador registra retrospectivamente
como si acabara de acontecer lo que sucedió hace años.
Por fuerza la
memoria ha de fallar. Si lo que Eco quería era evocar un pasado más o menos
remoto, lo lógico habría sido utilizar nuevamente la fórmula del manuscrito: un
anciano recuerda mucho tiempo después. Así ocurría en
El nombre de la
rosa. Adso, el compañero de Guillermo de Baskerville, relata lo que vivió
siendo joven, lo que le ocurrió como acompañante de aquel monje tan perspicaz.
En
El cementerio de Praga, Umberto Eco adopta el expediente del dietario
y nos hace sospechar de los recuerdos tan precisos del protagonista. La
extrañeza que provoca el recurso es aún mayor si tenemos en cuenta que el
personaje ha perdido la memoria de su identidad y de sus actos recientes. “Tengo
una suerte de niebla en la cabeza”, dice en algún momento. Esa niebla podría
confundirlo todo y de hecho vive parte de su tiempo en la confusión. “¿Quién
soy?”, se pregunta nada más empezar. El ejercicio de escribir día a día tiene
para él un sentido terapéutico y lo hace por indicación de un tal doctor Froïde.
¿Froïde? ¿Era preciso reproducir fonéticamente ese apellido? Sigamos.
Eco se impone sobre sus caracteres y
protagonistas, cosa rara en quien ha analizado tan perspicazmente el
funcionamiento de los personajes en ensayos
imprescindibles
Esta contradicción entre
olvido reciente y evocación remota y esta tensión de la identidad ya estaban
presentes en
La misteriosa llama de la reina Loana (2005), otra de las
novelas de Umberto Eco. En ese caso, el protagonista, Giambattista Bodoni, alias
Yambo, iniciaba un proceso de recuperación remontándose al archivo familiar, un
viaje espacial y temporal: acudiendo a un pueblecito del Piamonte, Solara, en
donde estaba la casa en la que había vivido durante la infancia. El resultado
era una escritura en primera persona en la que Yambo literalmente exhumaba todo
tipo de objetos, imágenes, piezas que habían tenido un sentido y que de anciano
laboriosamente recupera o imagina. Son cachivaches de la niñez y de la primera
juventud que habrán de permitirle amueblar de nuevo su cabeza.
No es la
primera vez que Umberto Eco trata esta cuestión. De hecho, el asunto del olvido
es recurrente en el autor italiano: lo ha abordado como semiótico, como
ensayista, y lo ha examinado cada vez que rinde homenaje a Jorge Luis Borges.
Inevitablemente,
Funes, el memorioso, el cuento del argentino, es una
referencia constante en Eco. El escritor italiano imagina el desierto que sigue
al olvido; Borges fantaseó con el infierno que padeceríamos si lo recordáramos
todo. Es más, el propio Eco se ha planteado en numerosas ocasiones la ventaja
del olvido. Repito. Se lo ha planteado cuando se interroga sobre la
Enciclopedia, entendida ésta en la acepción general o en la formulación
particular que el italiano le da: el código de saberes útiles en que hemos sido
formados y que nos sirven para actuar con sentido común. Umberto Eco ha
insistido en numerosas ocasiones en ello, en la importancia de tener para
retener, de disponer de criterios para seleccionar; ha insistido en la capacidad
de discriminar para saber. La acumulación voluminosa no garantiza nada.
Justamente por eso sorprende el exceso erudito de El
cementerio de
Praga, como antes nos abrumó la exhumación archivística de
La misteriosa
llama de la reina Loana. El vértigo de acontecimientos es trepidante y el
anciano de
El cementerio… recuerda con detalle y con alguna confusión los
numerosos lances en que se ha visto envuelto, cosa que podemos ver como excusa
para que Umberto Eco vuelque un abundante conocimiento sobre el siglo XIX. El
capitán Simonini aludirá y mostrará lo que sabe o recuerda de los notarios, de
las falsificaciones documentales, de los servicios secretos, de los folletines,
de los periódicos, de las conspiraciones, de los jesuitas, de los judíos, de los
carbonarios, de los masones, de la Unidad Italiana, de Maurice Joly, del
histerismo, de la hipnosis, de Jean-Martin Charcot, de los publicistas, de los
libelos, del satanismo, de las conversiones.
Etcétera, etcétera: una
larga serie de precisiones eruditas que aturden al lector. Pero todo ese
repertorio no sólo lo detalla Simonini. También intervendrá en su diario,
añadiendo o corrigiendo, un doble o presunto doble del capitán: el abate Dalla
Piccola. Más aún, el relato no se ciñe únicamente al dietario, sino también a
los parafraseos de un Narrador actual --así, con mayúscula— que ordena, resume e
interpreta para el Lector lo que Simonini o Dalla Piccola escriben.
Con
ello, Umberto Eco regresa al metarrelato posmoderno del que se valió en
El
nombre de la rosa: hace explícito el acto de contar. Pero regresa también a
lo que le ha preocupado desde antiguo en sus ensayos: la interpretación y sus
límites, la sobreinterpretación de lo confuso o incompleto. El libro de Eco es
un juego,
un
juego otra vez, pero de su inmenso saber narrativo no resulta
necesariamente una buena novela. Me divierto con la ironía de Umberto Eco, con
esa suma de sabidurías de la que es capaz. Me congratulo de su inmensa
capacidad. El 5 de enero de 2011, el autor cumple setenta y nueve años. Casi
nadie a esa edad dispone de un cerebro tan potente. ¿Pero tiene que demostrarlo
cada vez que narra? ¿Por qué no nos cuenta el vértigo de la vejez, lo que
significa la decrepitud? Umberto Eco se impone sobre sus caracteres y
protagonistas, cosa rara en quien ha analizado tan perspicazmente el
funcionamiento de los personajes en ensayos imprescindibles. Perdonen este
reproche de un enano subido sobre la espalda de un gigante, pero tengo la
impresión de que a Eco le puede el miedo. Si pudiera hablar con Froïde, seguro
que le recomendaría calma y brevedad: justamente lo que a mí me está
faltando.